Homilía Viernes Santo (19 de abril 2019)

Publicado el 19/04/2019
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Queridos hermanos y hermanas: paz y bien. Se hizo noche de repente, con nubes negras que robaron el sol de la hora de nona a las tres de la tarde. No fue un eclipse, fue la luz que se apagó porque cercenaron hasta el extremo por la denuncia de su brillo. Era demasiado luminosa aquella claridad para los callejones oscuros que no tenían ninguna salida. Así comienza el evangelio de san Juan anticipando lo que vendría sólo al final de su relato: que la luz vino a los hombres, pero las tinieblas no la desearon, y la despreciaron hasta el apagón más fatal (Jn 3, 19).

La bajada del telón en aquel drama de Jesús, supuso la llegada de la densa oscuridad a la hora de nona de aquellas tres de la tarde. Fue en el primer viernes santo de la historia, ese que cada viernes santo anual volvemos a recordar con desigual fortuna y parejo desenlace. Que este es el reto que tenemos los que acaso demasiadas veces hemos escuchado ya ese relato: nos desafía la inercia enajenada, la distracción ausente, la indiferencia de quien asiste a algo que no tiene que ver con lo que a diario nos acontece.

Comienza el evangelio de este día con una pregunta ya conocida en la narración de Juan: “a quién buscáis” (Jn 18, 4), les dijo Jesús a los guardias y mandados del Sumo Sacerdote que venían como escolta del traidor Judas con el santo y seña de besarle. “Qué buscáis” (Jn 1, 38), les dijo Jesús a Juan y Andrés en aquella hora primera de las cuatro de la tarde cuando por primera vez se encontraron cara a cara. La búsqueda de algo en nuestra vida -y cada cual tenemos las búsquedas de tantas cosas-, es siempre la búsqueda de alguien. Detrás de cada inquietud, luego de toda zozobra, las preguntas que nadie responde, las lágrimas que ninguno nos enjuga, los sueños que no se nos cumplen, las pesadillas que se hacen constantes… detrás de todo esto están los nombres de lo que cotidianamente nos asusta, lo que nos contenta, lo que nos paga gratificadoramente o lo que nos multa sin piedad, lo que representan los aplausos que recibimos o los desprecios que nos infligen. Esto es lo que constituye la trama de nuestros afectos, nuestras relaciones, nuestros sentimientos que a diario nos definen.

Y viene la pregunta crucial: ¿tiene algo que ver todo esto con lo que nos narra el evangelista Juan en el relato de su pasión? Yo esta mañana quise leer despacio este evangelio que acabamos de escuchar. Me estuve buscando ahí adentro, con la sospecha fundada de que el drama de Jesús fue mi tragedia prestada en la que Él me suplantó. Lo hemos escuchado en la primera lectura del profeta Isaías: “soportó nuestros sufrimientos, aguantó nuestros dolores… nuestro castigo cayó sobre Él” (Is 52, 13ss). Y así entendemos cómo los santos han acertado a leer este relato biográficamente, quedando conmovidos, agradecidos hasta el llanto, asustados como un niño ante tamaño regalo inmerecido: todo eso es por mí, por mí lo hizo. No por los “malos” (que serán siempre los otros), no por los buenos que no reconozco cuando ante mí pasan; no por la masa anónima de una humanidad perdida. No, todo aquello fue por mí. Y hasta que no me descubro con mi nombre y mi edad, con mi circunstancia personal más íntima o la más pública, metido dentro de ese relato de amor, seguirá resultándome una historia consabida, que no me aporta nada porque sé cómo acaba ese guión que no es mío, ni soy actor secundario en la pantalla de la historia cuando se visualiza tal película de la pasión del Señor.

Esta mañana me estuve buscando y para mi pasmo asombrado me vi camuflado y escurridizo en no pocos personajes. Discípulo remolón y lento para entender al Maestro que me acompaña siempre con sus palabras y sus gestos, sin que yo me entere de apenas nada a pesar de tantos dones y medios que su providencia ha puesto en mis entrañas e inteligencia. A veces díscolo con una pizca de rencor cuando las cosas no salen como yo las exigía, las esperaba, o creía que las merecía, saliendo de mí un pequeño Judas que filtrea con un beso de conveniencia que no siempre significa verdadero amor a Dios y a los hermanos. Otras veces compungido en dolor por la pena lastimera que siento ante las cosas de Dios que no se respetan, pero cuyo llanto sólo expresa mi tristeza y mi derrota, no mi conversión del alma y mi vida cambiada para el sumo bien. Alguna ocasión soy cirineo forzado que la ayuda de cruces ajenas, y hasta me resulta sibilino poner precio al alquiler de mis servicios cobrándome de tantos modos lo que presto disponible sin una gratuidad perdida y entregada. Existen también mis amores sinceros de quien quiere ser y no puede serlo, como discípulo que sigue al Maestro casi clandestinamente, sin arriesgar demasiado, calculando la porfía sin que se note mucho que soy de los suyos, como le ocurrió al bueno de Pedro con sus quiero y no puedo que terminaron en llanto, con un gallo que le recordó la profecía.

Esta mañana me busqué en el relato, y me hallé por completo: yo estaba allí. Y las catorce estaciones de aquel viacrucis me tuvieron de coprotagonista. El viernes santo es un día sobrio, taciturno y callado. No hay campanas ni glorias, como si un velo enlutado condicionase cada instante, cada latido, cada ensueño, cada rincón de este mundo inacabado que no acierta a dejar nacer la ciudad de Dios que Él eternamente dibujó para enamorarnos. Se han de conmover las entrañas como quien escucha una trama conocida, y experimentar los sobresaltos, sabiendo cuál es el inicio, los pasos intermedios y el ocaso que tienen en mi nombre la única dedicatoria: por mí. Todo aquello fue por mí, momento actual en lo que vivo y con los que convivo, con mis trampas, con mis miedos, con mis gracias y pecados. Yo fui para Él la razón de cada instante en aquellos catorce cuadros como catorce etapas de una subida que me tenía a mí como recorrido y como estación de llegada.

Hay en el mundo otras pasiones que prolongan aquella primera del Señor crucificado. No se puede amar a Jesús sin amar a los que por amor a ellos Él se entregó. Y hacer nuestras las cruces grandes o pequeñas de las personas que más nos incumben, que más se nos han confiado, las que Dios y la vida han puesto a nuestra vera para que caminen a nuestro lado. Jesús nos ha dado el ejemplo vivo y constante de lo que supone amar y entregarse, aunque en ello nos vaya una pasión que duele tanto.

Viernes santo, viernes apasionado por el dolor inocente de Dios que en su Hijo se hizo vulnerable hasta lo más bajo del sufrimiento humano. Gracias, Señor, por tu Pasión, por tu vía Dolorosa y por tu Calvario… ahí estaban sin censura ni adornos, todos los momentos de mi vida y todos mis pecados.

Y en esta mirada abrazadora como abrazan los brazos de Jesús en el madero santo, tengamos una plegaria universal por el Papa, y por todos los cristianos que sufren la prueba de la fe llevada hasta el martirio. Pidamos por la Tierra del Señor, la Tierra santa, y sostengamos con nuestro afecto, nuestra plegaria, nuestra limosna todo lo que hoy allí hacen mis hermanos franciscanos y otras familias religiosas para conservar aquellos lugares santos, para bendecir a los más pobres en todas sus carencias sociales y culturales, para acoger a los peregrinos que acuden allí cada año.

El grito de Dios a Dios, diciendo de Hijo a Padre “porqué me has abandonado”, es el susurro de tantos inocentes que en los labios de Jesús encuentran su voz, su palabra y su plegaria. La Cruz bendita es la que nos ha traído la salvación, cuando sabemos que no tiene la palabra final, por más que sea dura y tremenda su penúltima palabra.

Pongamos nuestro beso más piadoso en esta cruz redentora. Y al contemplar luego el santo Sudario que como gracia regalada aquí custodiamos, pidamos ser envueltos en lo que la cabeza del Señor pensó, deseó y para cada uno de nosotros ha venido con una gloria que habrá que aguardar en silencio hasta que para siempre su sepulcro y el nuestro queden para siempre vacíos en la alborada de un sol amanecido que jamás nos declina.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Catedral Sancta Ovetensis

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