Jueves Santo 2024

Publicado el 28/03/2024
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Aquel día buscaron un local discreto, prestado por alguien conocido de Jesús. Debían preparar la fiesta para la pascua judía de los Ácimos. Solo el Maestro sabía que se trataba de otra pascua y que en aquella cena serían comensales de excepción donde el menú era secreto y resultó ser una auténtica sorpresa. El relato de San Juan que hemos escuchado comienza con una afirmación que indicaba la intensidad del momento. Todo cuando Jesús hizo por aquel grupo de discípulos estuvo marcado por una calidad de trato, una paciencia llena de tacto, un amor inmenso en cada gesto y cada palabra que les iba regalando. Pero aquella cena postrera era otra cosa, significaba una especie de entrega sin medida como quien desea decirles tantas cosas, tan importantes, recordatorias y reasuntivas de aquellos inolvidables tres años de andanzas apostólicas.

Así comienza esa apretada narración que sólo el cuarto evangelio nos relata. Y como quien toma respiro, o carrerilla, como quien se prepara para un “do de pecho” al final de la cantata, así San Juan nos da esa preciosa entradilla: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Esta fue la tesitura, esta fue también la tensión del arco: que amó a los suyos, pero llegaba el momento de decirles que los amaba como nunca, hasta el extremo de su humanidad que vino a abrazarlos.

Es fácil pensar cuántas escenas se le pasarían al Señor en su cabeza cuando a toda velocidad recordase tantos momentos: cómo fueron los comienzos, las reacciones de los discípulos ante la llamada directa del Maestro, los instantes de aquellas primeras comidas y los tímidos viajes al hilo de enseñanzas sabias y de milagrosos gestos. Cómo irían asumiendo ellos que eran la comunidad íntima de Jesús, los que siempre estaban con Él, los que recibían clases particulares en casa cuando no habían entendido nada o casi nada de las lecciones de ese día. O los desencuentros con aquellos que empezaron a sospechar del nuevo Maestro y fueron tendiéndole trampas, y organizando su captura y condena sumaria empujando a la muerte en el Gólgota quienes no pudieron despeñarle en la montaña o en los aledaños del Templo.

Él sí que sabría cuál sería la madurez personal de aquellos discípulos, y cómo unos y otros iban asimilando con desigual provecho el mensaje redentor que les vino a traer. Estaban aquella noche todos delante. No hacía falta examinarlos, pues los conocía demasiado bien. Los vio afectos, entregados, dóciles a cuanto habían entendido en lo que les enseñó aquel especial Maestro que los llamó por su nombre sorprendiéndoles en su oficio cotidiano. Pero también vio la decepción de alguno de ellos que poco a poco se iba sumiendo en el desencanto más triste y frustrado viendo que Jesús no respondía con su vida y su enseñanza a lo que ese discípulo esperaba organizando la guerrilla revolucionaria antirromana. “No todos estáis limpios”, les dijo, en alusión directa a Judas, sabiendo que luego le entregaría cobrando la recompensa de 30 monedas por su traición amañada.

Este es el contexto de aquella cena en la pascua de los Ácimos. Y con todo este horizonte delante, dice el Evangelio que, habiéndolos amado, los amó hasta el extremo.

Y como gesto de este amor extremoso, hará una parábola viviente: se ceñirá con una toalla y se pondrá a lavar los pies a sus discípulos. Es importante ese momento en el que interrumpe la cena para realizar el lavatorio ante el pasmo de todos.

Ponerse a lavar los pies era labor de la servidumbre, más aún, de los esclavos. Jesús se pone de rodillas delante de cada discípulo y se comporta como un servidor, como un esclavo. Era el colofón de lo que supuso su Encarnación al hacerse hombre sin dejar de ser Dios. Porque la Encarnación representaba el arrodillamiento de Dios ante una humanidad torpe, lenta y pecadora. Toda la vida de Jesús fue un arrodillarse ante cualquier hombre o mujer que necesitase de su lavatorio de los pies cansados, heridos, polvorientos y agrietados quizás por haber deambulado por los caminos que Dios no frecuenta.

Vendrá Pedro y tratará de enmendarle una vez más la plana, pero en esta ocasión será fácil convencerle de que, si no hay lavatorio de los pies, no habrá participación con Él. Y Pedro responderá con increíble sinceridad: no sólo los pies, sino las manos y la cabeza, y así podría haber ido ofreciendo cada parte de su cuerpo, de su corazón y su conciencia. Pero lo que Jesús quería indicarles era que no estaban ante una provocación insólita, sino ante un ejemplo de lo que significa el servicio a los demás, el ministerio pastoral, la caridad cristiana. El lavatorio de los pies es un modo genuino de nuestro ser de cristianos. Y, este gesto de caridad, señala el estilo propio del ministerio de Jesús como Buen Pastor en el que los sacerdotes debemos mirarnos en una tarde como esta, cuando recordamos el encargo que hizo el Señor a aquellos sus discípulos: os he llamado amigos, no siervos. Haced vosotros lo mismo.

En la cena del Jueves Santo se recuerda precisamente todo esto que en aquella noche se transmitió: el amor fraterno hecho gesto concreto hacia los más necesitados, sea cual sea su penuria o su pobreza. Hacernos limosna para todos ellos sabiendo que los pobres quizás los tenemos más cerca de lo que pensamos, en la misma casa, en nuestro círculo de amigos, en nuestra sociedad y hasta en la comunidad cristiana. Ellos nos esperan con sus pies cansados y manchados por la dureza de tantos caminos, para que les entreguemos nuestro tiempo, les compartamos nuestros talentos, viniendo al encuentro de su necesidad real.

Pero quedará una entrega más en el marco de aquella postrera cena. Quedaba la presencia jamás fugitiva, la más discreta, la más fiel, sencilla como un pan tierno y acogedora como un sagrario. Era la presencia de la santa Eucaristía. Tomó el trozo de pan en sus manos y lo bendijo para luego repartirlo a cada uno de aquellos hambrientos discípulos de lo único que alimenta el alma. E hizo lo mismo con el cáliz en el que escanció el vino generoso quien en las bodas de Caná lo convirtió del agua. Un menú distinto con carta de lujo asequible a todos los bolsillos, a todos los paladares, apto para degustarlo en todo momento si estamos debidamente preparados con el traje interior revestido de la gracia para semejante banquete de tan inmerecida fiesta.

Es Jueves Santo, por aquí transitan los misterios que hoy celebra la Iglesia: el amor extremo de quien mirando nuestra vida toda no se cansa de abrirnos su puerta en el hogar entrañable donde se nos invita eucarísticamente al pan del cielo y al vino brindado que son el santo Cuerpo del mismo Cristo resucitado. En ese hogar se nos lava los pies viendo al Señor ante nosotros arrodillado. Y con amor de hermano nos llamó a algunos para que hiciésemos nuestro su mismo ministerio hecho de entrega y sacramentos, de palabra y enseñanza, de sacerdocio bendito como vimos reflejado en el Buen Pastor que nos llama ungiendo nuestras manos, nuestros labios y nuestras almas.

Vivamos estos misterios con inmensa gratitud, y adentrémonos en el mensaje que de nuevo hoy se nos proclama para volverlo a escuchar ajustando nuestra vida a su incesante llamada. Pido a María, no presente en aquella noche, que no deje de acompañarnos como Madre para que podamos parecernos al Hijo de sus entrañas. Amén.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 28 marzo de 2024

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