Homilía de la Vigilia Pascual 2023

Publicado el 08/04/2023
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Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.

Ha sido silencioso este sábado. Se metió la noche ayer a partir de la hora de nona, cuando el velo del Templo se rasgó en dos, cuando se oscureció la tierra toda, cuando todos se disiparon cada uno campando por sus afueras más extrañas y alejadas. Unos, fugitivos y asustados; otros, con la torpe y fugaz victoria de haber acabado con un maestro incómodo; algunos dudosos y pensativos dando vueltas a lo que tan rápido y tremendo en tan sólo tres días había sucedido. Los hubo también con ese dolor sereno de estar ante algo demasiado grande, demasiado intenso, demasiado duro para su fe y sus sentimientos.

Solo quedaba Jesús inerte en la cruz de la que pendía, y con piedad infinita lo fueron descolgando como pudieron entre José Arimatea, Nicodemo, mientras Juan y las tres Marías sollozaban en su pena, lloraban en su ofrenda ante el despojo de la bondad más buena y la belleza más hermosa que, sin vida, vieron descender de aquella cruz.

Aquel viernes santo tuvo muchas horas de tinieblas ensombrecidas. Un autor antiguo, anónimo de los primeros siglos nos recrea esos instantes tras la muerte de Cristo como una visita imprevista al sheol de los abismos, como adentrándose en el misterio de una eterna iniquidad contenida en siglos y siglos de espera: «¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo. Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: “Salid”, y a los que estaban en tinieblas: “Sed iluminados”, y a los que estaban adormilados: “Levantaos”» (De una antigua Homilía sobre el santo y grandioso
Sábado
).

Es hermoso este texto y nos introduce en el gran silencio del primer sábado santo de la historia. Aquel que creían muerto se acerca a despertar a los que dormían su sueño mortal, a iluminar a los que yacían en las sombras de la muerte fatal. Lo hemos vivido con María, la que supo del silencio acallado y no del desesperado mutismo. Era el momento de escuchar una vez más aquella Palabra que se hizo carne en su virginal entraña. Cuando se entendía esa Palabra ella la engendraba en su seno. Cuando no se entendía, ella igualmente la guardaba en su corazón de madre y de creyente. María fue siempre la que tuvo en sus labios su “hágase” para que la Palabra de Dios se pronunciara en su boca.

Pero la liturgia cristiana no se queda en este impasse de derrota piadosa, sino que nos urge a los creyentes a que tengamos viva la espera en el cumplimiento de la promesa que Cristo nos hizo: que el final no le pertenecería al sinsentido del absurdo blasfemo y del destino maldito, sino que se daría un milagro que se tornaría en regalo de resurrección. Así hemos comenzado nuestra celebración de la vigilia pascual mirando al fuego bendecido, hermano fuego que nos adentra en la luz humilde que nos presidía y nos marcaba la salida de la oscuridad mortecina. Una luz que fue creciendo como crece la caridad de los hermanos que comparten lo que en su pequeñez es ya un indicio, un pequeño don con las llamas compartidas que de mano en mano fuimos viendo crecer en la oscuridad.

“Oh feliz culpa que nos ha merecido tal Redentor”, ha entonado el cantor en el himno de la angélica, trayendo las palabras emocionadas que biográficamente dejó escritas San Agustín. Las culpas, los pecados, todo cuanto nos alejaba de Dios y nos hacía extraños ante los hermanos, se puede cambiar si dejamos que la luz de Cristo resucitado se haga sitio en nuestras oscuridades todas. Así ha sido en la gran historia de la salvación que acabamos de escuchar en la Palabra de Dios, una historia que se continúa en nuestras historias personales cuando Dios viene al encuentro de nuestras noches oscuras para conducirnos a sus amanecidas albas.

El agua que luego rociaremos sobre nuestras cabezas nos recordará el bautismo que recibimos en el comienzo de nuestro camino cristiano. Tal vez éramos todos unos niños apenas nacidos cuando se inició el itinerario junto a Jesús y dentro de la Iglesia. Por distintos motivos hay también hermanos que reciben esta gracia en una edad adulta. Todos tenemos nuestro tiempo, nuestra hora, para el encuentro cierto con Jesús nuestro Señor. En esta noche habrá también en nuestra catedral de Oviedo bautismos de adultos en unos catecúmenos que se han preparado para este momento. Es una alegría grande ver el paso que dan y saber sencillamente que Jesús los ha querido esperar, sin prisa, poniendo todo su camino anterior en el quicio de este momento para empezar con cada uno de ellos una historia cristiana. La Iglesia los acoge y con ellos se alegra, mientras les derrama el agua bendita en sus cabezas uniendo sus nombres a los de la Trinidad Santa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nuestros catecúmenos serán revestidos con las túnicas del vestido nuevo, serán fortalecidos con el don del Espíritu Santo y se acercarán por primera vez a recibir la Eucaristía. Bienvenidos, queridos hermanos.

Así nos lo ha narrado el Evangelio: María Magdalena y María Salomé fueron a ver el sepulcro todavía de madrugada. Se encontraron con aquel mensajero angélico que les dará la buena noticia: no busquéis al crucificado, sino dejaos encontrar por el resucitado. Y ese encuentro aconteció. La alegría fue el regalo ante tamaño suceso que arrancó todos los miedos y secó todas las lágrimas, dejando sólo en el rostro la alegría propia de la pascua. Es una noche grande esta que vivimos. Es la noche que rompe en aurora anticipada, cuando Cristo ha dejado para siempre vacío el sepulcro de la muerte que su vida secuestraba. Nos invita a ser testigos de esta noticia, porque también a nosotros se nos ha dado la alegría de ver nacer el alba con ojos asombrados, con un canto de aleluya en nuestros labios, con las albricias más gozosas que llenan de alegría nuestra entraña.

Hermanas y hermanos, feliz pascua. Cristo ha resucitado, verdaderamente. Aleluya.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M.  El Salvador (Oviedo)
8 abril de 2023

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