Homilía en la fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote

Publicado el 23/05/2024
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Bodas jubilares de los sacerdotes ordenados en 1974 y 1999

Es una hermosa fiesta que tiene una relación directa con el ministerio sacerdotal al que hemos sido llamados muchos de nosotros. Sólo hay un sacerdote de la nueva Alianza, que es Jesús el Señor. Y a ese sacerdocio nos ha querido vincular Él con esta preciosa e inmerecida vocación. Somos sus brazos que nuestras pequeñas manos alargan repartiendo sus dones. Somos sus labios que nuestra boca se abre para pronunciar sus palabras, somos su pálpito que nuestro corazón late en el amor al Padre y la entrega a nuestros hermanos confiados. Un solo sacerdocio con tantas manos, tantos labios y tantos corazones que han ido prolongando en el tiempo y todos sus avatares aquella entrega del Señor. Los hambrientos de entonces, hoy necesitan ser saciados de otro modo. Los ciegos de aquella época sufren la oscuridad de los que hoy no ven lo bello y verdadero. Los cojos y tullidos del tiempo de Jesús, adolecen en nuestros días otro tipo de cojeras y parálisis. Y así podríamos ver a los Nicodemos que buscan en la noche, a las Magdalenas que quieren volver a empezar su vida nueva, los Zaqueos que esperan un encuentro que les cambie por entero sus trampas y mentiras, los Dimas que en el último momento reciben el abrazo que les adentre en el paraíso.

El sacerdocio de Jesús ha tenido esos nombres concretos que se suman a los de sus propios discípulos llamados tan gratuitamente, ha acariciado esas soledades en la intemperie de tantos desamparos, ha enjugado esos llantos por la dureza de la vida, ha jugado con la alegría de los niños en la plaza, ha levantado de la postración del error a los pecadores que le reconocieron como al Salvador de sus derivas y pecados. Este fue el sacerdocio de Jesús. El nuestro está unido de modo inmenso a ministerio de salvación.

No somos suplentes, no somos secundarios actores de reparto. Hemos sido llamados por nuestro nombre, en aquella edad de nuestros años cuando por primera vez atisbamos entre dudas y corazonadas que este sería nuestro camino. Lo que nos ha dicho el profeta Jeremías en la primera lectura tiene que ver en el misterio de nuestra llamada personal en la Iglesia: “pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 33). Todas nuestras fibras, nuestras huellas dactilares, nuestros ensueños y sonrisas, nuestras lágrimas y cansancios, han tenido como trasfondo esta dulce escritura en el corazón: ahí Dios quiso darnos las tablas de la vida, mucho más que hiciera con Moisés sobre las de piedra en el monte Sinaí. Es el corazón donde el Señor escribió nuestro destino, donde nos asignó nuestra misión, donde nos hermanó con quienes nos han acompañado y a los que nosotros hemos podido acompañar.

El primer día de los ácimos en la pascua judía de aquel año, Jesús quiso transformarla en una cena postrera de confidencias amorosas, de plegarias confiadas, de transmisión de su encomienda a los que llamó y formó durante aquellos tres años de seminario especial con el Maestro único, con el Sacerdote sumo y eterno. Y allí les confió sacramentalmente lo que nosotros repetimos en cada Eucaristía: “tomad, esto es mi cuerpo; esta es mi sangre de la alianza derramada por muchos”. Es lo más grande que hacemos en nuestro sacerdocio, pero no es lo único. Como Jesús hizo tantas otras cosas, dijo tantas otras palabras, realizó tantos otros signos. Así también nuestro ministerio tiene junto a este “tomad y comed, tomad y bebed” de cada Eucaristía, otra serie de momentos con sus palabras y sus gestos: cada vez que acogemos a las personas que llaman a nuestra puerta, o cuando organizamos las diversas actividades de nuestras comunidades y parroquias, o al perdonar los pecados, o cuando preparamos las catequesis, o al presidir celebraciones matrimoniales, o al ungir con el bálsamo a los enfermos, o al despedir a los hermanos que fallecen.

He repasado los nombres de los sacerdotes que hoy celebran en este encuentro de nuestro Presbiterio diocesano, sus veinticinco o cincuenta años de ministerio. Los sacerdotes diocesanos José Manuel y Miguel Ángel Coviella, José Ramón Garcés, José Luis López, Manuel Robles, César Rodríguez y el P. Manuel Úbeda, CP. En aquel 1974 yo no estaba todavía en el Seminario. Seguía mis andanzas laborales deshojando la margarita vocacional. Año en el que políticamente se agotaba un modo de gobernanza, se anhelaba un cambio que resultó imparable, mientras que eclesialmente se avanzaba entre luces y sombras, esperanzas y sobresaltos por el camino apuntado por el Concilio Vaticano II con todo lo que supuso aquel momento de largos horizontes en lo social y en lo cristiano también en nuestros lares.

Los que celebráis las bodas de plata también tuvisteis vuestra encrucijada memorable. Allí estabais los curas diocesanos Alfonso Abel, Alfredo de Diego, Andrés Fernández, José Manuel García, Arturo García y el P. Rodrigo Sevillano, CP. Era un 1999 en el que concluíamos siglo y milenio, y fue ocasión para grandes remembranzas y un sereno examen de conciencia de los logros o fracasos que igualmente en lo político y eclesial podíamos ya evaluar con los varios lustros vividos entre momentos apasionantes y otros que nos pudieron defraudar.

En esa coyuntura 50 o 25 años atrás, comenzabais vuestra andadura ministerial todos vosotros. Los primeros destinos, las primeras incertidumbres, los primeros logros, las primeras contrariedades. ¡Cuántos momentos vinculados a nombres de personas, a circunstancias diversas con todo su acopio de ayuda acompañada o de desgaste en soledad! No hace mucho hablaba con un joven sacerdote de nuestra diócesis. En su poco tiempo de ministerio ya acusaba la diferencia grande entre la protección del seminario donde fue nutriendo sus ganas y sus ensueños, y la realidad desprotegida de una intemperie humana y pastoral donde aparecen los cansancios y las incipientes pesadillas. Yo le hablaba del “cambio climático” (del verdadero) que se da en cada biografía humana y sacerdotal, porque son muchos los humores, los amores, las penumbras y las luminarias, los sofocones y las tiriteras, las bonanzas y las sequedades con que hemos ido escribiendo esta hermosa historia humana y sacerdotal en cincuenta o veinticinco años. Hay un cambio de clima que es el de la misma vida con todos sus factores y resortes, cuando experimentamos de tantos modos los inviernos con sus rigores escuálidos, las primaveras que rompen en la flor vivaracha, los estíos que nos agostan con su holganza y los otoños que nos dejan en el misterio de su recogida nostalgia.

No podemos aspirar a ser el eterno seminarista que nunca estrena responsablemente la encomienda recibida en la ordenación sacerdotal. No podemos tampoco dilapidar todo cuanto de bueno se nos ha dado de mil modos para afrontar nuestra llamada. Por eso es la gratitud serena y humilde la que brota del corazón cuando mirando el camino recorrido descubrimos tantas gracias recibidas sin que nos hayan faltado algunos pecados. Pero el resumen tiene siempre sabor a la sabiduría aprendida en la entraña de todo lo que nos ha acontecido en todo este tiempo. Motivos para la alabanza agradecida, motivos para el arrepentimiento sincero, motivos para seguir escribiendo una historia inacabada todavía. Es pertinente el consejo del apóstol Pablo a su discípulo Timoteo: “te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6). Es lo que, en un día como este, especialmente vosotros vais a hacer en esta fiesta de Cristo Sacerdote. Y es lo que hemos pedido en la oración colecta: la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido.

Mi felicitación a todos vosotros, a vuestras familias, feligreses y amigos, a todos cuantos os ayudaron a llegar a aquel momento de la ordenación y a recorrer vuestro camino como sacerdotes. Que María nuestra Santina nos ayude en este santo empeño.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo