Pregón de Semana Santa en León, por Mons. Jesús Sanz Montes

Publicado el 16/03/2024
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Pregón de Semana Santa en León, por Mons. Jesús Sanz Montes
Auditorio Ciudad de León, 16 de marzo 2024

 

INTRODUCCION

Desde los reinos astures a los reinos leoneses se viene bien, cuando son dos ámbitos con sus historias fraternas y geografías limítrofes donde amablemente se comparten tantas andanzas. Agradezco al Señor Obispo Don Luis Ángel su presencia y a Doña Diana Belén y el resto de la Junta Mayor de Cofradías por haberme invitado, así como a las distintas Hermandades cofrades leonesas. Al Señor Alcalde de León, y demás autoridades civiles, militares, judiciales y académicas. A todos Vds. muchas gracias. En esta antigua Corte de Reyes me encuentro esta tarde para algo tan emotivo y emocionante como pregonar nada menos que la Semana Santa de León, declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional desde 2002. No es la primera vez que me invitan a ser pregonero de algún evento o efeméride festiva tan entrañable como esta. Me obliga a asomarme a las escenas que ahora describiré y que en esta noble ciudad tienen un empaque de arte y belleza, de fervor y tradición, que te hace sentirte pequeño ante el regalo inmerecido que te propicia esta ocasión. En mi Madrid natal se suele decir llegando estas fechas a esta hora convenida: que si no andas un poco atento, a las ocho de la tarde en las vísperas de la Semana Santa, o das tú una conferencia o, si no, sin remedio te la dan.

En esta ocasión seré yo el donante del verbo, con mi palabra asombrada y mis versos en prosa, para intentar recordar en voz alta ante ustedes lo que yo no quiero olvidar en mis adentros, tratándose, como se trata, nada menos que de pregonar algo más grande que mi talento. Que no vengo a pregonar una verdad que pudiera tener tan sólo mi medida, ni una belleza que sólo contase con la firma de mi ingenio, ni una bondad que sin más coincidiese con mi escasa virtud. La grandeza del pregón que quiero comunicar, consiste en que, aunque lo canten mis labios, no me tiene a mí como autor, sino que me obliga a ser también oyente del relato pregonado que coincide con la historia del mismo Dios. Ser pregonero de una Verdad, de una Belleza y una Bondad, que también se me dan a mí como gracia y como don, constituyéndome simplemente en su humilde vocero, es decir, en su pregonero portavoz.

Hay un ambiente recogido. Lo he palpado las veces que me he asomado. Las calles hacen de escenario con entreluces mientras pasan cautelosas las procesiones de la Semana Santa de León. Plazas y calles históricas se dilatan y arrebujan para ver pasar tanto arte, tanta piedad, tanto sentido religioso llevado con devoción ilusionada, como quien se atreve así a relatar una historia verdadera sucedida hace dos mil años y a tanta distancia. Es verdad que no tenemos en León una vía Dolorosa, ni mentidero de debate para el Sanedrín, tampoco Anás o Caifás tienen en estos lares sus casas, como Pilato nones habitando con calculada cobardía su palacio. Pero el relato como tal, se hace comitiva que a golpe de tambor marca el paso con sus timbales, mientras las cornetas soplan a los vientos el anuncio de su llegada. Cofrades en pie de paz que recuerdan con sus andares el precio que supuso salvarnos quien vino a redimirnos pagando lo que jamás merecimos y tan gratuitamente se nos quiso dar.

Sí, Suenan los timbales y resoplan las cornetas. Un halo que se suspende en el aire y tiene algo de ancestral su belleza. La han inmortalizado los pintores y escultores cuando nos han plasmado con sus pinceles y buriles esas imágenes que explican un sentimiento sincero y austero tan propio de nuestros lares norteños, y tan profundamente religioso cuando nos asomamos a las procesiones. De esta guisa se nos presentan las distintas hermandades semanasanteras con todo el arrojo de piedad y devoción con el que viven esos días principales del calendario cristiano nuestros amigos cofrades.

En León, los cristianos visten de largo su fe en esos días santos. Y con todo el arte escultórico en sus pasos, con toda la hondura en su acendrada religiosidad, consienten que el Señor mismo haga de ellos una vidriera abierta como las que llenan de color las naves de vuestra preciosa catedral. Escena tras escena, paso tras paso, ahí es donde se dejan entrever las historias que suponen nuestras mismas vidas cuando son iluminadas por la luz del buen Dios. Porque no sólo están las vidrieras preciosas de la pulchra leonina, sino también esas otras con apariencia cofrade que reflejan la ajustada y sabrosa mezcla de arte, de piedad, de ilusión, de esperanza, fácilmente rastreables en los pasos cofrades de las hermandades leonesas.

Seremos empujados al embrujo de un misterio santo, cuando en las vías y plazuelas Jesús Nazareno siga adentrándose por nuestros mil vericuetos amables y en los callejones sin salida. Esta memoria viva, es lo que con tanta diligencia y acierto llevan adelante nuestras cofradías. Dios sea bendito en sus cofrades y que se siga escribiendo esta hermosa historia que nos asoma al Señor que se pasea por nuestras vidas dándonos su bendición y colmándonos de su gracia. Esta es la vidriera que se hace camino y procesión en la Semana Santa leonesa, acercándonos la palabra última que Dios se reservó tras todas nuestras torpes penúltimas palabras. Y así, tras la oscura noche veremos despuntar el día que no declina, como tras la muerte se hará sitio la vida que no termina, en ese cielo de una eterna cofradía junto a Dios y a los hermanos.

 

 

  1. Lo que significa esta Semana Santa

 

Ya me gustaría poder sacudir la inercia de tantas Semanas Santas antes vividas. Porque ese costumbrismo que tanto nos ha ambientado piadosamente, puede suscitar una actitud sabihonda como quien se apresta a escuchar un canto oído demasiadas veces, o releer una historia cuyo final se conoce. Una inercia acostumbrada que nos roba el asombro y acaso nos confina a una vivencia que hace tiempo dejó ya de conmovernos. Quiera Dios valerse de este humilde pregonero para asomarnos a una Semana Santa inédita, esa que nunca antes sucedió y que jamás se repetirá, tal que esta que tenemos casi ya delante de nuestra calenda. Y que verdaderamente nos toque el corazón en sus pliegues más íntimos y enteros, para poder pedir con Santa Teresa de Jesús: “Dios nos conceda saber cuánto le hemos costado”, así decía conmovida nuestra andariega santa abulense.

Los cristianos hemos recorrido la senda cuaresmal que llega ya a sus últimos recodos. Siempre que nos asomamos a las cenizas y a los carnavales del comienzo de la cuaresma, podría parecer que los cristianos estamos ante una pugna ancestral, ante un pulso que cada año dicen que volvemos a plantear frente a todos. Es fácil endosarnos a los cristianos una especie de uniforme oscuro, en divisa cenicienta, que podría dar la impresión de que somos gente dura, gente triste, amiga siempre del recorte de cualquier abundancia. Así se nos caricaturiza en no pocos foros de la opinión pública y en la publicada. Pero, evidentemente, no nos reconocemos en tal atuendo ni es nuestro tan ajeno disfraz.

No faltarán los que, alardeando tal vez, de cuatro ideas religiosas prendidas del baúl de sus pretéritos, digan incluso: pero, después de todo, ¿no ha resucitado Cristo ya? ¿A qué vienen, pues, todas estas alharacas cenicientas en las que la Iglesia se empeña cada año? Y surge casi inevitable la inevitable conclusión: los cristianos han perdido el tren de la vida, repiten sus trasnochadas cantinelas, y sus musas son sirenas de la nada.

Hemos de decir que los cristianos creemos que Cristo ha resucitado. Pero nosotros no todavía. En nuestra vida quedan aún tantas cosas que tienen pendiente la pascua del Señor, tantas zonas en las que su luz resucitada no ha podido entrar iluminando aún. Y año tras año hacemos el camino cuaresmal con la alegría de un evidente realismo que deja fuera cualquier hipocresía, sin disfraces ni caretas: necesitamos resucitar también nosotros. Y lo queremos hacer andando el camino de Jesús. No creemos en una alegría fugaz, prestada, que se esconde tras una careta para tapar una realidad mucho menos halagüeña. Creemos en una alegría que es fruto de la verdad, de la verdad de nuestra vida, porque sólo la verdad nos hace libres y nos da esa alegría que nadie nos podrá arrebatar.

La cuaresma que nos aprestamos a concluir, no es un túnel sin salida que cada año recorremos los cristianos. Es un camino por el que volvemos a tomar el sendero que habíamos perdido, la paz que habíamos quebrado, la belleza que habíamos manchado, la bondad que habíamos embrutecido y la fidelidad que habíamos traicionado. Todos tenemos, en mayor o menor medida, necesidad de volver, esa vuelta que en el lenguaje cristiano llamamos conversión. Volver a Quien dejamos en la aventura de vivir tantas cosas como jirones a pedazos. Dejarnos abrazar por una misericordia perdonadora infinitamente mayor que todos nuestros traspiés pecadores juntos. Lo decía el Papa Francisco: el pecado de nuestras debilidades es el lugar que Dios ha escogido para encontrarse con nosotros, para darnos ahí su perdón y mostrarnos su misericordia.

Nos metemos en estos andurriales cuaresmales no porque la jarana de carnaval que ya caducó -como siempre- nos parezca un exceso, sino justamente porque su algazara nos sabe a demasiado poco. No tenemos una actitud reaccionaria, sino una postura de realismo ambicioso: nuestro corazón no nos perdonaría jamás que a su infinita exigencia de felicidad la entretuviésemos con un contento que termina, con una alegría que llevase inscrita por doquier su camuflada fecha de caducidad.

Y es que, todos tenemos experiencia de que no logramos nacer a lo que en verdad sueña nuestro adentro. No llegamos a conseguir por nosotros mismos la realización de un destino para el que hemos nacido y al que nos es imposible renunciar. Este ensueño del corazón humano, corazón inquieto hasta que descanse en Dios, como decía el gran san Agustín, tiene nombre de paz, a ternura sabe, luminoso y claro es su color, en permanente deuda con ese buen Dios que nos hace libres como nadie y de verdad; un ensueño que no es privado sendero de felicidades egoístas sino que se abre de par en par hacia todas nuestras direcciones recorribles: las que nos llevan y traen hacia el Misterio de Dios, las que nos recorren y sorprenden en el encuentro con el hermano y el amigo; las que nos adentran en la conciencia personal más nuestra; un ensueño tan viejo como eterno es Dios, porque esta fue la huella que nos dejó marcada en nuestro barro fresco aún como si de una firma se tratase cuando nos hizo de arcilla nuestro divino Alfarero; un ensueño mil veces intuido y otras mil veces extraviado, confundido y traicionado; un ensueño que nos pone en pie cada mañana para volver a vivir y convivir la aventura cotidiana.

 

  1. De aquella primera procesión a nuestra procesión actual

 

Todo ese ensueño que forma nuestro origen, el de cada hombre y cada mujer y el de la historia toda de la humanidad, es el que nos empuja a buscar adecuadamente el camino que nos lleve a nuestro destino cierto, a ese para el que nacimos. Pero ante la certeza evidente de ser vulnerables a tantos señuelos, de ser débiles y cansinos ante tropiezos y enredos, la Iglesia nos ha vuelto a proponer un año más la Cuaresma en la que estamos ya al final de su carrera cuando miramos tan cerca la Semana Santa. No queremos, entonces, que este tiempo en el que estamos, nos pase sin pena ni gloria un año más, porque la Semana Santa de este año es única, como únicas son nuestras preguntas, nuestras cuitas, nuestros retos y desafíos, nuestras lágrimas y sonrisas.

En estos días escucharemos la Pasión, y volveremos a recordar el corazón de nuestra fe cristiana. Pero con una inflexión de novedad: la que cada uno de nosotros representa. Puede ser idéntico el paisaje, pero no así el paisanaje del paisano que somos cada cual. Lo que contemplamos desde nuestro balcón puede ser aproximadamente lo mismo, pero no así la mirada de quienes lo contemplamos. Un año no pasa jamás en balde en la vida de una persona, y esta sería la actitud más inteligente y piadosa desde la que prepararnos para asistir a estas fechas centrales de nuestra fe. La vida es una continua procesión, también cuando ésta va por dentro, esa que sin atavíos nos expone a ser los más discretos costaleros de nuestro propio paso, de nuestra más personal procesión: esa que deambula por nuestro escenario más cotidiano, junto a los prójimos más próximos que habitualmente aparecen en nuestras andanzas de familia, de trabajo, de amistad o de vecindario. Por eso, contemplar en estos días de Semana Santa los diversos momentos que nos acercan la pasión del Señor Jesús, debería ser para un cristiano una ocasión para saber situarse en su propia procesión interior. No necesitamos unos días de evasión sino algo que nos ayude a vivir el significado de cuanto nos acontece, algo que sencillamente no nos saque de la vida, sino que nos la ayude a vivir cotidianamente.

Miremos, sí, esas escenas del precio del amor con el que fuimos redimidos y salvados, y ojalá que como han hecho los santos, también nosotros sepamos mirarlas no como algo lejano y ajeno, sino que descubramos que esa historia se escribió y se vivió hasta el final pensando en mí, en mí con mi nombre, con mi edad, con mi situación más biográficamente mía. Detrás de cada uno de los momentos que nos relatarán la vida del Señor, hay una entrega real que nos tiene a cada uno como destinatario.

A través de tantas Semanas Santas vividas atrás cuando niños, cuando jóvenes, cuando adultos, ¡cuántas cosas y recuerdos se nos agolpan de repente a cada cual cuando echamos la mirada atrás por un instante! Nuestra vida ha tenido no pocas novedades en los rincones más íntimos y personales, así como en las plazas más públicas y sociales. La vida no ha pasado en balde, sino que ha ido sembrando en mi surco su mensaje de bondad o de impostura. Los nombres de lo que a través de nuestra vida nos ayudó a crecer maduros o nos empequeñeció mezquinamente, lo que nos hace libres o lo que nos esclaviza, lo que nos permite mirar con esperanza alegre o lo que nos acorrala con su temor sombrío, lo que nos hace inocentemente sencillos y lo que nos presta su cinismo escéptico… todo eso está ahí, tras de nuestros años de antaño.

Pero es precisamente ahí en la historia de nuestra propia vida donde se nos quiere sembrar, como se siembra una semilla buena, la historia del amor más grande jamás contada… una historia que está aún sin acabar. Participemos con verdadero sentido religioso en todas las muchas iniciativas con las que la piedad de nuestro Pueblo cristiano irá jalonando los días de Semana Santa; participemos de modo especial en los oficios litúrgicos de estos días; y saquemos algún rato para orar más en silencio el encuentro personal con el Señor.

Sin duda que nuestra vida concreta y lo que a diario la abraza, tendrá de nuevo una luz y una fuerza que nos permita esperanzadamente caminar junto al Señor resucitado que se presentó como Camino y también como caminante junto a mí. No nos resulta ajeno aquel drama del Señor Jesús, cuando en su entrega amorosa había una factura que llevaba nuestros nombres insolventes, factura que Él quiso arrebatarnos para pagar hasta el último céntimo de nuestra deuda poniendo hasta la última gota de toda su sangre redentora como quien paga así sin monedas de traición una inmerecida salvación en cada cual.

Desde aquella procesión primera, deberemos luego acertar a entrar en nuestra procesión cotidiana, la que cada día nos trae con sus sones y personajes aquello que llena nuestro tiempo y nuestro afán, con la gente que más queremos o la que más tememos, con aquello que nos hace soñar o lo que nos sume en pesadillas. Mirando la procesión de Jesús, debemos entrar en la nuestra propia. Es la Semana Santa cristiana que deambula aquí en los pagos de León, ese gran espejo en el que nos volvemos a mirar todos, pidiendo al Señor que si nosotros nos asomamos al recuerdo de su primera procesión, queremos y necesitamos que Él se asome también a la nuestra, y que sea nuestro cireneo, o nuestra verónica, o nuestro silencioso y divino compañero, para que ni ante Él ni ante nuestros hermanos todos jamás representemos a un Judas que traiciona o a un Pilato que se escabulle cobarde y comodón lavándose las manos en un agua que no limpia.

El final de su procesión, nos ilumina para entrever el final de la nuestra, y esa luz resucitada con olor a tierra amanecida, nos permite caminar serenos y esperanzados, porque sabemos que la última palabra tras todas nuestras andanzas se la ha querido reservar Jesús, para que como dice el salmo, se nos quiten todos nuestros sayales y lutos, y seamos revestidos al fin de danza y de fiesta.

 

  1. Cofradías y hermandades como vidrieras iluminadas

 

El hombre, al traicionar aquel proyecto de felicidad que se le brindó y se le inscribió en el corazón, introdujo en la conversación de ese Dios que crea las cosas diciéndolas, un grito grosero y blasfemo que llegó a romper el hilo argumental que el Creador y sus criaturas estaban gozosamente compartiendo a la hora de la brisa en el edén del jardín primero. Pero Dios no sólo no se fugó de su criatura fugitiva, sino que no cesó de intentar darle nuevamente la palabra como quien vuelve a comenzar, como en un guiño por el que Dios iba llamando a sus hijos con la paciencia de un Padre que al tiempo era Dios.

La Palabra de Dios se hizo historia de hombre, se hizo niño. Y la Sabiduría del eterno Dios se sentó en nuestras las aulas para aprender a decirse a sí mismo con nuestros gestos y palabras. Pasó haciendo el Bien, quien fuera la Bondad primera, y nos devolvió el asombro, la dignidad y el indómito instinto de ser libres de veras. Entre parábolas que todos entendían, y palabras que nunca engañaban, el Verbo de Dios, su Palabra más última y más primera, se hizo hogar, se hizo pan y se hizo herida. Y así nos fue contando, como se narra un relato bondadoso, lo mucho que le importamos a Dios, más que las estrellas, más que los pájaros y los lirios.

Estamos ante el paradójico y feliz desenlace del Padre Dios que en su Hijo se ha hecho Palabra y Silencio, cifrando en Jesucristo todo cuanto tenía que decirnos o cuanto tenía que callar. Dios no ha respondido a la pregunta del hombre con un discurso retórico o teórico, sino con su misma vida históricamente encarnada en Jesucristo. Todo cuanto Él ha tenido que decirnos nos lo ha dicho en la palabra y el silencio de su Hijo.

La Palabra por antonomasia nos dijo de tantos modos lo mismo. Fue un canto bienaventurado, que secó las lágrimas de los más pobres, y abrigó la esperanza de los más mendigos. A los ciegos de todas las cegueras les abrió los ojos a la luz que alumbra sin deslumbrar. A los cojos, a los mancos, a los lisiados, les permitió saltar, y abrazar y volver a brindar por el regalo de la vida. A los errados que no maquillaron sus trampas les permitió renacer a la verdad sincera. Y a cuantos no habían entendido, o lo hicieron mal o lo hicieron tarde, para todos tuvo una palabra a tiempo, como quien se reserva un susurro último con perdón de cielo. Palabra de Dios y palabra de hombre a la vez. Palabra eterna que se hizo tiempo. Palabra acampada en nuestros descampados inciertos, haciendo el milagro de entrever en el trasiego de nuestros conflictos y contiendas, su gracia de paz hecha encuentro y hecha tienda.

Esa palabra y ese silencio son la compañía de Dios en la procesión de la vida. Dichoso el que la escucha y la respeta, dichoso el que se deja por ella acompañar. Porque después de todos los pasos de nuestra Semana Santa leonesa, sabemos que Dios nos ofrece uno más primordial: el que viene tras todas las muertes, el paso resucitado que nos adentra en la tierra feliz de la que nuestros pies fueron peregrinos. Y eso es lo que pedimos al Señor casi al comienzo de nuestra Semana Santa aquí en esta bella ciudad de León. Una noble ciudad como esta, junto la solera de una historia que a buen recaudo custodia, se dilata en las cumbres de los Picos de Europa que nos presiden desde sus alturas nevadas como en San Isidro y el encanto de nuestros bosques como en Valdeón. Precioso escenario que guarda los secretos de tantos vaivenes, para vivir como estreno una inédita Semana Santa. Para mí, volver a León desde la cercana Asturias donde ahora sirvo a los hermanos como Arzobispo de Oviedo, es un pretexto amable para venir al encuentro de unos queridos hermanos que esta noche han tenido la osadía de invitarme a pregonar.

La pasión tiene aquí el domicilio de una vía dolorosa que coincide con el callejero y las plazuelas leonesas. Por aquí deambularán las 16 cofradías que componen las Hermandades de la ciudad. De ellas cuatro son centenarias: desde la más antigua, la de Nuestra Señora de las Angustias y Soledad fundada en el siglo XVI, hasta la más moderna, la del Cristo del Gran Poder, que se fundó a finales del siglo XX. Pero ahí están todas las cofradías con su nombre, estilo, atuendo y espiritualidad: la del Dulce Nombre de Jesús Nazareno, la del Santísimo Sacramento de Minerva y la Santa Vera Cruz, la de Santa Marta y la Sagrada Cena, la de Jesús Divino Obrero, la de las Siete Palabras de Jesús en la Cruz, la del Santo Cristo del Perdón, la de Nuestro Señor Jesús de la Redención, la del Santísimo Cristo de la Expiración y del Silencio, la de María del Dulce Nombre, la del Santo Cristo de la Bienaventuranza, la del Santo Cristo del Desenclavo, la del Santo Sepulcro-Esperanza de la Vida, la de la Agonía de Nuestro Señor, la de Jesús Sacramentado y María Santísima de la Piedad, Amparo de los Leoneses. ¡Qué hermoso mosaico que nos acerca de tantos modos al testimonio cristiano que todos los papones leoneses han ido viviendo como nazarenos cofrades esta explosión de belleza, de arte y de piedad durante tantos siglos, en tantos contextos, en medio de tantos avatares y circunstancias!

Queridos amigos, el pregón de Semana Santa que viene a abrir estas fiestas entrañables, nos acerca una palabra que yo no habría podido balbucir, ni hubiera sabido hacerlo de veras, y nos acerca también un silencio que yo no habría podido contener ni censurar. Por eso, he querido ser sencillamente un humilde pregonero de lo que Dios nos dice por amor o lo que por amor Él también nos calla. Os deseo de corazón una feliz Semana Santa para poder brindar más felizmente todavía por la Pascua de quien resucitó su muerte y la nuestra.

El Señor os bendiga y os guarde. Por vuestra atención, muchas gracias.

 

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