Homilía en el Funeral de José Manuel Álvarez (el Peque)

Publicado el 13/01/2023
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Es inevitable en sentimiento de tristeza siempre que hemos de despedirnos de alguien que hemos querido de veras, con el que hemos compartido sueños y proyectos, andanzas y labores, desafíos y pruebas. Pero, lógicamente, hay un adiós especialmente doloroso cuando interrumpe de modo drástico no un domicilio, o un trabajo o una holganza, sino la misma vida. Es la muerte la que nos pone en el quicio más extremo de tener que abordar con todas nuestras preguntas que nos dejan pobres, con las dudas que pueden morder, con la amalgama de sentimientos encontrados que no siempre acertamos a colocarlos debidamente desde la fe.

Una muerte nos desbarata tantas cosas, como vaciándolas de lo que hasta ese momento tenía sentido y ponía armonía. Mucho me impresionó lo que escribió Javier Marías en su libro sobre los enamoramientos ante el hecho de la muerte de un ser cercano:

«Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán…; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final… Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: “¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión”».

Así se entiende el desgarro lleno de vacío que algunos poetas han sido capaces de expresar poniendo letra a nuestro llanto, cuando la música callada no sabe sino sólo llorar, como nos sucede a nosotros al entrar esta tarde esta iglesia parroquial, o como nos pasa cuando no sabiendo expresar la tristeza que nos embarga quisiéramos abrazar a quien estamos despidiendo con un sencillo aplauso como hemos hecho hace un momento ofreciendo la ovación humilde como reconocimiento de gratitud por tanto. Así lo expresaban también esos versos del poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer en un adiós similar:

 

Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos;
taparon su cara
con un blanco lienzo;
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron…

 

Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

 

 

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

(G.A. Bécquer, Rima LXXIII)

 

La soledad de un difunto y nuestra misma soledad huérfana de su compañía, es algo que tantas veces hemos vivido. Yo lo he vivido al despedir a mis padres, a tantos amigos y hermanos inolvidables. Pero aun entendiendo estas expresiones de humana tristeza ante la muerte de un amigo, de un familiar, de alguien cercano que ha sido un regalo en tu vida, no es lo que me ofreció José Manuel en nuestro último encuentro. Rompió, por así decir, el dramatismo comprensible de tamaña despedida, para situarse en un horizonte que me sorprendió por su calidad humana y por su hondura creyente.

Jesús nos ha dicho en el evangelio que nuestra vida es una siembra. Como se siembra un grano de trino que se hace espiga, y la espiga pan partido y tierno. La historia de cada uno de nosotros es una suerte de sementera por donde vamos pasando con el paso de los años allí donde estamos, dejando que Dios ponga su Palabra en nuestros labios y que reparta su gracia con nuestras pequeñas manos. Vamos aprendiendo la lección a sobresaltos, como quien no lo trae todo sabido, y como quien no siempre lo tiene claro, pero para eso se nos da la vida, y para eso el Señor nos bendice con sus dones y pone a nuestro lado a personas buenas que nos acompañan sosteniendo nuestros pasos, corrigiendo nuestras desviaciones, poniendo memoria en nuestros olvidos, y asomándonos a los verdaderos horizontes. Son los ángeles que tienen forma de amigos que nos acompañan en nombre de Dios y nunca nos suplen o sustituyen.

José Manuel fue muy joven a Burundi, incluso como diácono. Luego regresaría a Asturias, y tras varios años trabajando como cura en diversos equipos sacerdotales en nuestra Diócesis de Oviedo, regresará a África para trabajar en la misión que comenzaba en Benín, en Bembereké y Gamia, en donde todavía le recuerdan con mucho afecto y ayer me mandaban mensajes preciosos con sus condolencias llenas de agradecimiento.

Esa impronta misionera que siempre marcó su ministerio sacerdotal, le moverá a tener la actitud de acogida en donde cualquier persona encontraba en él un corazón que escucha dudas y preguntas, que anima a personas zarandeadas por la vida, que venda y sutura las heridas, que abre horizontes de evangelio para que los ojos se asomen desde Cristo con una nueva mirada. Popularmente siempre le llamábamos “el Peque”, quizás para indicar la grandeza de su corazón como tantos hemos tenido ocasión de experimentar en nuestro trato con él.

No es fácil ponerse a descubrir tareas apostólicas de las que no se enseñan en el seminario. Tuvo una sensibilidad especial para con los sordos y aprenderá el lenguaje de signos junto a D. Regino Chiquirrín. Estos hermanos que no tienen la audición, escucharán la palabra de Dios y recibirán el consuelo de su gracia a través del ministerio de un cura que les hacía llegar la cercanía de un Dios que no es mudo ni se hizo fugitivo, sino alguien que tiene palabra y que se hace presente. Son tantos los menesterosos en nuestro mundo, que tienen orejas pero no oyen, o tienen ojos y no ven, boca y no comunican. También a ellos se dirigió el ministerio y la humanidad de José Manuel, encontrando por doquier a tantas personas que hallaron en él al hermano cercano, al sacerdote accesible, al buen compañero en la andanza de la vida tal y como él la encontraba en la calle.

La víspera de su intervención quirúrgica tan grave, me llamó desde la Parroquia de Jove para despedirse y pedirme oraciones. Estaba con un grupo de jóvenes con los que lleno de entusiasmo sereno, era él quien los animaba. Fueron entrañables los saludos cuando todos pudimos hablar desde el teléfono del Peque en manos libres.

Las veces que le visité en la Residencia de la Parroquia de San Pedro, siempre se mostraba animoso y con un espíritu de superación que admiraba ante el deterioro patente que mostraba tras la operación. Pero era más grande su ánimo que sus percances, con las ganas de seguir trabajando por el Reino de Dios, pidiéndome una parroquia en la que poder colaborar. Así fue destinado a esta Parroquia de Sta. Olaya en el mes de septiembre.

El día de Epifanía fui a verle a casa de su hermana en Avilés. Estaba realmente mal físicamente. No lo ocultaba y era consciente de su situación. Agradeció nuestra visita (íbamos el Vicario episcopal de Gijón, J. Angel Pravos y yo). Admirable la atención y delicadeza de sus familiares. Pero José Manuel me dio una última lección.

Hablamos de Benin, a donde tendré que ir en 15 días, y me pidió que saludase a aquella querida gente. Luego hablamos de otras posibilidades misioneras con algún proyecto en lugares de lengua española. Guardo sus consejos. Pero nos centramos en su momento y entonces se puso como más pensativo y queriendo decir algo importante.

Me dijo: en una situación así como la mía, agarrarte a la fe es lo que te permite no desesperarte. La fe es no sólo un modo de ver tu vida entera que tienes atrás con sus luces y sombras, gracias y pecados, sino la vida eterna que tienes delante y que comienza con el encuentro con Jesús. Tengo paz, estoy tranquilo en medio de mis dolores, pero quiero ir hacia ese encuentro sabiendo quien me espera. Jesús y la Virgen me esperan. En ellos pongo mi esperanza. Esta es la verdad última, la verdad única, la que nos salva. Tengo paz y voy contento.

Me recordaban esas palabras conmovedoras lo que el papa Benedicto XVI dejó escrito hace unos meses situándose ante su encuentro con Dios: «tengo muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, y sin embargo me siento feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que padeció por mis deficiencias, y por eso, como juez, es también mi abogado… Ser cristiano me da la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a su pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: “no temas: soy yo” (Apoc. 1, 12-17)».

Un funeral no es un homenaje póstumo, ni tampoco un mal trago por el que hay que pasar en la visita de un tanatorio, sino el recuerdo afectuoso y agradecido de alguien que hemos querido, las oraciones por su eterno descanso poniendo ante Dios su vida con sus aciertos y fallos, sus gracias y pecados, y con la bondad hecha servicio hacia las personas que fue encontrando en su vida de entrega sacerdotal y humana.

Descanse en paz este querido hermano. Que desde el compás de espera que para él se abre junto a Dios, nos siga acompañando hasta que Jesús resucitado vuelva. Que nuestra Santina le arrope con su manto y él no deje de acompañarnos también.

 

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Parroquia de Sta. Olaya
13 enero de 2023

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