Homilía en el Domingo de Ramos

Publicado el 14/04/2019
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Da comienzo la semana grande de los cristianos, Semana Santa por lo que en ella rememoramos. Las campanas al viento nos han convocado esta mañana para asistir con los ramos a una procesión emblemática. Entra Jesús montado en una borriquilla humilde, no en un corcel de victorias. Y la gente espontáneamente le alfombra su llegada poniendo sus mantos y ramos por el suelo engalanando festiva aquella calzada.

Desde la cruz gritó Jesús mirando a su último escrache, que no sabían lo que hacían mientras pedía perdón por ellos al Padre Dios. Desde la borriquilla, tal vez, también dijo algo semejante: que no sabían lo que decían aquellos que prorrumpieron en cantos con los salmos de alabanza para dar el parabién y la bienvenida a quien como bendito venía en el nombre del Señor. Sí, no sabían lo que decían. Aunque lo que decían era tan infinitamente cierto.

La entrada en la ciudad santa, en aquella Jerusalén en fiesta, tuvo ese momento de gloria. Entrada triunfal se dice en los textos. Podemos imaginarnos la cara de sorpresa y contento que llevaría la comitiva del Maestro como si fuera una comparsa en campaña electoral que va de lleno en lleno paseando a su líder tan aparentemente triunfante. Pero aquella sobredosis de optimismo triunfalista no tenía el mismo reflejo en los adentros de Jesús, que bien sabía lo que tras aquella entrada triunfal le aguardaba en la última semana de su vida.

Los “hosannas” se trasformarán en los “crucifícalo”, y las vías alfombradas de mantos preciosos y ramos frondosos, se trocarán en vías dolorosas, mantos ensangrentados y cruces que arrastrar como podía. Este fue el oído que Dios le abrió a Jesús, como ha dicho la primera lectura del profeta Isaías. Y Jesús entonces oyó algo más que una alabanza que con cantos de triunfo entraba así en la ciudad santa, sino que también oyó lo que se le avecinaba, y él no se resistió ni se echó atrás, sino que fue preparando su espalda a los que le golpearán, las mejillas a los que mesarán su barba, sin esconder su rostro a los ultrajes y salivazos que llegarían.

El profeta nos desliza la actitud de fe y abandono en Dios que ese Hijo bienamado tendría ante todo lo que se sobrevendría tras la entrada en Jerusalén: el Señor Dios le ayudaría hasta llegar a no sentir los ultrajes tantos que deberá soportar; y le permitirá endurecer como pedernal ese rostro ensangrentado, con la certeza de que no quedaría defraudado.

Hemos escuchado después la Pasión de Jesús según el relato de San Lucas. Es un libreto conocido que narra un drama. No es comedia burlona ni tragedia maldita, sino tal sólo un drama en el que un inocente paga por todos los que teníamos nuestra culpa. Vale la pena leer ese relato buscándonos a nosotros ahí dentro, porque cada uno de nosotros estaba allí de tantos modos. Estamos ante el conmovedor relato de lo que ha costado nuestra redención. Los creyentes no encaramos esta narración como un sumario judicial ajeno a nosotros, pues sabemos que en ese drama está la respuesta de amor extremo de parte de Dios. Nuestra felicidad, la posibilidad de ser hombres hermanos, el acceso a la luz y a la gracia que nos hace hijos en el Hijo, han tenido un precio: Él ha pagado por nosotros. Deberíamos hacer el esfuerzo de situarnos en el escenario donde se desarrolla ese drama, pues es el nuestro propio, en donde Dios en su Hijo nos hará la suprema declaración de amor, obteniéndonos para siempre la condición de hijos ante Él y haciéndonos hermanos entre nosotros.

Es el estupor que experimentaba la mística franciscana Angela de Foligno al contemplar la Pasión: “Tú no me has amado en broma”; o el realismo con el que Pablo agradecerá la donación de su Señor: «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2, 20). Sin este realismo que personaliza, estaríamos como espectadores ausentes que a lo sumo siguen el desarrollo del proceso de Dios, desde la butaca de la lástima o de la indiferencia como si fuésemos vulgares turistas de unas procesiones que no tienen nada que ver con lo que late en nuestro corazón. Pero hemos de decir con una confesión de infinita gratitud: yo estaba allí, todo aquello que Jesús hizo, dijo y sufrió… fue por mí.

De entre las muchas escenas a contemplar detenidamente, nos fijamos en la figura de Pilato. Tremenda su responsabilidad de tener que juzgar al más inocente, a quien era la Verdad y la misma Justicia. Pilato no juzgó mirando a Jesús sino a los sumos sacerdotes judíos, a la multitud crispada y manipulada, al César del Imperio. Todos los flancos posibles que pueden hacer peligrar su pretensión de poderío, todos los ojos que le imponían mudamente su propia cautividad, pero jamás se cruzaron sus ojos con los ojos del inocente que se disponía a condenar lavándose las manos en agua sucia de culpabilidad. Difícil escapatoria para quien es presa del miedo y de la galería, para quien juzga sin mirar los ojos del presunto culpable que era convicto inocente, sino que buscaba tan sólo el modo de desembarazarse «dando gusto a la gente» (Mc 15, 15) como enfatiza el evangelista en su relato de la Pasión.

Pero sería fácil culpabilizar al pueblo en aquel juicio, o a los jefes judíos que lo soliviantaron. Sería benévolo salvar a Pilato diciendo que fue contemporizador con aquellas demandas. Más bien Pilato, al lavarse las manos no declinó la responsabilidad en los demás preguntando a quien preferían, porque el verdadero dilema de Pilato, como el nuestro siempre, no es entre Jesús y Barrabás, sino entre Jesús y él mismo. Barrabás fue una excusa oportuna. Pilato, como nosotros, tuvo que decidir entre la verdad y su personal carrera; entre la inocencia y el qué dirán los demás, o las encuestas, o el partido; entre la justicia y el no complicarse la vida. Y Pilato, como nosotros, tuvo una especial debilidad para consentir en la condena de Cristo, queriendo salvarse imposiblemente a sí mismo. ¿A quién damos gusto cuando hoy se procesa a Jesucristo? Todo un relato en el que reconocernos despacio.

Comienza así la Semana Santa. Bien sabemos que hay otras pasiones en curso, cuando nos asomamos al drama de tantos hermanos nuestros cada cual con su cruz y con su vía dolorosa. Es imposible tener una mirada y una vivencia cristiana de estos días santos y no conmovernos ante lo que está ocurriendo en este mundo inacabado que no acierta a plasmar una convivencia en la paz y la justicia, en la belleza y la bondad. Pidamos por nuestro mundo mirando al Señor en su trance de pasión, seamos imagen viva ante todos los hermanos de lo que es y representa la misericordia de Dios.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santa Iglesia Catedral
14 abril de 2019

 

 

 

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