Homilía en la fiesta de Navidad 2022

Publicado el 29/12/2022
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Andamos todos en estos días con la guisa festiva a la que nos emplaza la Navidad. Nuestras calles y plazas lucen radiantes los motivos de nuestra celebración navideña, y las gentes vienen y van con desenfado con holganza y algazara aprovechando el pretexto como si todo aquello que nos acorrala y entristece pudiera ponerse en tregua.

Sí, hay una tregua en el corazón para proclamar un alto al fuego en las muchas cosas que nos encorvan, que nos distancian y envilecen. Ayer en el Centro Penitenciario de Villabona estuve toda la mañana. No es fácil acudir a esa cita severa que no me pierdo jamás si lo permiten las pandemias. Digo que no es fácil porque la Navidad entre rejas es un encuentro brusco de contrastes. Lo vi en los ojos de aquellas presas y aquellos presos que por un instante dejaban aflorar el niño que fueron, el que siguen llevando dentro con una esperanza que es incensurable y rebelde, y reclama la pasión de bondad y belleza para las que hemos nacido, aunque la bondad se envileciera o la belleza se manchase. Pero la Navidad venía a poner el horizonte en sus vidas maltrechas y sufridas, por haber cometido acciones que han hecho daño y provocado sufrimiento a ellos mismos y a tanta gente. Y sin embargo, siguen soñando que es posible volver a empezar dejando atrás sus peores pesadillas. La Navidad se lo recuerda. Ellos entre lágrimas lo cantaban.

Pero hay otra tregua que no acontece entre las paredes de una cárcel, y es la que a nosotros nos provoca también la esperanza cuando vemos que hay tantos motivos para la incertidumbre, para la duda, para el miedo. Las guerras que no acaban y que parece que nadie quiere reconciliarlas; las precariedades que nos asolan con un encarecimiento de tantas cosas impagables; el desencanto ante políticas mentirosas que sólo desean seguir en las poltronas del poder sin buscar el bien y la verdad, la paz y la justicia que necesitan las personas y los pueblos.

La Navidad pone una nota de tregua en estos mundos nuestros porque esta fiesta cristiana lleva dos mil años anunciando una buena noticia inesperada e inmerecida, que es la que un pequeño bebé, Dios nacido como hombre, viene a contradecir la maldad que nos pervierte, la violencia que nos enfrenta, la mentira que nos hace falaces, la injusticia que nos enajena y destruye. La Navidad es la historia más bella que Dios mismo escribió en medio de nuestros más torcidos renglones. Por eso la estrenamos cada año, la esperamos con discreta ansiedad como quien necesita que llegue de nuevo y podamos nuevamente dejarla entrar.

Hemos escuchado en el Evangelio ese prólogo de San Juan: “vino la luz al mundo y las tinieblas no la recibieron”. Esto es lo que hizo cabalmente Jesús: no vino Él para pelearse con la oscuridad sino para encenderse en medio de ella, y con su luz disipar toda penumbra devolviendo los colores a la vida y dibujando el horizonte de la esperanza.

Estamos recordando un acontecimiento que sucedió hace dos mil años. Pongamos la denominación de origen al sentido y significado de lo que estamos celebrando. No vaya a ser que hagamos fiesta y nos intercambiemos holganzas y regalos, sin que Jesús sea el festejado, como si estuviésemos celebrando un cumpleaños sin el que propiamente sopla las velas por su aniversario que es el Señor. Por Él hacemos la fiesta que hacemos, no una especie de gran tregua que no tenga nombre sino sólo conveniencia amañada para darnos un respiro en la historia irrespirable con la que nos ahogamos sin esperanza. Todo sucedió hace dos mil años.

Fue una aurora con pastores desvelados que acudían a una cita jamás imaginada. Ellos eran los excluidos de todo y de todos. Su trabajo era considerado pobre y sin derechos y no formaban parte de la sociedad, aunque esta los necesitase. Pero fueron ellos los escogidos para la primicia de aquella noticia: hoy os ha nacido en Belén un Salvador. Bajaban aquellos zagales, con pellizas y zurrón, de sus arrinconadas majadas beleneras sin salir de su asombrado asombro. Traían carita de susto por cuanto les dijeron aquellos mensajeros intempestivos que como ángeles de Dios les anunciaron la Buena Noticia. Y llegaron a aquel portal que era un establo, no una casa solariega, no un palacio ni un castillo. Era sólo eso: un sencillo establo al uso que se les brindó a quienes en Belén de Judá no encontraron posada. Una Belén atestada por el cumplimiento de un edicto que puso a todo el Imperio en danza de empadronamiento, no tenía un rincón para aquellos jóvenes enamorados que traían embarazado a quien nos permitiría una vida nueva como ni siquiera imaginábamos.

Aquellos pastores pudieron ver la escena tremendamente sorprendente. Una jovencísima mujer que arrullaba a su pequeño en sus brazos, que le amamantaba en un gesto increíble: Dios dependía de aquellos senos maternales que le nutrían. Un hombre joven a su lado aportando seguridad, fidelidad, docilidad y respeto discreto. Y en el medio de toda la escena… un sencillo bebé. ¡Qué imaginación tuvo Dios para venir así a nuestro encuentro dando cumplimiento a la espera de siglos antes que sucediera y de cuanto sucedió después! Jean Paul Sartre lo cuenta en una obrita de teatro que escribió en la cárcel para escenificar la Navidad con sus compañeros presos. En un momento dado pone en los labios de María un asombro lleno de ternura, cuando la doncella y joven mamá mirando a su hijo se decía en sus adentros: “me produce asombro este pequeño, porque es Dios y se me parece. Sus ojos son como los míos, igual que la comisura de sus labios. Le veo dormir y me hundo en un estupor que me sobrecoge: es Dios, y se me parece”.

Fuera, aparentemente todo seguía igual, sin que nadie hubiera percibido la novedad de toda la historia jamás contada y ocurrida. Como sucede igualmente en nuestro mundo con todos sus desafíos y contradicciones, que sigue ignorante y al margen de lo que estamos celebrando. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de aquella noche dos mil años después. Lo somos en medio de nuestros apagones tiriteros, nuestros fríos gélidos y nuestro nervioso estrés. Vino Dios entonces, viene ahora y vendrá después, poniendo su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz serena en nuestra alma y nuestra agenda. Es la Navidad cristiana.

Las cosas siguen su curso con un calendario diferente, ignorante de lo que entonces sucedió y sigue sucediendo. Nada que ver con las guerras en curso, las pretensiones mentirosas de quienes hacen leyes contra la vida, contra la convivencia buscando a toda costa seguir en su poder. Pero los pobres de todos los rostros siguen acudiendo con sus preguntas y precariedades hasta ese misterio frágil e inocente, que tiene como respuesta divina un pequeño bebé que no sabía ni hablar ni andar todavía. Hay que dejarlo crecer, para que Él me dirija su Palabra y caminando frecuente también mis andurriales

Ese Niño nos dirá su Palabra que no engaña, y nos paseará su verdad que despierta la esperanza. Vale la pena recordar su Nacimiento siempre y cuando luego le dejemos crecer en nosotros y entre nosotros. Esta es la historia cristiana, esta es siempre nuestra Navidad celebrada con sentido y significado gozoso y cierto. Como decía Charles Péguy, “Él está aquí como el primer día. Es la misma historia, exactamente la misma, eternamente la misma, que sucedió en aquel tiempo y en aquel país y que sucede todos los días”. Así lo celebramos con inmensa gratitud y con una renovada esperanza en esta nueva Navidad que nos vuelve a proponer aquel viejo mensaje que siendo el mismo, no se repite jamás y por eso nos sabe a nuevo, a estreno de cuanto añoramos y Dios nos da.

El poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer anotaba en uno de sus más hermosos poemas esa indomable pasión divina que siempre me espera para darme siempre una oportunidad:

 

Amor Eterno

Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
Como un débil cristal.
¡todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.

(Gustavo Adolfo Bécquer)

 

Queridos hermanos y amigos, es Navidad. Dejemos que la Luz que Dios encendió en Belén siga iluminando nuestros pasos. Que la Virgen santa nos meta en su asombro y con San José seamos custodios del regalo que el Señor nos da. Feliz Navidad.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
25 diciembre de 2022

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