Jueves Santo – Covadonga 2021

Publicado el 01/04/2021
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De nuevo en Covadonga, como el año pasado, pero en otro contexto distinto, para poder celebrar el Triduo Sacro de nuestra Semana Santa aprovechando la oportunidad de la retransmisión por el canal YouTube del Santuario de nuestra querida Santina, tal y como la Santa Sede nos ha pedido a los obispos de todo el mundo para que la celebración que cada uno de nosotros presidimos, pueda llegar por este medio a los enfermos, ancianos y a cuantos se ven impedidos de acercarse a sus parroquias. No pudiendo retransmitir las celebraciones de estos días desde nuestra Catedral de Oviedo, lo haremos desde este emblemático lugar tan querido por todos nosotros, verdadero corazón espiritual de nuestra historia cristiana en Asturias.

Nos encontramos en este Jueves santo rememorando una cena del todo especial. Tantas cenas compartidas al ponerse el sol cada día, les llevó a Jesús y sus doce discípulos a tantos momentos de intimidad. Comentarios de lo que en ese día habían escuchado de los labios del Maestro, o de lo que sus ojos vieron con asombro y agradecimiento. Y le harían preguntas sobre esto o aquello, sugerencias curiosas, mientras ante el Señor abrirían los cofres de sus alegrías y de sus miedos. Cada noche, al preparar la cena aguardando a que Jesús volviera en el crepúsculo de la jornada de orar a solas con el Padre bienamado como hijo bienquerido, aquellos discípulos seguían aprendiendo de tan especial Maestro.

Se preguntarían por el secreto de alguien tan especial que se cruzó en sus vidas, que se aprendió sus nombres, los sacó del tajo cotidiano de su mediocridad tibia, y en la redada diaria les propuso otra pesca distinta. Sin cita previa, sin ningún merecimiento, sencillamente los llamó uno por uno en cada personal encuentro. Y los constituyó en testigos de milagros nunca vistos, oyentes de palabras jamás pronunciadas, cómplices de una gracia infinita capaz de lavar todos los pecados. De este modo vieron saciar a hambrientos de tantas hambres, y a los ciegos de nacimiento abrir sus ojos a los colores con los que Dios dibuja cada día, y a los mudos soltárseles la lengua para entonar con gratitud la cantata de su sinfonía, y a los cojos saltar dando brincos de alegría, y a los pecadores de todas las tallas ver cómo su traspiés no tenía la última palabra cuando había un abrazo piadoso de ese Corazón conmovido que aguardaba el regreso de cada aventura pródiga tejida de oscuridad y de mentira.

Sí, ¡cuántas cosas comentaban en la sobremesa de cada cena día tras día! Pero aquella cena era del todo especial. El Maestro mandó prepararla de modo distinto, en aquel cenáculo prestado para tener allí la primera misa. Y en ese primer Jueves santo de la historia, Jesús tomó la palabra a la hora de la cena. Como quien aprieta un sinfín de recuerdos, se los fue contando al Padre como quien reza, mientras los escuchaban los discípulos como si un testamento a la firma se pasara. Y eso fue: un testamento, la herencia de tantos momentos vividos con ellos, de tantas palabras y gestos que quedaban como un recuerdo vivo que los discípulos deberían guardar en el alma, tanto que no deberían olvidar jamás haciendo que esa memoria fuera el santo y seña de sus nueva vida cristiana.

Amar, este fue el estribillo que introducía y concluía cada estrofa de aquella remembranza. Amar como Él los amaba. Amar pagando el precio que todo verdadero amor entraña, por elevado que sea el peculio de tan inmenso caudal. Amarse recíprocamente asomándose al espejo amoroso del mismo Dios que se entrega del todo y sin reservas. El amor que sencillamente ama, el amor que no es amado.

La cena remite a un gesto del pueblo judío en el que cada año rememoraban el paso de Dios en sus vidas que arrancó sus esclavitudes, sus exilios, todos sus sufrimientos y sus pecados. Era una cena rápida, casi con prisa, porque había que comer el cordero en familia, compartiendo ese don con el de al lado, habiendo rociado con la sangre las jambas de las puertas para que el ángel exterminador pasase de largo en aquel Egipto de cadenas, abusos y menosprecios. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro del Éxodo (12, 1‑8. 11‑14), verdadera epopeya de todos nuestros exilios en el mapa de nuestro extravío particular.

Tal relato era como un anticipo de otra cena, en la que otro cordero se dejaría también comer como alimento eterno, y cuya sangre se vertería de modo colmado en las jambas de las puertas por donde entramos y salimos, por donde adentramos lo más grande y bello o por donde con alevosía y nocturnidad metemos nuestro costo por puertas traseras para mercadear con lo que ofende al Señor, hace daño a nuestro prójimo y a nosotros nos hiere profundamente en nuestra conciencia. Aquella escenificación simbólica supuso no el paso anónimo de un Dios que con su ángel extermina, sino el paso de un Dios que abre su corazón para que, con palabras y gestos, vuelva a declarar el amor a una humanidad esquiva, torpe, extraña al amor del mismo Dios.

Y así nos lo dijo Jesús, así nos lo dejó escrito de tantas maneras como estrofas del más bello canto poniendo todas sus músicas a todas nuestras letras. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que tiene lejos a los que amamos, ni con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño enamorado. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa de hacerlo como si acabase el intento, o que se hace tan extraño y distante, que termina siendo ajeno. Por este motivo, durante aquella Cena memorable Jesús hizo la multiplicación más grande del Pan de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa que nunca sucedió antes y que siempre se repetirá cada día en las misas que celebramos. Tomad y comed, tomad y bebed. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida.

Amor de hermano, amor eucarístico, que se hace gesto al ponerse a lavar los pies de los discípulos. Aquellos pies que no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos ciertos por los que Dios mismo frecuenta y por los venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies, que son también los tuyos y los míos, así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado, lo mucho que nos quería y nos sigue queriendo. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos, sus miedos y soledades, sus preguntas sin respuesta? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados. Él sabe que le queremos a pesar de todo y de tanto. Y no se escandaliza de nuestro escándalo, ni deja de intentarlo una y mil veces más para ver si volvemos del último despiste descarriado, del último llanto por nuestra penúltima frustración mundana, de la última añoranza y resquemor en un corazón que no ha sabido resolver cuanto ahí sigue extrañamente palpitando. Estos son nuestros pies que Jesús se puso a lavar aquella noche en el lavatorio del Cenáculo.

Finalmente, a aquellos discípulos les quiso confiar lo más sagrado. Y los hizo ministros, sí, ministros de otro modo, sin cartera de poderes, de engañifas y de estragos, sino ministros que sólo sirven para servir a los hermanos, teniendo en Jesús mismo, Buen Pastor, el modelo único y el más completo y acabado. Como el Padre le envió a Él, así ahora Él enviaba a aquellos pescadores otrora, recaudadores de antaño, gente tosca, iletrada y ruda, que tuvieron el privilegio raro de haberse encontrado con Jesús, el Mesías anunciado y esperado. El Sacerdote Jesús, el Sacerdote Único y Eterno, invita a aquellos discípulos a seguir su ejemplo confiándoles su secreto y compartiendo con ellos el divino encargo. Allí estábamos tantos que hemos ido viniendo después, siglo tras siglo y año tras año. Y nos sentimos comensales de aquella cena postrera de intimidades y gestos, que nos constituyeron en testigos de tanto amor inmerecido, en portavoces de tantas palabras de vida, en portadores de tanta gracia salvadora.

En aquella cena del primer Jueves Santo, Jesús dejó dicho para siempre que deberíamos hacer en su memoria todo lo que salió de sus benditas manos: bendiciones, ternura, caricias, pan partido y vino escanciado, bálsamo para las heridas, perdón para los pecados… toda una vida entregada con los gestos y las palabras que se hicieron abrazo. Dios hecho hombre, hombre que se desvive sacerdotalmente, sacerdote que se pone a lavar los pies de sus hermanos. Una entrega que se hace Eucaristía, sacramento de su presencia viva y resucitada, tan sencilla como un trozo de pan y un sorbo de vino, tan discreta como un humilde sagrario. Jueves Santo en el que dar gracias por el amor fraterno, por la Eucaristía, por el sacerdocio santo. Tres rasgos de la mirada de Dios, de su compañía, de lo mucho que nos quiere cada día en esta historia de veinte siglos, sea cual sea nuestro nombre, nuestra edad, nuestro momento aciago o nuestro sereno gozo esperanzado. Jueves Santo, para quedarnos con Él en adoración silenciosa para que podamos escuchar con corazón abierto lo que en su Corazón abierto se nos ha revelado.

Feliz día tan santo en el que da comienzo este Triduo sacro. Dios os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Basílica de Covadonga, 1 abril de 2021

 

 

 

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