Homilía en la Inmaculada Concepción de María

Publicado el 08/12/2022
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Estamos haciendo un camino en este año cristiano apenas comenzado, dentro de un tiempo litúrgico que nos prepara a la celebración de la Navidad. En este adviento aprendemos a poner nombre a nuestra espera, porque el corazón humano ha nacido para una espera que se cumple en un encuentro. Lo decía aquel gran y trágico poeta italiano, Cesare Pavese, que no tuvo el don de la fe. Y, sin embargo, en un alarde de sincera honestidad consigo mismo, dejará escrito en su diario: “¿por qué si no creo que alguien me haya prometido nada, mi corazón no sabe dejar de esperar?”. El corazón se hace rebelde cada vez que lo engañamos, lo secuestramos, lo chantajeamos, y nos viene a reprochar que él sigue esperando algo nuevo, algo mejor, algo auténtico, cada vez que nosotros lo intentamos censurar con nuestras engañifas viejas, con nuestros pobres recursos y consuelos que caducan sin habernos dado la felicidad ensoñada.

Pero hoy la Iglesia quiere hacer un alto en este camino al proponernos una fiesta de profunda hondura religiosa. La festividad de la Inmaculada Concepción de María no es una piadosa distracción en medio de este camino de preparación a la Navidad, sino que representa un reclamo, un acicate para levantar la mirada y ponernos en esa actitud de verdadera espera.

La tradición cristiana ha dibujado en cuatro rasgos la belleza que Dios plasmó en María: inmaculada, virgen, madre y asunta: preservada del pecado original como inmaculada, fue virgen en todo momento, y concibió maternalmente al Mesías esperado, para ser al final elevada al cielo en el que fue asunta. Ella es como Dios quiso salvarnos al darnos por ella a su Hijo. Tiene una raigambre especial en el pueblo cristiano la fiesta de la Inmaculada. Ha supuesto debates teológicos, apuestas culturales y hasta defensas institucionales por parte de universidades, ayuntamientos, parlamentos, que hoy nos parecerían inviables en nuestro mundo neopagano. Pero lo que está en juego dentro de esta festividad mariana es algo más que el quita y pon de un privilegio, o un capricho piadoso de devoción particular. Estamos nada menos que ante el camino, el método que Dios ha seguido para venir a salvarnos al género humano, preparando el terreno para que pudiera nacer como hombre la carne de su Hijo. Esto es lo que estamos celebrando.

Esta solemnidad nos es presentada como una dulce invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.

En la primera lectura hemos escuchado el viejo relato de la tentación del hombre que es ser como Dios: cada uno sabe después qué fruta prohibida consume, que torre de babel indebida levanta o ante qué becerros de oro de falsos dioses se postra, pero cada persona y cada generación ha descrito su particular tentación de ser como Dios. Y siempre que se da esta posición desplazadora de Dios en nuestra vida, no sólo Él queda al margen, sino que también el prójimo se percibe como extraño o rival, y la misma vida se torna hostil y lacerante, teniendo que trabajarla con sudor o parirla con dolor. Son las tres heridas que se facturan en esa vieja pretensión de querer ser como Dios.

Aquella belleza y bondad, quedaron trucadas y truncadas por un pecado de origen cuando el hombre porfió al mismo Dios queriendo ser como Él, como colega que mercadea, en vez de hijo que agradece. Ante la belleza manchada y la bondad envilecida, Dios no se fue a otra galaxia para probar mejor suerte con otras criaturas debidas a sus manos creadoras, sino que se quedó con nosotros reconstruyendo nuestra historia. Hoy celebramos que ha habido alguien, que por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien.

Acabamos de escuchar en el Evangelio (cf. Lc 1,26-38) cómo los imposibles pueden hacerse posibles. No se trata de un juego de azar. Lo imposible es posible cuando no queremos ser como Dios. ¿Qué significa en este momento hablar de imposibilidades? La lista se haría tan enojosa como prolija de las muchas cosas que nos desafían imponiéndonos su rostro más severo en donde quedan acorraladas la esperanza y la dicha, esas que en otros momentos parecían claras y definitivas. Caducan las promesas que se levantan en falsas expectativas, se rompen los acuerdos que se firmaron con la seriedad de un pacto verdadero, y parece que todo salta por los aires cuando aún nos queda aire y algo por lo que saltar.

Todos tenemos un sinfín de imposibilidades, todos tenemos algo que no llegamos a controlar hasta el fondo, algo en lo que nos sabemos y somos en verdad pobres y pequeños. Podemos desesperarnos hasta la rebeldía, o resignarnos hasta la pasividad, pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda del todo y enseguida. Importa únicamente que yo me deje guiar por el Señor, acogiendo su plan sobre mí.

La Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de la cosa pública, aunque haya violencia que no sepamos de verdad erradicar en las mil guerras y terrores, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, aunque tengamos tantos “aunques” que nos delatan y entristecen, hay alguien que nos señala un camino diverso. La Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que se hizo en María verdad y belleza, historia por la que la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos renunciar.

La Palabra que se hará carne en su carne inmaculada encontró en María el espacio para venir a ser humanamente. En ella la Palabra se hizo voz, y su mensaje nos abrazó para sacarnos de la condena que provocó el pecado original y originante. Esa misma Palabra quiere también encontrar nuestros oídos y labios, los que coinciden con nuestra biografía, para poder hablarnos y desde nosotros hablar. Mirando a la Inmaculada decimos nuestro sí, pidiendo como ella que se haga vida la eterna Palabra en la pequeñez de nuestra cristiana biografía. Así vivimos este itinerario creyente del adviento camino de la Navidad que nos aguarda.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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