Muy sobria resulta la liturgia del Viernes Santo. No hay canto de entrada. El obispo llega sin báculo y sin anillo, como quien entra a las exequias de un Dios mal juzgado, maltratado y malherido, que acabará agonizando en un patíbulo de bandidos. Así hemos iniciado esta celebración que no es una misa, el único día del año en el que no celebramos la santa Eucaristía. Viernes Santo donde los cristianos celebramos la Pasión del Señor.
Tuvo que ser muy larga aquella noche. No sólo Jesús se la pasó en vela, sino todos ellos, los discípulos, en un duermevela a los que también se les atragantaría la cena. Una oración en el Huerto que marcará casi una cita postrera. Era frecuente ver al Maestro madrugando los días o trasnochando las noches en un aparte recóndito para no ser molestado. Más de una vez fue espiado por ellos, y lo llegaban a encontrar a la aurora rezando o rezando bajo el manto de las estrellas. Eran los momentos quizás más íntimos y sabrosos del Hijo de Dios cuando podía hablar tantas cosas con su divino Padre. Le contaría sus proyectos, le preguntaría sus voluntades, pondría en sus manos paternas sus sonrojos, sus gozos y sus pesares ante la misión que el Padre Dios le quiso confiar como Hijo bienamado.
Pero aquella noche en el Huerto de Getsemaní, la oración se hizo bronca por lo difícil. No podría ir hacia atrás tras haber llegado hasta allí. Temblaba al ir adelante sabiendo lo que le esperaba. Un humano fracaso ante la incomprensión más violenta e injusta con el rechazo infinito de un amor hasta el extremo, como de tantos modos y maneras Jesús les fue entregando a lo largo de toda su vida. Noche de plegaria, noche de llanto, noche de tiritar por el pavor de cuanto se avecina. Quizás no por un miedo a la paliza inmisericorde, ni a los escarnios de ultrajes, ni a las burlas de desprecio, o por temor ante la muerte. Tal vez el dolor que Jesús rezaba entre los olivos de aquel Huerto, era por ver cómo quedaba el plan que el Padre puso en sus manos y en sus labios, y cómo amenazaba la ruina más cruel por el aparente fracaso de un Dios vencido por el diablo y sus aliados humanos que le daban jaque mate. Ese cáliz era difícil de beber, y sintió la angustia en todos los poros de su humanidad hasta ver brotar sudorosa por todos ellos su bendita sangre.
¡Qué profundo misterio esa primera Hora Santa de la historia! Allí vemos a Jesús abandonado, en una suerte malhadada que le abría las carnes, con una muda plegaria que musita entre sollozos palabras inconexas, pidiendo imposibles al cielo, rindiendo sumiso su voluntad al destino señalado por el Padre, como un incomprensible broche violento de la entrega derramada entre palabras y gestos con tantas gentes y en tantos lugares.
Los tres discípulos amigos de confidencias, dormían muertos de cansancio y de temor, poniendo de manifiesto que no siguieron al Maestro siempre, ni en cada instante, dejándole que viviera Él algunos lances solitariamente, como si no hubiesen compartido apenas nada con Él, al llegar la hora suprema del amor extremo, cuando el fracaso aparente tomaba forma de pasión y de muerte, para firmar así el penúltimo capítulo de aquel divino trance.
Aquellos tres dormidos, y no estarían más despiertos el resto que quedó a tiro de piedra en aquel olivar de Getsemaní, verdadera almazara donde las horas oscuras pesaban en aquel trujal donde se prensaba la vida entera de aquel Pastor bueno que pasó haciendo el bien. Sólo nos consta que estuviera en vela el único discípulo ausente, al que no le lavaron los pies un rato antes por marchar nervioso y con prisa de aquella última cena. Pero el discípulo despierto se hizo notar en su llegada, que vino con la soldadesca prestada de los sumos sacerdotes y de los fariseos. Y con un beso señaló en aquella oscuridad a quien era la Luz del mundo que ellos no conocían en su ceguera. Nunca un beso ha significado menos el amor en la más alta traición al amigo que no quiso de veras. Allí comenzó el relato que hemos escuchado conmovidos de la Pasión según San Juan.
Es una historia de idas y venidas, de forzaduras y empujones, de conspiraciones amañadas, de tramas inventadas para construir una impunidad legal con la que poder matarle. La verdad burlada, trucada o reescrita, para que las cuentas cuadren en la factura maldita del martirio del Hijo de Dios. Una especie de baile pelele sin saber qué hacer con Él, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato. Contrasta las serenas respuestas de Jesús tan llenas de dignidad y verdad, con las mojigatas preguntas capciosas de sus interrogadores, con los falsos testigos corrompidos por unos cuartos, con la cobardía timorata de Pilato que tendrá que lavar las manos de su cómplice y cobarde neutralidad.
Sobresale la actitud de Pedro que en una especie de ultimátum quiso acercarse cuanto más podía para ver en quedaba todo aquello, para ver qué podría hacer aún. Ese arrojo de Simón se acompasaba con su miedo visceral que le hizo deslizarse como polizón en el quiero y no puedo de su camuflada osadía. Pero bastó ser reconocido cada vez más por unos y por otros, para que se pusiera nervioso y negó con su miedo lo que en su corazón ardiente afirmaba. Tres negaciones que quedarían pendientes de una absolución venidera tras haber masticado su pequeñez y pobreza entre el más desconsolado e inimaginable de los llantos con el canto del gallo como fondo. Las lágrimas de Pedro serían el gran examen de conciencia de su vida toda, su siempre inacabado acto penitencial por antonomasia. En la iglesia oriental el sacramento de la confesión se le llama precisamente: el canto de las lágrimas.
Un largo viacrucis que terminará en el Calvario, por la vía Dolorosa de un zoco cualquiera ajeno completamente al drama de Jesús. En la colina extramuros de la ciudad el Señor fue crucificado, mientras pronunció sus siete últimas palabras, que vienen a ser los siete sacramentos de su voz bendita y su enseñanza. Y todo terminará a la hora de nona, tres de la tarde con el velo del Templo rasgado, el cielo ennegrecido de tiniebla y todos dispersados menos su madre María, el discípulo amado Juan, María Magdalena y María de Cleofás, su tía. Todo se había cumplido. Él inclinando la cabeza, expiró.
Es tal vez demasiado conocido un relato lejano y manido que acaso no nos conmueve ya. El viernes santo nos hace siempre esta pregunta: ¿dónde estás tú en esa trama? ¿cuál es tu papel en la función? ¿Es un relato ajeno por distante, indiferente dentro de su tragedia? Quienes en la historia cristiana se han atrevido a leer la pasión de Jesús con unos ojos biográficos, han descubierto que todo aquel desenlace, como toda la vida del Señor, tenía que ver con cada uno de ellos. Santa Clara dirá: todo eso es por mí. Y la mística franciscana Santa Angela di Foligno comentará: Dios no me amó de broma. Como nuestra Santa Teresa de Jesús completará: el Señor nos conceda saber cuánto le hemos costado.
Podemos ver una serie cinematográfica conmovedora en su mensaje, con altibajos de tensión, con el mejor protagonista y un excelente reparto. Pero no dejará de ser algo foráneo a cuanto a diario nos sucede en el corazón y sus preguntas, en las relaciones y sus retos, nuestras alegrías o en nuestros llantos, en los ensueños o en las pesadillas. Sería una serie que entretiene, que distrae, pero no abraza mi vida, ni levanta mis caídas, ni me asoma a horizontes de gracia y de luz, ni enciende la esperanza. Pero esto es justamente lo que la pasión y la vida entera de Jesús nos ha traído. Con mi nombre, con mi edad, con mi circunstancia. Hay un por mí, hay un precio que Dios ha pagado para no amarme de broma. Y esta es la hondura de la liturgia de este día: saber reconocer que allí estaba yo, y que mis actitudes varias ante Dios y ante la historia, toman en préstamo los papeles que en ese relato se suceden: cuando miento, cuando conspiro, cuando traiciono, cuando niego, cuando me duermo, así como cuando sigo a Jesús y renazco en la comprensión del Evangelio para hacerlo vida. Yo aparezco en el libreto escrito con la Sangre de Cristo, sin pentagrama adornado de un motete piadoso o de un oratorio musical de Semana Santa. Quiera el Señor que, tras mis besos y mis llantos, mis inhibiciones y dormideras, logre llorar con las mujeres piadosas, cargar parte de su cruz como el cirineo y como María y Juan, estar al pie de la cruz del Nazareno, esperando como ellos la aurora del alba resucitada que abrirá para siempre las puertas de mi cielo.
Hoy la pasión del Señor tiene también otros viacrucis, como los que reconocemos en el dolor de tantos inocentes que sufren las guerras, la violencia, la soledad, el miedo, las malas gobernanzas, la enfermedad. También hoy tenemos presentes a tantos crucificados. Y una mirada fraterna por la tierra de Jesús y la preciosa labor que allí hace la Custodia franciscana de Tierra Santa en unos momentos de tanta dificultad para cuidar los lugares de la memoria de Jesús, así como acompañar en el compromiso social y humanitario, en la educación de los niños. Seamos generosos en nuestra colecta que para ellos irá enviada.
Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid, a adorarle. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 29 marzo de 2024