«Ser santo es ser bienaventurado»

Publicado el 05/09/2019
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«Ser santo es ser bienaventurado»

Juan Antonio Martínez Camino ha dirigido el ciclo de conferencias “Los santos, esos vencedores” en los Cursos de La Granda

¿Cuáles fueron las motivaciones para elegir el tema de este año: “Los  santos, esos vencedores. Hacia  una historia hagiocéntrica de la Iglesia”?

Lo elegí con ocasión de la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, publicada por el papa Francisco en abril del año pasado. Es una explicación de cómo, según recordó con fuerza el Concilio Vaticano II, todos estamos llamados a ser santos; que la única tristeza es no ser santo, porque ser santo es ser bienaventurado, con la felicidad del mismo Dios.

Pero, además, el tema de la santidad en la Iglesia me viene ocupando desde hace tiempo de modo especial, desde que publiqué, en 1995, la primera versión de la biografía del sacerdote asturiano Lázaro San Martín Camino, arcipreste de Piloña y mártir en 1936. Luego me tocó organizar las dos grandes beatificaciones de mártires del siglo XX en España, en 2007 y 2013. Y, más recientemente, el Arzobispo me ha encomendado la “pastoral de la santidad”, en Madrid.

En ese contexto, me he encontrado con que dos de los más grandes teólogos del siglo XX, Balthasar y Ratzinger, han escrito mucho sobre los santos y su papel en la misión de la Iglesia. Ellos han influido en la enseñanza del Concilio sobre los santos; una enseñanza muy importante, que los considera como parte de la Revelación del mismo Dios. Por los santos –dice el Concilio– Dios nos presenta el Evangelio al vivo; por ellos vemos que ser cristianos no es sólo conocer la letra de la Escritura, sino vivir en Cristo, como ellos han hecho y hacen cada uno a su manera, según la misión que reciben de Dios para su momento histórico.

¿Cuál es la novedad de su teología?

Ellos han hecho la reflexión teológica en la que se inspiran el Concilio y los papas Benedicto XVI y Francisco. Se puede resumir así: los santos no sólo nos ayudan desde el cielo con su intercesión. Ellos tuvieron ya en la tierra una misión encomendada por la providencia divina. En ellos es Cristo mismo quien adelanta su venida gloriosa e irrumpe en la historia de modo vivo: así sucedió con san Benito, san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, santa Teresa de Lisieux o santa Teresa de Calcuta. Por medio de ellos sus contemporáneos pueden ver de algún modo el rostro de Dios. Forman parte eminente de la Tradición viva de la Iglesia, que, junto con la Sagrada Escritura, es fuente de la revelación del Dios vivo, que nos salva, realizada en Cristo.

¿Qué quiere decir el subtítulo “Hacia una historia hagiocéntrica de la Iglesia”?

La historia de la Iglesia se escribe normalmente según la secuencia de los papas, los concilios y los obispos. Está muy bien, porque la Iglesia es apostólica. Pero antes que apostólica la Iglesia es santa. El servicio que los apóstoles y sus sucesores –los obispos– han de prestar es ayudar a la santificación de la Humanidad. Pues bien los santos son, por un lado, el fruto granado de la misión evangelizadora de la Iglesia en cada época y, por otro lado, son al mismo tiempo los enviados de Dios para hacer eficaz en cada momento de la historia esa misma misión. Si esto es así –como enseñan el Concilio, Benedicto XVI y Francisco– entonces habría que escribir también una historia de la Iglesia de acuerdo con la secuencia de los santos que Dios le envía. Eso es una historia “hagiocéntrica” de la Iglesia: una historia marcada, periodizada, de acuerdo con los tipos de santos de cada época. No conozco ninguna historia escrita así.

¿Qué interés pastoral puede tener esta historia?

Muchísimo. En primer lugar, una historia hagiocéntrica de la Iglesia seguramente tratará menos de las relaciones de la Iglesia con el mundo y más directamente en la misión propia de la Iglesia; es decir, será menos política y más teológica, menos ocupada de las cosas de aquí abajo y más de las cosas de allá arriba. Pero eso no quiere decir despreocupación por el mundo, por los  hombres, sus alegrías y sufrimientos, por su historia. Al contrario, los santos son quienes realmente hacen historia, historia humana (cultural y humanística) e historia cristiana (la salvación de Dios en la historia). Ellos han sido y son maestros de integración. Ellos no han separado esas historias, sino que las han vivido juntas, integradas. Unido a ese segundo interés práctico, va el tercero: la historia hagiocéntrica nos hará comprender mejor qué o quién es la Iglesia y su misión y, de este modo, a ser más eficaces en la evangelización.

La Iglesia está poblada de pecadores, pero es santa en Cristo, en su Madre santísima, y en sus santos. Éstos son quienes se han preocupado menos de figurar ellos y de levantar fachadas y, mucho más, de ser transparencia de Cristo y de su cruz gloriosa. Por eso, con ellos, aprenderemos a ser humildes instrumentos de la obra de Dios a través de su Iglesia.

La reforma auténtica de la Iglesia, que ha de hacerse continuamente, y la eficacia espiritual de su misión no la llevan a cabo los que se dedican a organizar (los managers), sino los que entregan su vida a Dios y a los hermanos (los santos).

En una entrevista mencionó usted a Ignacio Echeverría, el joven conocido como el “héroe del monopatín”.

Me preguntaron sobre los caminos para que alguien pueda llegar hoy a los altares. Respondí que el papa Francisco ha abierto un procedimiento nuevo. Además de los clásicos procesos por martirio y por virtud, existe ahora el proceso por entrega de la propia vida. Vale para aquellos que, siendo cristianos buenos, normales, sin “virtudes heroicas”, al final entregan su vida por salvar la de otra u otras personas.

Es lo que sucedió hace dos años en el caso de Ignacio Echeverría, un joven madrileño, que estando trabajando en Londres, pasaba por allí cuando ocurrieron los atentados y, en lugar de huir, se acercó con su monopatín a intentar salvar la vida de unas personas a las que los terroristas estaban queriendo acuchillar. El gesto heroico fue el final de su vida de cristiano normal. Creo que se dan las circunstancias para introducir un proceso de canonización por el tercer procedimiento.

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