Homilía Vigilia Pascual. Covadonga 2021

Publicado el 04/04/2021
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Han sido tres días intensos en los que hemos vivido junto a María, aquí en su Santuario de Covadonga, el triduo pascual que preside y alienta todo nuestro calendario cristiano con una liturgia especialmente cuidada y celebrada. Es el memorial de unos acontecimientos que supusieron el final de toda una vida de entrega por parte de Jesús. Porque en aquella primera semana santa de la historia se concentró lo que de tantos modos Él no dejó de mostrarnos con gestos y milagros, lo que de tantas maneras nos dijo con palabras de vida que no olvidamos.

Desde los ramos con los que le vimos entrar en Jerusalén, hasta los adioses y recuerdos de aquella postrera cena, lavando los pies perdidos y cansados de aquellos discípulos confusos. La oración en el Huerto de los Olivos con su lucha por entender en soledad lo que de modo extremo el Padre Dios le pedía mientras los discípulos llenos de sopor y temores dormitaban exhaustos. Y la noche interminable entre idas y venidas, de Anás a Caifás, de Pilatos al populacho, para acabar con el escarnio de una puja entre Barrabás y Jesús que libró al terrorista y condenó a la más inocente víctima. El camino hacia el Gólgota fue como lo vivimos en el viacrucis rezado: tantas estaciones como cuadros de una humanidad ingrata, sorda, distraída, lenta y esquiva hasta cualquier traición de pecado. Y será en esa cima pequeña del Calvario donde Jesús nos dé su vida entregada, nos dé su amor al Padre, nos dé a su Madre, nos dé el amor más grande por los que fuimos constituidos sus hermanos.

Hoy ha sido un sábado de silencio. El mensaje de este día se nos ha susurrado en silencio, y más discreto que nunca ha sido lo que la Iglesia nos ha querido mostrar mirando a María Desolada, la mujer que dejó hablar siempre a Dios haciendo vida su Palabra cuando Él habló o cuando callaba. Es grande saber guardar en el corazón las palabras y los silencios del Señor como hizo la Virgen María. Con ella, en este Sábado Santo, hemos vivido una espera. Ha sido un día de esperanza, no de fuga maldita y dolida, no de tristeza lastimera y nostálgica, sino un día de espera esperanzada. Y así hemos llegado cada uno en las respectivas comunidades cristianas de nuestra Diócesis para celebrar esta solemne Vigilia. Este es el corazón de toda la liturgia cristiana, cuando dejando atrás nuestros éxodos y desiertos, los forcejeos de cada cuaresma para cambiar la mirada, convertir el corazón y volver a la senda de ese camino de regreso que nos permite volver a Dios de un modo nuevo y renovado.

Aunque se hayan trastocado los horarios y haya habido que simplificar algunos ritos por las exigencias de la malhadada pandemia según nos ha indicado la Santa Sede y nuestra Conferencia Episcopal Española, mantenemos lógicamente la estructura básica con toda su belleza de esta noche tan hermosa, bondadosa y verdadera.

Un cirio nos ha querido introducir en la gran liturgia de la vigilia de pascua. Un cirio que se enciende del hermano fuego, sean cuales sean sus brasas. Pero que nos adentra en la oscuridad que nos acorrala y atemoriza a diario, con esa tímida y humilde llama que va llenado todo el espacio secuestrado por las sombras que nos atenazan. Decía Charles Péguy que Cristo no vino a pelearse con la oscuridad, sino simplemente a ser la luz en medio de ella. Y cuando esto acontece no se discute, no se debate, no se hacen pulsos ni porfías, sino que esa llama desplaza lo que nos ocultaba los colores de la vida, los rostros que amamos, los horizontes que nos invitan a seguir avanzando. Es la luz que se enciende inmerecida devolviendo gratuitamente a la mirada el estupor que nos asombra, la gratitud que nos hace hijos y la alegría que nos embarga con una plenitud insospechada.

Hemos cantado a ese cirio, fruto de la libación de las abejas. Es uno de los más antiguos himnos de la liturgia, ante el cual han llorado de emoción y gozo tantas generaciones cristianas, tantos santos nuestros hermanos. Parafraseando a San Agustín hemos cantado que es feliz la culpa que nos ha merecido tan grande Redentor. ¡Qué extraña y qué bella forma de cantar la desproporción ante el don que se nos ha dado tan inmerecidamente desde los yerros de nuestros pecados! Nuestras torpezas todas, nuestra lentitud en comprender el bien, nuestra debilidad para dejar el mal, todo eso que es y que representa nuestro pecado, ha sido abrazado por Dios inmerecida y gratuitamente, hasta el punto de, como escribiera la conversa francesa Eva Lavallière, vengarse de nuestra ignominia colmándonos de su gracia.

Si este ha sido el lucernario con el que dábamos comienzo a nuestra celebración, con esa luz en el corazón y la mirada, nos hemos dispuesto para escuchar una historia, la más grande sucedida, la insuficientemente agradecida y contada. Es la historia que nos tiene a nosotros como co-protagonistas cuando Dios la escribió incluyéndonos en su tramoya cotidiana que tiene mi edad en cada tramo, que tiene mis escenarios y enredos por donde ha transcurrido y se ha vivido.

El agua será ahora el siguiente gesto, recordando nuestro bautismo. Unas aguas que no anegan como maldito diluvio que nos castiga, sino aguas que limpian purificadoras, que fecundan en nuestros surcos las semillas sembradas y escondidas. Un agua que refresca y aclara, como verdadera gracia bendecida. Y tras el agua vendrá luego la Eucaristía. Pan bendito de una presencia rediviva que se hace alimento como un viático en la aventura de la vida, y cercanía amorosa de un Dios no fugitivo que se hizo amigo y esposo con un idilio que no engaña sino que abraza, sostiene y acompaña.

En las primeras luces del nuevo día, sucederá lo que la Iglesia toda celebra en esta noche santa. Cuando suceda el alba que nosotros saludamos al disiparse las sombras, volveremos a reconocer como ahora que la oscuridad y la muerte no tienen la última palabra, aunque sean gruesas y gravosas las penúltimas que a veces hemos de escuchar con dolor y desafíos.

Hace dos mil años andaban aquellos discípulos cabizbajos, llorosos y fugitivos maquinando cada uno cómo volver a sus andadas, ebrios de dolor en la resaca de tres años que querían dejar en el olvido a la espalda de aquella terrible primera semana santa. ¿Será posible -se preguntaban destrozados-, que aquellos labios hayan enmudecido para siempre sus palabras? ¿Será posible que aquellas manos hayan dejado ya de bendecirnos desde que las vimos a la muerte clavadas? Y así estaban unos y otros, de aquí para allá, mientras lloraban sus recuerdos haciendo tristes sus cábalas.

Pero alguien dio la alarma: que no está ya entre los muertos, que su sueño fue despertado, que la tumba está vacía y que allí sólo se hospeda la nada cuando la muerte ha sido vencida y desalojada. No sabían cómo, pero allí en el sepulcro ya no estaba. Y se pusieron nerviosos, y corría como un reguerillo el comentario de la noticia más increíble y más inesperada. ¿Será verdad que ha sucedido, que ha resucitado de veras como nos dijo el Maestro?

Fue al alba. Todo esto sucedió al alba. Y de pronto las lágrimas no eran ya el llanto de la pérdida maldita, sino la emoción de un reencuentro que bendición traía. La noche había pasado con sus sombras, se había encendido para siempre la luz amanecida. Los colores de la vida que nacieron en los labios creadores de Dios, volvían a brillar con toda su dicha renovada. La penúltima palabra que correspondió a la proclama del sinsentido, a la condena del inocente, a la censura de la verdad y al asesinato de la vida, cedió inevitable la palabra final a quien como Palabra se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua.

Hoy encendemos los cristianos ese cirio de la luz eternamente amanecida. La luz que nos acompaña en nuestros vericuetos y nos perdona nuestras cuitas. La luz que nos habla del perdón, de la gracia, del abrazo del mismo Dios que en su Iglesia nos bendice, nos acoge y nos guía. Por eso entonamos el canto de la verdadera alegría, la que no es fruto de nuestro cálculo, la que no responde a nuestras pretensiones, a nuestras nostalgias o a nuestras insidias. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección su muerte y la nuestra, su muerte y la mía. Ha terminado la mentira la diga quien la diga, y no tiene hueco ya lo que nos enfrenta por fuera y nos rompe por dentro.

Fue al alba, sí, sucedió al alba. Y desde entonces, a pesar de nuestros cansancios, nuestros pecados, nuestras lentitudes y cobardías, sabemos que Dios nos ha abierto su casa, nos acoge, nos redime y nos regala su vida. Por eso cantamos al alba el aleluya de nuestra mejor albricias, ese regalo que se da ante la buena nueva de quien nos trae con estreno tan grande, la más grande de las noticias.

Queridos hermanos, recibid mi más cordial felicitación por esta Pascua florida, por esta Pascua resucitada. El Señor os guarde y con su Madre, la Reina de los cielos os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Basílica de Covadonga
3 abril de 2021

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