«Santos». Segundo día de la Novena a Nuestra Señora de Covadonga

Publicado el 01/09/2022
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page
«Santos». Segundo día de la Novena a Nuestra Señora de Covadonga

La bruma acaricia piedras antiguas, en Covadonga. Piedras donde se posaron vidas de hombres y mujeres abrumados por el peso de tantas experiencias distintas. Algunas entregadas a la espera de un horizonte de luz mañanera, tras tanta bruma que, para muchos, tal vez, seguiría siendo la cortina de un despertar oscuro. Pero, para algunos, no para todos. Este miércoles se celebraba el segundo día de la Novena a la Santina, y llegó gente que camina sobre piedras más antiguas que las que sostienen el Santuario. Gente que se mueve esperando. Aguardando una esperanza firme como solo el cielo sabe serlo. Esas personas, procedentes de todos los rincones de Asturias, fueron acompañados por el Arzobispo, don Jesús, y con él el abad del Santuario, don Adolfo, y también otros muchos sacerdotes que son padres y hermanos de los que, esperando, no se quedan en sus casas, aunque haya bruma. Llegaron desde Gijón, en silla de ruedas, dos señoras impávidas de las que no se puede no sonreír al recordarlas, y junto a ellas, de otro sitio, llegó también sobre dos ruedas, pero en moto, no en silla, un cura de barba algo larga y pelo rizado, que habló con todos de la Virgen, y en nombre de todos, casi sin hablar, le habló a la Virgen. Don Miguel del Campo partió la palabra como se parte el pan en una mesa de campo. De manera que cada uno pueda disfrutar de su ración, alimentando su razón y corazón con un manjar consistente y no obstante ligero. El bien que pueden hacer las palabras de un cura joven que sabe rezar y tiene el valor de pedirle a la gente –y a sus compañeros– que recen más, solo dos señoras en silla de ruedas, con su cansancio apagado y su alegría en los ojos, pueden testimoniarlo. La liturgia de este segundo día proponía el evangelio de la visitación de María santísima a su prima Isabel, ese pasaje donde se desvela el paisaje propio de lo Eterno, como lo que sabe sobrar de las vírgenes y estériles; de las que, en fin, faltan de lo básico para ser cauces de vida. Vida que, no obstante, las atraviesa y sobrepasa. Porqué, “allí donde más falta nos hace, propio en aquellas partes de nosotros que descartaríamos, con aquella persona que no quisiéramos encontrar, justamente allí Dios ha pensado venir a nuestro encuentro para salvarnos.” El sacerdote Miguel del Campo profundizó en el “encuentro”, desvelando los tres secretos que lo hacen de verdad posible, por lo menos desde la experiencia de María, que del encuentro entre Dios y el hombre es el lugar permanente. La única que lo vivió en serio. Primero habló de la humildad. Virtud, esta última, realmente necesaria “en una sociedad polarizada, donde todo se separa en buenos y malos, en blanco y negro. «Los cristianos –dijo– sabemos que necesitamos de la humildad para relacionarnos al otro, necesitamos cultivar el perdón”.  De paso preguntó: “Cuando fue la ultima vez que pediste perdón?” El perdón presupone reconocer la existencia de un don previo a la herida, de una obra que Dios está haciendo en mí, a pesar de mis méritos o deméritos, “por lo que en vez de fijarme en donde fallan los demás, puedo estrenar un canto de alabanza al Dios que conmigo solo es misericordia”. Así ayudó a la gente a entrar en el canto del Magnificat – aunque quiso especificar que no por ese comentario pasaría a la historia, sino por la santidad que Dios le quiere dar, y con el a todos los que estábamos allí (probablemente hasta a ti, que estás leyendo hoy lo que se dijo ayer en Covadonga) – más que una ayuda fue un empujón. Hay que decirlo. Una gran motivación a descartar la crítica y el rencor, salvando la decisión de dejar quejas y juicios, para escoger la vía de una edificación de los otros- y de ese otro que no dejamos nunca de llevarnos dentro, siéndolo incluso por nosotros mismo, “otros”– que brota de la gratitud hacia el Señor que no se queja de nosotros – seamos quien seamos o creemos ser– sino que nos ayuda, mojándose con nuestra historia abrumada. Por lo que el segundo secreto del encuentro, que don Miguel reveló sin miedo, es este arte de aprender a testimoniar lo grande que es Dios, obrando en nuestra pequeñez. Finalizando ya el tríptico del encuentro, ya casi marchando con todo el pueblo hacia la Cueva, revelando el corazón de Dios, en el suyo, soltó la última línea que pudimos apuntar: la alegría. El sello de las cosas de Dios es lo que él llamó “un don que viene en dos paquetes. El primer paquete es la alegría que te da el Señor, el segundo es la alegría porqué sabes que este don procede del Señor”. Cuánta falta tenemos, pensábamos, de esa alegría tan rara. Hasta en los curas puede que no se vea a menudo, pero porque “el sacerdote de vuestra comunidad es también un cristiano que necesita encontrarse con Dios –afirmó el predicador– ser acompañado: convertirse. Vivir amistades santas con los otros sacerdotes, con los hermanos”. La amistad. Con esa palabra nos quedamos, mirando a María e Isabel. Con una historia de amistad posible y de amistades que se cruzan (la de las dos madres y la de los hijos que ya se reconocían), y hasta de una Amistad que es nuestro deseo profundo: la amistad con Dios, que nos saca de nuestra divisiones y tonterías y nos injerta en su misterio de comunión, manifestado sobre todo en la Iglesia: nuestra madre. Es este sacramento de la amistad entre lo humano y lo divino, lo que reconocemos en María, y que, a María, como Isabel, la reconoce bendita porqué en ella Dios se deja encontrar como el humilde, que en nosotros obra grandezas estupendas, que nos confirman en una alegría que no procede de lo que hacemos sino de aquel que se hace como nosotros para seamos en él, como el: “santos”, como dijo don Miguel. Segundo día.

Simone Tropea

 

 

Para mejorar el servicio, utilizamos cookies propias y de terceros. Si sigues navegando, entendemos que aceptas su uso según nuestra política de cookies.

Más información sobre cookies