Es densa todavía la noche. El cielo plomizo de la hora de nona en el viernes santo, cubrió con demasiada negrura la tierra y la historia. Los ojos cerrados de Dios nos dejaron ciegos. No sabíamos qué hacer, ni a dónde ir, ni cómo explicar tantas cosas. Pasan las horas y todo queda en la más tensa calma de un vacío que no tiene medida por ser tan infinito como la expiración de Jesús en aquel Gólgota.
Tuvo que ser penoso el cortejo hasta el sepulcro, distante del Calvario tan sólo a unos pocos metros. Los llantos sin consuelo, el silencio que gritaba, las preguntas como garras, y Jesús dispuesto a entrar en la oscuridad de esa estancia, verdadera antesala de la alborada que en medio de tanto dolor inmenso, casi nadie tenía anotada en aquel momento en sus agendas.
Pero, tal y como había dicho, la verdadera Pascua llegó. Sin alharaca ni tronío, sin aspavientos ni ajuste de cuentas. Dice el escritor Charles Péguy que Cristo no vino a pelearse con la oscuridad, sino a ser luz en medio de ella. Así fue hace dos mil años, y así sucede cada día: en cuanto Él se enciende en nosotros y entre nosotros, la oscuridad no tiene nada que decir ya, ni nada que esconder en sus penumbras. Los colores se restituyen y retoman sus perfiles las formas. La luz expulsa con decisión la tiniebla que nos chantajeaba diciéndonos que no hay nada cuando nos ha apagado la mirada. Pero todo estaba ahí, todo estaba allí, con una belleza ni siquiera imaginada, con una bondad que vuelve a estrenarse, con una paz que reconcilia mis trampas.
Sucedió al tercer día, en la alborada. Nosotros hemos hecho simbólicamente ese recorrido invocando la luz de Cristo. Las naves de nuestra Catedral, se hicieron cómplices también de la penumbra que nos embargaba, pero esa oscuridad no pudo detener el paso decidido de la luz de Cristo que poco a poco iba tomando sitio entre nosotros hallando en nuestros labios un asombrado canto de gracias. Luz de Cristo, demos gracias a Dios. Y esa tímida invocación se ha hecho canto solemne, el más sublime de cuantos canta la Iglesia al entonar el pregón pascual. Y “los que confiesan su fe en Cristo, son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado son restituidos a la gracias y son agregados a los santos”. Es el increíble intercambio que el Padre Dios ha querido brindarnos: para rescatar al esclavo, entregó a su Hijo. Por eso, confundidos por tamaña gracia podemos decir como hicieron los santos: “¡Feliz culpa que nos mereció tal Redentor!”.
La larga historia de la salvación que hemos podido recorrer a través de la Palabra de Dios que ha sido proclamada esta noche, desemboca en una escena entrañable que tiene como protagonistas a tres mujeres piadosas, discípulas de Jesús. Anduvieron comprando aromas para embalsamar el cuerpo muerto del Maestro. Comprarían las mejores como era el amor y el agradecimiento que por Él profesaban. Pero andaban ellas con las cábalas razonables: cómo entrar en un sepulcro sellado a cal y canto.
La sorpresa fue al llegar y ver la piedra movida. Y entrando en el recinto mortuorio, ver a un joven sentado con vestiduras blancas. Podemos imaginar el susto y los nervios ante la escena aquella. Un sucinto mensaje no las sacó de su pasmo: Jesús el Nazareno, el crucificado, no está ya allí, ha resucitado. El sitio de la muerte está vacío para siempre. Comunicadlo, decidlo a Pedro y a los demás discípulos.
Dice el evangelista Marcos que ellas salieron corriendo y temblando, y no lograron decir nada a nadie por el miedo que tenían. ¡Qué apunte tan humano, y psicológicamente tan fino! No pudieron abrir la boca por el pasmo. ¿Por dónde empezar? ¿Quién las creería? O, acaso, su imposibilidad de decir nada se debía a la infinita alegría de lo que habían visto, y no acertaban a contarlo.
Son varios los relatos de este primer momento, y habrá que cotejarlos para hacernos una idea aproximada. Pero ese gozo pascual también viene a nuestro encuentro, y no por sabido y leído tantas veces, no por haberlo escuchado con toda su música y su letra a través de nuestra vida, no por eso la luz que entonces se encendió resucitada deja de abrazar mi oscuridad concreta. Es aquí donde comienza el relato más personal, cuando pongo domicilio a mis sepulcros, nombre a mis penumbras, cuando señalo con audacia mis conflictos y cuitas, mis incoherencias y pecados. Porque sólo será algo que tiene que ver conmigo si levanto acta de cómo en mi camino en el que hoy vivo, sufro y sueño, soy encontrado por Cristo resucitado.
Dentro de unos momentos renovaremos nuestras promesas bautismales, donde empezó nuestra historia cristiana, no siempre a la altura de la llamada recibida y de las gracias que nos fueron dadas. Pero también para nosotros hay una victoria inconclusa tras todas nuestras batallas perdidas, si dejamos que Cristo encienda su pascua bendita para abrazar mi humanidad herida y menesterosa.
Un grupo de hermanos y hermanas van a recibir esta noche el sacramento de la confirmación. Nos alegramos de ese paso importante que dan en su itinerario creyente, y pedimos que el Espíritu que resucitó a Jesús sea también para todos ellos como catecúmenos, el soplo del viento bondadoso que hace nuevas todas las cosas para vivirlas como cristianos convencidos y adultos en medio de un mundo violento y confuso que conculca la verdad, confunde el amor y traiciona la fidelidad. Enhorabuena.
Hermanos, con María entonamos nuestro más sentido aleluya, que es la alegría de toda la Iglesia. Tenemos cincuenta días, que es lo que dura este tiempo de la pascua, para dar sentidamente las gracias por la inmensa gracia recibida de Cristo Resucitado.
Felices pascuas. Dios os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 30 marzo de 2024