Homilía inauguración de la restauración de la Parroquia S. Francisco Javier (La Tenderina – Oviedo)

Publicado el 02/12/2019
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En este domingo con el que comenzamos el año cristiano con el inicio del Adviento, la Iglesia pone en nuestros labios una hermosa palabra: la espera. Y lo celebramos en esta parroquia de San Francisco Javier de la Tenderina que, en el día del reestreno de su Templo, se nos habla de cumplimiento. Son las dos realidades que hoy nos convocan dando razón a nuestra fiesta cristiana: la espera y el cumplimiento.

En primer lugar, la espera. Tal vez la vida se deja caer en un vacío que acaba destruyéndonos cuando con una resignación malsana suelta los brazos porque todo le da lo mismo. Acaso ha entrado en un bucle de repetitiva inercia en donde se deja convencer de que todo es igual, que no hay nada nuevo bajo el sol como decía el sabio (cf. Ecles 1,2), para sumirse en la vanidad de las vanidades cada vez más viejo en todos los sentidos. Y, sin embargo, cuando sin prejuicio nos atrevemos a escuchar de veras el corazón, debemos constatar que el hombre no sabe dejar de esperar, no puede censurar ese grito que pone nombre a nuestra espera. La vida entera nos reclama un cumplimiento que nuestras manos son incapaces de amasar, aunque la insatisfacción cansada nos reproche continuamente el superlativo más allá o el mucho mejor en cuanto tocamos, en lo que alcanza nuestra vista o somos capaces de soñar. Esperamos que suceda algo, que acontezca alguien, que ponga plenitud en el corazón que ha sido creado para un infinito que no sabemos ni colmar ni calmar. Y esta es la historia de los hombres, que describe por doquier en cada época, en cada lugar, el ansia de una plenitud gozosa, humilde, bella y llena de bondad. Otra cosa es el camino que cada generación y cada persona ha recorrido para llegar al encuentro con aquello o aquel que pueda abrazar nuestra humanidad herida de una pregunta que nos reclama una respuesta de verdad. Pero de mil modos y maneras, esperamos siempre que esto siempre acontezca. La palabra acontecimiento indica algo más que un simple suceder. El acontecimiento nos arranca de la rutina cotidiana para gritar­nos que es posible la sorpresa y el estupor. La espera es la letra en las estrofas de la vida, esa que reclama la música que llena nuestro corazón.

En este primer domingo la Palabra de Dios nos describe el adviento hablando de ese doble movimiento que se da en la historia de la salvación, una historia de Dios que ha querido compartir con nosotros sus hijos. En el primer movimiento tiene Dios la iniciativa: es el Dios que vino, que viene y que vendrá, con un continuo abalanzarse a nuestras situaciones. El segundo movimiento se inscribe en el corazón del hombre: la espera y la vigilancia. El Señor que llega, el hombre que le espera con una actitud vigilante. Esto es el adviento cristiano, el que siempre se vuelve a empezar sin cansarnos nunca de hacerlo.

La historia de este tiempo litúrgico habla de los tres advientos: mirando al Señor que ya vino una vez (en el primer adviento, hace 2000 años), nos preparamos a re­cibirle en su última venida (en el tercer adviento, al final de los tiempos), acogiendo al que in­cesantemente llega a nuestro corazón (en este segundo adviento, en nuestro hoy de cada día). Ahí tenemos la conjugación de los verbos de la vida: el pasado, el presente y el futuro, que se concentran en el reconocimiento del que vino, del que volverá, del que siempre está a nuestro lado.

El “no sabéis el día ni la hora” (Mt 24,42) que escuchamos en el Evangelio, no es una encerrona terrible que pretende asustarnos, sino un toque de atención para que cuando Él manifieste su gracia en nuestros corazones podamos sencillamente recono­cerlo. Nuestra vigilan­cia es la respuesta a su venida, justamente lo contrario a esa actitud en la que demasiadas veces estamos instalados: la distracción. El que vive distraído es alguien que ha quedado preso en sus pasados o bloqueado ante sus futuros, pero en cualquier caso incapaz de acoger una novedad presente que acontece, que se hace acontecimiento. Para no vivir distraídos, para poder abrazar una novedad radical, de la que nos habla Isaías en la 1ª lectura, que ponga luz y esperanza en todas nuestras zonas apagadas y cansinas, y que cambie nuestras lanzas en arados y nuestras espadas en podaderas (Is 2,1-5), para eso necesitamos adentrarnos en un nuevo adviento.

No vale una actitud de espera cualquiera, nuestra vigilancia no tiene nada de pa­siva. Por eso nos dice San Pablo en la 2ª lectura que hay que despertar (Rom 13,11) de todas nuestras pesantes pesadillas que achatan y asfixian nuestra esperanza. La vigi­lancia es vivir despiertos, porque la salvación está más cerca que cuando comenzamos a creer. Y esta vigilancia espabilada, consiste en quitarse los disfraces que ocultan y des­figuran la belleza de nuestra vida, para revestirnos de esa Luz (Rom 13,12-13) que hace más trasparente la belleza que en nosotros trasluce a quien nos hizo y redimió.

Sin duda que necesitamos que acontezca la eterna novedad del Señor en las venas de nuestra vida. Hay demasiadas pesadillas en nuestro mundo planetario de las que despertar, demasiadas rutinas que cansan y agotan, demasiadas necesidades en nues­tro corazón y en la sociedad de que Alguien que ya vino y que vendrá, venga ahora también para encendernos la luz, una Luz que no se apague, que nos alumbre sin deslumbrarnos, y para cambiar todas nuestras maldiciones y enconos en ternura y bendición.

A esto se nos llama y para esto se nos quiere preparar en estas semanas que ahora empiezan poniendo en nuestros labios una vez más, pero con sabor a estreno, el canto de los santos que reconocieron el acontecimiento que Dios les ofrecía. Ellos supieron poner nombre a su espera: ¡Ven Señor, ven y no tardes ya! Este sería igualmente nuestro grito, o nuestra plegaria, o las dos cosas. La espera no cambia, el acontecimiento de Dios que se hace hombre tampoco. Sólo cambiamos nosotros que, con el paso de los días y el secreto de cada circunstancia, somos invitados a reestrenar lo que Dios nos dice y lo que nos regala. Este es el Acontecimiento que jamás caduca ni se gasta. Dichoso quien sin censura ninguna se atreve a esperarlo como la vez primera.

Pero aquí en la Tenderina, en este primer domingo de Adviento, no sólo hablamos de la espera cristiana que dulcemente nos embarga, sino de un cumplimiento diverso al poder bendecir este nuevo templo, o mejor, esta parroquia renovada. Fue lo primero que yo me encontré al llegar a la Diócesis de Oviedo como Arzobispo, hace ahora 9 años: el hecho de que era necesario abordar una ampliación y una renovación del templo parroquial en San Francisco Javier de la Tenderina.

Han pasado todos estos años de empeño, de esfuerzo, de muchos sueños ilusionados, sin que hayan faltado algunos sobresaltos de fugaces pesadillas. Es de agradecer la labor comprometida de D. Alberto Reigada y D. Luis Ricardo Fernández, que con la inestimable colaboración de toda esta comunidad cristiana han mantenido viva la llama de la esperanza para poder ver colmada la obra que con alegría esta mañana estamos bendiciendo. Serían muchos los nombres que como técnicos y trabajadores han intervenido en este proyecto, pero a todos ellos les agradecemos sin mencionarlos ahora, su buena labor tan felizmente realizada. Y también las instituciones que han aportado su grano de arena o su montaña, para que llegara este proyecto a feliz término. Desde nuestra Administración diocesana hasta el Ayuntamiento de Oviedo y algunas entidades financieras, además de la generosidad en tantos sentidos de esta comunidad parroquial. Gracias también a la Hermandad de la cofradía de Los Estudiantes, tan cercanos a esta parroquia, por haber cedido sus espacios en los últimos meses para celebrar la S.Misa.

Desde aquella escena que nos relata el viejo Génesis, cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, el hombre y la mujer iniciaron un interminable éxodo que los ha llevado al retortero de aquí para allá. Venimos de tantas intemperies, y necesitamos el abrigo acogedor, el rincón familiar, el hogar verdadero en donde nuestra vida sea de veras acompañada y protegida. Y así, el evangelio nos enseña a mirar este hermoso nuevo templo con la actitud auténticamente cristiana, como cuando aquellos primeros discípulos, Juan y Andrés, le dijeron a Jesús: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 35). Ellos fueron y Jesús les abrió su casa, y allí se quedaron. Juan anotará la hora de ese encuentro cuando sea un anciano de 90 años, y dirá que todo comenzó en el umbral de aquella casa de puertas abiertas, que se abrió un día a las 4 de la tarde.

Siempre hay una primera vez en todas las cosas, que cuando se trata de algo particularmente determinante de nuestra vida, no se olvida jamás. Esto vale en toda historia de amor, de amor histórico, real, datable. Es sin duda alguna una de las más estremecedoras escenas: el encuentro de Jesús con sus dos primeros discípulos no en el desierto de sus descampados, ni en la foresta impenetrable, ni en los mares con sus tormentas, sino en su casa encendida y abierta para siempre, en aquel hogar acogedor y entrañable.

Este es el significado de una iglesia parroquial: se lugar de encuentro con Dios junto a los hermanos que Él nos da. Aquí le damos gloria al Señor con nuestras plegarias y cantos. Aquí Él nos proclama su Palabra y nos sostiene con sus sacramentos. Aquí venimos a honrar a María y a los santos como San Francisco Javier, aquí ellos nos bendicen con la discreción de quien sin suplirnos en la vida nos acompañan. Aquí ofrecemos la catequesis a nuestros pequeños y jóvenes, a nuestros adultos y ancianos, cada cual con su edad y sus preguntas y necesidades. Aquí recibimos con caridad cristiana a los que vienen con sus penurias precarias y sus heridas sangrantes. Aquí hacemos barrio, aportando diálogo, encuentro y construyendo puentes en lugar de levantar murallas, como nos recuerda el papa Francisco. Esta es la comunidad cristiana que tiene domicilio en medio de la trama de un rincón de nuestra bella y señorial ciudad de Oviedo, en esta Tenderina popular tan querida por todos nosotros.

¿Qué niños serán aquí bautizados, cuáles comulgarán a Jesús por primera vez, qué jóvenes confirmarán su fe con el Espíritu Santo, qué enamorados pondrán al sol de Dios el amor de sus corazones al casarse, a quiénes vendremos a despedir pidiendo por su eterno descanso hasta el cielo…? Es la historia de esta casa encendida desde hoy, en la nueva instalación de los espacios parroquiales de la Tenderina. Es la historia que tiene lo original de nuestros nombres, la edad de nuestros años, la ilusión de nuestros sueños, las lágrimas de nuestros llantos y el canto de nuestras sonrisas. Y aquí, Dios nos acoge como buen Padre, su Hijo nos abraza como Redentor para hacernos hermanos, el Espíritu Santo nos fortalece hasta hacernos humildes y sabios. Santa María nuestra Madre ejercerá con su dulce intercesión por cada uno de nosotros. Y San Francisco Javier será para todos, la compañía que nos ayudará a ser mejores cristianos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
1 diciembre de 2019
Primer domingo de Adviento

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