Homilía en el Funeral de Fr. José Antonio Rodríguez OP

Publicado el 06/09/2023
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Estamos dando comienzo al inicio habitual en nuestras parroquias, comunidades cristianas, centros escolares. Parece que la vida regresa tras un paréntesis de holganza veraniega, para adentrarse en los cauces habituales que damos siempre por supuesto. Pero de pronto suceden cosas que nos desbaratan las agendas, nos sorprenden con sus turbaciones, y nos vienen a recordar que en última instancia la vida no la controlamos nosotros por entero, sino que hay siempre un apéndice que se reserva otro, para poner dirección o determinación en lo que se nos escapa de nuestras manos.

Así nos ha sucedido a tantos de nosotros el domingo pasado. Estábamos en lo nuestro, en lo consabido, en lo que cabía esperar sin aspavientos ni sobresaltos, pero saltó la noticia que fue como un reguero desbordándose de móvil a móvil con la noticia inesperada y siempre indeseada de cuya cita previa nadie tenía conocimiento: algo le ha ocurrido al párroco de Santo Domingo mientras celebraba la misa; sí, se han llevado de urgencia a Fr. José Antonio al hospital y no pinta bien. Parece que es algo del corazón.

Esta fue la alarma, el comentario, el susto, que a todos nos dejó en vilo y honda preocupación. Según se fue verificando el hecho, todos nos pusimos a rezar pidiendo el deseado milagro. En Covadonga, donde celebramos la novena a la Santina, le pedimos a la Virgen precisamente eso, y teníamos presente a Fr. José Antonio, a sus hermanos de Orden y de la familia dominica, a sus familiares, a sus feligreses de la Parroquia de Santo Domingo, a los cofrades del Nazareno, a las religiosas del Santo Ángel, a tanta gente que nos hacíamos las mismas preguntas ante algo que nos dejaba sin aliento en nuestro llanto y silencio.

Todo cuanto en estos días nos puede embargar con los comentarios de la actualidad tan bronca y escurridiza, tan llena de frivolidad amañada en las mentiras, tan repleta de porfías tramposas, de ansias de poder y de un sinfín de zancadillas, queda completamente apartado ante la noticia de tener que despedir a un ser querido que sin previo aviso emprende viaje dejándonos más solos que cuando gozábamos de su compañía. Sí, todo se recoloca en su humilde lugar cuando las cosas importantes señalan la pauta, enmiendan la plana y te liberan de la hojarasca que nos embosca y enreda en la maraña cotidiana.

Es inevitable el sentimiento de tristeza siempre que hemos de despedirnos de alguien que hemos querido de veras, con el que hemos compartido sueños y proyectos, andanzas y labores, desafíos y pruebas. Pero, lógicamente, hay un adiós especialmente doloroso cuando interrumpe de modo drástico no un domicilio, o un trabajo o una holganza, sino la misma vida. Es la muerte la que nos pone en el quicio más extremo de tener que abordar con todas nuestras preguntas que nos dejan pobres, con las dudas que pueden morder nuestras certezas, con la amalgama de sentimientos encontrados que no siempre acertamos a colocarlos debidamente desde la fe.

Una muerte nos desbarata tantas cosas, como vaciándolas de lo que hasta ese momento tenía sentido y ponía armonía. Mucho me impresionó lo que escribió Javier Marías en su libro sobre los enamoramientos ante el hecho de la muerte de un ser cercano:

«Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más…; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final… Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: “¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión”».

Así se entiende el desgarro lleno de vacío que algunos poetas han sido capaces de expresar poniendo letra a nuestro llanto, cuando la música callada no sabe sino sólo llorar, como nos sucede a nosotros al entrar esta mañana en esta iglesia parroquial, o como nos pasa cuando no sabiendo expresar la tristeza que nos embarga quisiéramos abrazar a quien estamos despidiendo con un sencillo silencio como el humilde reconocimiento creyente de gratitud. Pero aun entendiendo estas expresiones de humana tristeza ante la muerte de un amigo, de un familiar, de alguien cercano que ha sido un regalo en tu vida, no es lo que celebramos los cristianos cuando nos disponemos a una misa de exequias y funeral.

Hay una esperanza que nos señala la casa que nos aguarda en el cielo, como nos ha recordado San Pablo en la primera lectura. Porque nos sabemos peregrinos de una tierra en la que nuestros pasos caminan a diario en dirección a ese destino. No creemos en la longevidad de una vida larga y bien pagada, sino en la eternidad de una vida que no acaba y que nos aguarda. En ese mañana eterno gozaremos para siempre junto a Dios, junto a María y todos los santos, junto a nuestros amigos y hermanos. Así lo reclama el corazón como anhelo verdadero y así se nos prometió por quien con su resurrección nos abrió las puertas del cielo.

Pero, efectivamente, no sabemos ni el día ni la hora, como nos ha dicho Jesús en el Evangelio. Damos por supuestas tantas cosas, y lo cierto es que nuestra vida está escrita en el libro de la vida con todas sus fechas, con todos sus avatares y circunstancias, y sólo Dios conoce el cuándo, el cómo y el dónde de nuestro encuentro con El para el que nacimos. No es el secreto del gendarme que nos quiere sorprender en renuncio para ponernos la multa fatal, sino la discreción del padre que no deja de asomarse cada mañana mientras nosotros con mayor o menor diligencia vamos regresando a su casa tras tantos tropiezos, devaneos y aventuras en nuestras distracciones pródigas. Al final, la palabra última se la reserva Dios, y tiene forma de abrazo, como introito a la fiesta que un padre bueno prepara para celebrar que ha llegado un hijo al hogar para el que había nacido.

Hace poco leía unas palabras conmovedoras que el papa Benedicto XVI dejó escritas meses antes de su muerte situándose ante su encuentro con Dios: «tengo muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, y sin embargo me siento feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que padeció por mis deficiencias, y por eso, como juez, es también mi abogado… Ser cristiano me da la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a sus pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: “no temas: soy yo” (Apoc. 1, 12-17)». Preciosas palabras de un papa sabio y bueno. Ese “no temas: soy yo”, escenifica también el encuentro entre Dios y nuestro querido Fr. José Antonio; el encuentro entre un hijo y su padre, el encuentro con ese Dios que nos hizo sus amigos y hermanos.

Un funeral no es un homenaje póstumo, ni tampoco un mal trago por el que hay que pasar, sino el recuerdo afectuoso y agradecido de alguien que hemos querido, las oraciones por su eterno descanso poniendo ante Dios su vida con sus aciertos y fallos, sus gracias y pecados, y con la bondad hecha servicio hacia las personas que fue encontrando en su vida de entrega sacerdotal y humana como buen hijo de Santo Domingo.

La vida es un rosario con todas las cuentas de sus misterios: las dolorosas, las luminosas, las gozosas y las gloriosas. Al final de nuestra andadura, sólo quedan cuentas de gloria por el triunfo de Jesús sobre su muerte y la nuestra con su resurrección. Así lo pedimos por Fr. José Antonio. Siempre me recibía a la puerta del convento y me recordaba al darme el abrazo, el que se dieron nuestros padres Santo Domingo y San Francisco, como queda recogida en la inmensa mayoría de nuestras iglesias dominicas o franciscanas. Ese abrazo se interrumpe entre Fr. José Antonio y su amigo el arzobispo Fr. Jesús, y pido la gracia de retomarlo cuando llegue el momento de volvernos a encontrar en ese cielo que ahora abre sus puertas de antesala para quien antes llegó.

Descanse en paz este querido hermano. Que desde el compás de espera que para él se abre junto a Dios, nos siga acompañando hasta que Jesús resucitado vuelva. Que nuestra Santina le arrope con su manto y él no deje de acompañarnos también en nuestros tramos inacabados, como una última predicación de este dominico entrañable.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Parroquia de Sta. Domingo de Guzmán
Oviedo, 6 septiembre de 2023

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