Homilía de Mons. Jesús Sanz en la solemnidad del Corpus, en Avilés

Publicado el 24/06/2019
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Homilía de Mons. Jesús Sanz en la solemnidad del Corpus, en Avilés

La ciudad de Avilés hoy tiene una cita especial. Sus siete parroquias de centro han decidido unirse para un gesto común de expresión de la fe. La vida es como una larga procesión por donde ella transcurre con todo lo que a las personas nos acontece: nuestras prisas, nuestros descansos, los saludos que nos brindamos o las fugas en las que nos evitamos, los requiebros de piropos enamorados y las displicencias maleducadas de nuestros insultos y enojos, los juegos de los niños, el paso pausado de los ancianos, el trajín de nuestras labores y los secretos que en el corazón guardamos. La vida está hecha de todos estos registros, y todos ellos los llevamos cuando de aquí para allá vamos de uno a otro lado. En ese itinerario deseamos que transcurra la procesión del Corpus, como una afirmación creyente, pública, sin triunfalismos ni acomplejamientos, pero dejar que Jesús mismo en su presencia más suya, su presencia resucitada en la Eucaristía, pasee por donde nosotros paseamos. Es una feliz iniciativa que habéis tenido las parroquias avilesinas, y para felicitaros y apoyaros he querido acercarme este año para procesionar junto a vosotros y junto a Jesús Eucaristía. Los sacerdotes y diáconos, las religiosas, los niños y niñas de primera comunión, y todo este pueblo santo.

Yo lo recuerdo con diferentes escenarios en mi Castilla natal, y de cómo íbamos preparando con antelación ese momento como una cita anual de especial significado. Todos se concitaban con generosidad para aportar cada cual lo que podía dar, a fin de prestar colaboración en algo que a todos concernía. Se alfombraban con gusto y colores los rincones de la carrera procesional; se esparcían romeros y tomillos para que sus aromas supliesen nuestras plegarias siempre escasas. Era la fiesta del Corpus, la mirada a una presencia de Dios en nuestra vida que nos fue asegurada mientras Él se despedía de aquellos primeros discípulos. Les decía, por un lado, aquello de que convenía su regreso al Padre Dios, pero, por otro lado, no podía dejar sin compañía a los que sabía Jesús que lo necesitaban como nada en sus vidas.

Realmente regresó junto a su Padre, una vez que paseó su humanidad para hablarnos de Dios como Hijo. Esta fue su audacia, su misión y su osadía: que ese Padre no es una entelequia sacral escondida en el paraninfo celeste, ajena e indiferente a nuestras lágrimas y nuestras sonrisas, sino justamente eso: un Padre, que madruga cada mañana para otear el camino por si volvemos de nuestra penúltima aventura pródiga, que sale corriendo a nuestro encuentro cuando a lo lejos nos ve llegar rotos y heridos, que nos abraza sin importarle nuestra humillada y vergonzante explicación, que nos llena de besos, nos viste de fiesta y organiza un banquete para celebrar que hemos vuelto a casa.

De muchas maneras nos dijo filialmente todo esto Jesús, y nos lo dijo con la confidencia de un amigo de veras, con el afecto de un hermano divino que nos llamó por nuestro nombre, por nuestro mote, con todo el cúmulo de nuestras certezas y dudas, nuestras virtudes y defectos, nuestras gracias y pecados. Y así durante todos aquellos años en los que fuimos con Él de aquí para allá, bendiciendo niños, curando enfermos, enseñando a muchedumbres, dando de comer, de beber y haciendo mil milagros, resucitando muertos, y sacando de los infiernos humanos a los que la debilidad había empujado en sus vidas de pecado de toda guisa.

Pero llegaba el momento del adiós, y era inevitable la despedida poniendo punto final a esa historia humana entre nosotros de quien nunca dejó de ser Dios como Hijo. Pero comprendió que, aún marchándose, debía quedar de alguna manera. Y entonces, en el contexto de una cena postrera, les dejó como el mejor de los postres el don más hermoso al darles la Eucaristía. Su propio cuerpo, su propia sangre, como se parte un pan tierno, como se escancia generosamente el vino. Un gesto que nos mandó hacer en memoria suya cada vez que celebramos la santa Misa.

Jesús prometió dos cosas en aquella Última Cena: que estaría con nosotros, aunque de otro modo, y que a los pobres siempre los tendríamos cerca. Corpus Christi es una fiesta cristiana que fija la mirada en el gesto supremo de ese Dios que se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Compartió con nosotros los anhelos y las fatigas, las sonrisas más gratificantes y las desgracias que nos hicieron llorar. Aprendió a hablar quien nos vino como Palabra esperada, y tuvo que aprender a andar quien se humanó para pasearnos su mensaje de esperanza real. Al final de sus días, tomó pan en sus manos y alzó la copa del vino escanciado: como ese pan tierno y ese vino generoso ha sido su vida entregada. Comedlo, bebedlo, compartidlo. Es mi cuerpo, es mi sangre. Os lo dejo como sacramento y milagro de mi presencia, acompañando vuestros lances, nutriendo y saciando vuestra hambre y sed de infinito. Es la compañía discreta y amorosa de Dios que se pone al lado de nuestros caminos mientras ensaya ir yendo a nuestro paso. Unas veces lo hace ligero, otras, precipitado, con ágil ritmo o necesitando un resuello. Tal y como se lo impone nuestro garbo, tal y como se lo empuja o retiene nuestros pies o nuestras manos. Pero Él está ahí, sencillamente a nuestro lado.

Hemos de adorar a Jesús-Eucaristía y hemos de reconocerlo también en ese sagrario de carne que son los hermanos, especialmente los más desheredados. Venid adoradores y adoremos. La procesión del Corpus no sólo debe ser en este día, y no sólo en lo extraordinario de unas calles engalanadas al efecto. También mañana, también en los días laborables, en el surco de lo cotidiano, los cristianos debemos seguir nuestra procesión de la Presencia de Jesús en nosotros y entre nosotros. Que quiso Él señalar otra presencia, no obstante, que viene a ser complementaria, sin que a la primera le falte nada. Es su presencia en los hermanos, especialmente los más pobres y necesitados. El Señor en ellos ha tenido hambre y sed, ha tiritado de frío en su carne desnuda, ha sentido la incomprensión en sus injusticias y destierros, y ha hecho suya la enfermedad y su cautiverio encarcelado. Las dos presencias las celebramos los cristianos cuando nos llega la fiesta del Corpus. Las dos procesiones son para nosotros el acicate y la urgencia para un encuentro con el Amor de los amores y con aquellos por los que Él nació, murió y resucitó: los pobres. El amor a Dios y el amor a los que Él ama, son dos amores distintos pero inseparables sencillamente. Él está ahí, esperando que le llevemos y que le reconozcamos. Aquel que dijo estaré siempre con vosotros, nos dijo también que los pobres siempre los tendríamos. Es la procesión de la vida, en donde Dios y cuanto Él ama nos esperan y nos envían.

María en su Visitación hizo la primera procesión del Corpus llevando a Jesús en la santa custodia de sus entrañas. Llegado a Isabel, su prima, saltó de alegría lo que mejor en su adentro llevaba. Que seamos también nosotros custodias vivas, que llevando al Señor en el corazón, llenemos de alegría la ciudad y de esperanza a las personas que encontramos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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