Homilía en la Misa Crismal 2021           

Publicado el 30/03/2021
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El pasado Domingo de Ramos dábamos comienzo a la Semana más grande del año cristiano, la Semana Santa que tiene en nuestros recuerdos tantos momentos vividos en los distintos escenarios por donde ha transcurrido nuestra vida. Podría parecer que es una Semana Santa más, una más de las que se van acumulando viendo aparecer nuestras canas en la cabeza y viendo desaparecer las ganas en nuestro empeño. Pero no es así.

Cada instante es nuevo, tanto lo es que, aunque Dios nos diga lo mismo y nos muestre lo de siempre, Él jamás se repite. Tiene esa virtualidad de estrenar su eterna Palabra y sorprendernos con las gracias de antaño, como si por primera vez las escuchásemos o por vez primera viniésemos a contemplarlas.

Pero cada Semana Santa no es lo de años y decenios atrás, siempre lo mismo, con el único cambio en la cifra de cada año, dejando el mismo trasfondo ante textos y gestos que dejaron de conmovernos ya de tantas veces escuchados y escenificados. Es un momento único, inédito, que vale la pena quedarnos atentos a lo que, entre textos y gestos consabidos, Dios nos quiere acaso provocar. Son unos días de recogimiento cristiano, con la liturgia especialmente sentida ya desde el domingo de Ramos y en los tres días del triduo sacro con el jueves, viernes y sábado santo. Hoy nos toca la Misa Crismal. Luego las campanas que sonarán a gloria en el domingo de Pascua, poniendo un sabroso aleluya en nuestros labios. Por eso pedimos la gracia que rezaremos en la oración sobre las ofrendas de esta Santa Misa: ser purificados de la vieja condición de pecado, para que se acreciente en nosotros la vida nueva. No una cansina repetición de cosas que no abrazan mi vida real, que no encienden la luz que reclaman mis penumbras, de actitudes que no aportan la ilusión en mis desencantos, sino la apertura humilde a cuanto el Señor nos quiere indicar a través de la Palabra que la Iglesia nos proclama, y de la liturgia cuya celebración eficaz pone en nuestras manos. De modo que para asomarnos a una Semana Santa así de inédita, esa que nunca antes sucedió y que jamás se repetirá, nos dejemos conmover por cuanto en estos días tenemos ya delante en nuestras calendas. Y que verdaderamente nos toque el corazón en sus pliegues más íntimos y enteros, para poder pedir con Santa Teresa de Jesús: “Dios nos conceda saber cuánto le hemos costado”, así decía conmovida nuestra andariega santa abulense.

No es una Semana Santa al uso, porque todos recordamos la que extrañamente celebramos el año pasado. Algo nos ha cambiado lo que parecía cíclicamente pactado sin especial novedad en el entretanto. Pero hete aquí que vamos de sobresalto en sobresalto, viendo cómo puedan quedar las cosas en nuestro calendario cuando la coyuntura manda con una pandemia malvada secuestrando nuestras tradiciones, nuestros usos y costumbres, nuestros besos y abrazos, viendo cada dos por tres extrañas con medidas que nos distancian, rostros que se embozan mascarillados, y todo un sinfín de límites que nos imponen fronteras invisibles dejándonos confinados.

Como sacerdotes, hemos visto hacerse extraño lo que propiamente configura nuestro ministerio cotidiano. Catequesis ralentizadas o suprimidas, enfermos que no se visitan demasiado, celebraciones en las que el aforo de la feligresía es casi un desierto desalmado, reuniones que aplazamos, y miedo en el cuerpo, temor en la cercanía, prejuicio por doquier, como quien se aventura en una travesía que no se sabe si acabará en naufragio, o lucha invisiblemente contra una peste que tiene rostro aciago.

En la oración colecta hemos pedido algo importante, cuando la Iglesia en esa Misa Crismal pide por los sacerdotes que hemos sido hechos partícipes de la consagración de Cristo, para que nos transformemos en testigos de la redención del mundo. Y es esto lo que más descolocados nos puede dejar: que el mundo que nos rodea está sin redimir en tantos de sus costados. Sería prolijo el elenco de las cosas que en nuestro mundo de conquistas espaciales, de avances cibernéticos jamás pensados, con cotas de bienestar en cuanto la ciencia y la conciencia podría asegurarnos, de pronto vemos que tenemos retrocesos en las libertades y en las convivencias, con una corrupción política que en demasiados casos no busca el bien y la paz, sino su conquista o apoltronamiento en un poder sin escrúpulos mintiendo a mansalva. En este mundo así de tocado y herido, nos sobreviene una pandemia que, como peste insospechada, ha sembrado todas las intemperies en nuestra vida individual y colectiva.

Sin embargo, somos llamados a ser testigos de una redención que fue ya ofrecida y que tiene la eficacia de la gracia de Jesucristo. No somos demagogos de nuestras genialidades, de las soluciones que tuvieran sólo nuestra medida, sino testigos de algo más grande, de Alguien infinitamente mayor, en medio de la maraña ambigua de un mundo incabado que sigue gimiendo sus dolores de parto porque no sabe nacer a lo verdadero, a lo bondadoso y a lo bello para lo que fuimos creados, como decía San Pablo en la carta a los Romanos (8, 22-39).

Dentro de este escenario hoy nos faltan muchos hermanos concelebrantes. Los que queriendo venir no pueden hacerlo por la restricción que nos imponen las medidas sanitarias y, sobre todo, los que nos han acompañado otros años y han fallecido durante este año. Haremos memoria de los que fueron llamados por Dios en este tiempo.

En esta Misa Crismal, aún en medio de la reducción de participantes que se nos impone por la pandemia, todo el pueblo de Dios quiere ser partícipe y a su modo concelebrar desde el sacerdocio común de los fieles que todos recibimos en nuestro bautismo, para rogar por los que de modo especial y distinto han sido llamados al ministerio ordenado en este día en el que renovamos nuestras promesas sacerdotales, y también para orar en el momento de la bendición de los santos óleos. Esta es la belleza de la Iglesia orante desde cada una de sus vocaciones e identidades, que como un solo cuerpo junto a Cristo nuestra Cabeza, celebramos los sagrados misterios en esta Eucaristía.

Tanto la primera lectura del profeta Isaías como el evangelio que hemos escuchado, tienen un texto común: en el profeta como anuncio y en el evangelio como cumplimiento. Siempre es conmovedor escuchar de los labios de Jesús un texto que hablaba de Él y en el que se reconocía para dar comienzo a su ministerio público, a su sacerdocio: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.

Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 18-21).

Todas las palabras y los gestos de Jesús tienen ese marchamo sacerdotal que ya indicó Isaías cuando habla de ese misterioso personaje que sería ungido para consolar a los afligidos, devolver la libertad, derrochar la gracia del verdadero perdón. Estamos ante un anuncio fuertemente vocacional de lo que supuso el sacerdocio mesiánico de Jesús en el que nuestro sacerdocio ha quedado inserto y del que somos prolongación en la historia. Es un sacerdocio que tiene entrañas de pastor, un sacerdocio lleno de misericordia. Su vida pública será una continua actualización de ese ministerio y a través de cada palabra y de cada signo milagroso, Él acercará a las personas concretas su bálsamo de esperanza en tantas heridas, su luz alumbradora en tanta oscuridad, su gracia bendita en tantos pecados. Los evangelios son una crónica viva de cómo Jesús se acercó sacerdotalmente para lo que fue ungido: los pobres escucharían una buena noticia esperanzada después de haber oído tantas tragedias sin salida, y los cautivos de tanta intemperie amordazada verían la soñada libertad, y los que su ceguera impidió ver la belleza para la que nacieron sus ojos se abrirían al asombro y a la gratitud; y todos cuantos sufrían la losa de su opresión se llamase como se llamase, volvieron a respirar habiéndoles quitado tan oprimente peso de encima.

Era lo que alimentaba la esperanza de un pueblo, lo que les hacía seguir esperando la llegada de ese Mesías bueno que Dios prometió por la boca de sus profetas, ese ungido de Dios que vendría con la paz y el año gracia del Señor que quitaría los pecados. Por eso, el bello lenguaje de Isaías concluiría diciendo que vendría «para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos. Vosotros os llamaréis “sacerdotes del Señor”» (Is 61, 3.6).

El sacerdocio de Jesús, y en el suyo el nuestro, tiene ese ministerio lleno de misericordia que pone fin al oprobio de la ceniza que humilla a las personas y abre el tiempo de una coronación como hijos de Dios. No hay más traje luctuoso con el que la vida se reviste de tristeza sin más horizonte que el oscuro abismo, sino un perfume que llena cada pliegue y cada rincón con su aroma más festivo. No será el abatimiento la estrofa maldita con la que nos describan los versos, sino el cántico el que cuente los besos que nos han sacado de la muerte y nos han redimido.

Pero podríamos concebir este mensaje como algo aprendido, algo que forma parte de nuestro guión profesional que hemos de saber proclamar con entonación y con estilo, con grandilocuencia ensayada y con vivencia prestada que jamás nos adentró la gracia que contamos a los otros con tanto ademán cansino. Jesús pone toda esa carga de esperanza en el cumplimiento de una fecha que marcaba un bienaventurado inicio: todo lo que acabáis de escuchar… se cumple hoy, se cumple aquí y conmigo. Es el “hoy” de los ángeles cuando anuncian a los pastores que ha nacido el Salvador; el “hoy” que se le dijo a Zaqueo cuando entró la salvación a su casa; el “hoy” que escuchó Dimas el buen ladrón antes de pasar al Paraíso prometido. Hoy se cumple esa Escritura.

Hermanos sacerdotes, yo entiendo que esto es lo que nosotros renovamos en la Misa Crismal de este año que nunca había sucedido y nunca jamás se repetirá: hoy se cumple, se cumple aquí, se cumple en cada uno de nosotros, haciéndonos testigos de la redención por Cristo comenzada en medio de un mundo herido y confuso. Tenemos una historia vivida, en ella se han dado tantas cosas que nos han tenido en vilo, que nos han defraudado, en las que acaso hemos sido incomprendidos. Es nuestra biografía personal. También en ella hemos cometido errores, hemos arriesgado en vano sin calcular los peligros, acaso tantas veces no hayamos llegado por comodidad o nos hayamos pasado sin tino, jugando quizás con lo que no era un juego y llegando a cuanto nos ha hecho deudores de nuestras traiciones y pecados. Sí, es nuestra biografía personal. Pero si no somos rehenes de nuestro pasado como quien vive bloqueado por sus fracasos colmados o por sus incomprensiones sufridas, o si no ponemos precio a las cosas que nos han salido bien y con las que hemos hecho mucho bien para no ser tampoco rehenes de nuestras éxitos y conquistas, entonces estamos en la situación de mirar nuestra biografía con un humilde realismo: cosas por las que pedir perdón esta mañana y cosas por las que dar gracias rendidas. Hoy se cumple esta Escritura, hoy se cumple con sabor de estreno, ese ministerio de misericordia al que hemos sido llamados.

El sacerdote llamado a ser testigo de la redención cristiana y ministro de la misericordia divina es ese buen samaritano, sabe Dios de qué heridos en el camino: las heridas del desafecto, de la soledad y el miedo; las heridas del cansancio, de la enfermedad y hastío; las heridas de la frivolidad irresponsable y del egoísmo; las heridas de la increencia y sinsentido; las heridas de las pateras, del hambre y del terrorismo, las heridas de la pandemia, del miedo y la desesperanza, las heridas del pecado con todas sus facturas públicas y sus fracturas internas. Tantas heridas, tantas. Tantos mirones impávidos y entretenidos, tantos. Sólo Jesús samaritano, sacerdote misericordioso tuvo mirada conmovida, descabalgó su prisa, detuvo su tiempo y estrechó al herido. Lo llevó consigo, le alojó en la posada y le pagó la cuenta como se invita a un amigo. Así nos trata Dios, y de ese trato somos nosotros sus testigos.

Queridos hermanos sacerdotes, me gusta repetiros mi agradecimiento por vuestra entrega en las 4 estaciones del año, cuando hay frío y cuando abrasa, cuando la vida explota en flor y cuando parece yerta y caducada. Gracias por seguir diciendo sí a la llamada recibida en la bonanza y en la inclemencia. En esta mañana en la que consagramos los santos óleos, pedimos al Señor ser cada uno de nosotros ungidos para que según nuestra vocación en la Iglesia seamos el bálsamo misericordioso para cuantos encontramos en el camino, ese bálsamo que nos ha curado a nosotros primero y por eso podemos contarlo como una gracia que nos ha tocado abrazando nuestra vida vulnerable y herida. Pedimos a María, que ella nos sostenga con su dulzura misericordiosa.

El Señor os bendiga y os guarde.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I. Catedral, 30 marzo de 2021

 

 

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