La Cámara Santa, memoria de un día tristísimo

Publicado el 14/10/2017
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cámara santa 1La triste efeméride del día 12 de octubre de 1934, hace exactamente ochenta y tres años, ha quedado grabada en las mentes y en los genes de todos los asturianos. Eran las horas de la amanecida, cuando la ciudad de Oviedo se vio sacudida por la más horrísona explosión que jamás se había conocido. Estremecimiento colectivo. Oviedo entero quedó como pendiente de un hilo. Pánico en los corazones. ¿Qué podía haber sido? La noticia empezó a correr estremecedora, con las primeras luces: “Volaron la Cámara Santa”. De boca en boca se trasmitía la tremenda impresión. Sí, con todo era verdad lo que parecía noticia increíble: la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo había sido volada con una espantosa carga de dinamita, colocada en la Cripta de Santa Leocadia.

El muro de entrada al sacro recinto, donde se hallaba representado un Calvario, con las cabezas de Cristo, la Virgen María y San Juan, talladas en relieve, en tres dimensiones y a tamaño humano, era un montón de escombros. Se  hallaba el resto pintado, en cuanto a los ropajes y la anatomía del Santo Cristo. Ni una pizca de la pintura podría ser recuperada. De los apóstoles, seis se habían caído por el enorme agujero, abierto en el suelo y formaban un ingente montón de materiales informes, provenientes de la bóveda del sagrado recinto. En el suelo de la cripta, habían quedado las vitrinas en que se guardaban la Cruz de los Ángeles, la Cruz de la Victoria, el Arca Santa, la Arqueta de las Ágatas y el Cristo de Nicodemo. El conjunto no podía ser más desolador.
Las esencias medulares de Asturias habían quedado afectadas, a punto casi de desaparecer para siempre. Era entonces deán catedralicio d. Maximiliano Arboleya Martínez, que vio empeorada su salud, a punto casi de no sobrevivir a la tremenda catástrofe. Para contarlo,  disponemos de  un ilustre cronista, el Secretario del Cabildo,  d. Arturo Alvarez González. Si yo narrara la patética escena con mi palabra, podría pensarse que, siendo yo miembro de la corporación capitular y archivero catedralicio, mitificaba  las realidades, convirtiéndolas en épica narración. Por ello, no utilizaré mi verbo, por cálido que quisiera ser, sino me ceñiré a la crónica de d. Arturo, empleando la literalidad de su testimonio. Así dejó contados los hechos y las circunstancias y los efectos de la tremenda catástrofe:
“La sala capitular: derribaron la pared de la calle San Vicente y, pasaron al claustro y a la cripta de Santa Leocadia, donde empaquetaron gran cantidad de dinamita, en la parte de atrás, ya que allí era menor la distancia sobre el pavimento de la bóveda. La explosión fue horrible y los daños incalculables. Se hundieron la Cámara Santa, la Capilla de Santa Leocadia. La de Covadonga, el muro y el retablo de la de San Ildefonso, el pasadizo de la Corrada y un trozo de la bóveda del claustro, en los dos lienzos que parten de la puerta principal. La torre románica, sin enlace con lo hundido, no se movió. La gran torre gótica, que se trataba de derribar, los rojos no conocían bien la distancia, poco acostumbrados a visitar el templo, exceptuando las vidrieras puestas poco antes por d. Luis Muñiz y Miranda. Sin embargo, se inclinó ligeramente con la explosión, perdiendo el centro de gravedad. El reloj siguió tocando sus horas, sin darse por enterado y animando con sus graves campanadas a la ciudad aterrada en aquellas horas trágicas”.
cámara santa 2“Con el hundimiento de la capilla de San Miguel, el cascote de la bóveda aplastó el Arca Santa, pero debido a la generosidad, buen gusto y fervor religioso de d. Manuel Gómez Moreno, gran arqueólogo de Madrid, allí se mandó, siendo restaurada bajo la dirección de dicho señor, todo gratuitamente. Tras mi vuelta de Portugal, hacia mediados  de mayo de 1936, la vi expuesta en el Museo del Prado, ya restaurada. 
El 18 de julio siguiente, allí estaba todavía. Todos la considerábamos perdida, al robar los rojos el Tesoro Nacional, para venderlo al extranjero. Pero no fue así, con el pretexto de hacer una reproducción y otras dilaciones ingeniosas, d. Manuel la fue defendiendo, la sacó del museo y la llevó a la iglesia de San Francisco el Grande, la custodió y allí estaba, cuando fue liberado Madrid: un milagro. Todos la creíamos en Rusia, París o Nueva York. Es de creer que D. Manuel  tuvo un auxiliar poderoso en la defensa del Arca en el arquitecto Sr. Ferrán, que había dirigido poco antes los trabajos de restauración de la Cámara Santa. A raíz de la liberación fue traída de Madrid a su propia casa, con transportes de admiración y de júbilo”.
“Las dos Cruces de la Victoria y de los Ángeles, que forman el escudo de la Provincia y de la ciudad de Oviedo respectivamente, también quedaron bajo los escombros. Estaban encerradas en unos estuches de hierro forjado, muy consistentes, regalo de D. Ignacio Herrero, Marqués de Aledo. Los hierros quedaron retorcidos, pero salvaron las cruces, que, aunque quebrantadas y con pérdida de algunas piedras, lo que reclama su restauración. Con la del Arca, bien puede decirse que se salvaron”.
“El Arca de Santa Eulalia, el Díptico bizantino y el Christo de Nicodemus también sufrieron y fueron restauradas en Madrid. La Caja de las Calcedonias, bizantina, las Arcas de San Vicente Mártir, como la de San Julián y San Serrano, sufrieron poco relativamente”.
“El Santo Sudario también fue sacado de entre los escombros, con ligeras rozaduras en el marco y cortinilla”.
“Tres columnas del apostolado quedaron en pie, aunque un poco removidas y descentradas, y las otras tres cayeron al suelo y, aunque sufrieron las figuras, pueden ser fácilmente restauradas, ya que poco antes de la catástrofe se hicieron reproducciones de los originales en escayola, con destino al Museo de Arte Antiguo de Madrid, donde antes estaban”.
“Los rojos no acertaron a entrar en el Archivo. Nada hay que decir del Libro de los Testamentos, ni del Becerro, ni de Librería Gótica, ni del Testamento de Alfonso II el Casto, ni del díptico consular de Justiniano, del siglo VI, ni de otros valores allí recogidos”.
“La sala capitular, por donde entraron en el claustro y Cámara Santa, también fue incendiada. Era del más puro estilo. También fue la sillería gótica, su principal ornato. 
¡Qué pérdidas: capiteles, arcadas, sepulcros, damascos! Todo fue pasto de las llamas”. Así finaliza el relato. ¡Qué pena, qué dolor tan in-menso, qué angustia en el corazón, qué opresión en el alma! Diré también, glosando al catedralicio cronista. Nada he quitado ni puesto a la patética narración del secretario capitular,  D. Arturo Alvarez. Ni una coma, ni un ápice, ni una tilde he añadido. Hasta el hipérbaton, hasta los anacolutos, hasta las ironías que d. Arturo dejó aflorar, todo, en fin, concuerda con el original transcrito, de todo lo cual doy testimonio y hago fe, en Oviedo, el día de la fecha, que es el año ochenta y tres después que estos luctuosos acontecimientos.

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