Tenemos nueva convocatoria para elegir el inmediato devenir de Europa. No estamos únicamente orientados por los programas de los partidos que concurren en estos importantes comicios, ya que como cristianos hemos de tener en cuenta los factores en que se expresen mejor o en los que menos se conculquen, los valores que representan la cosmovisión de nuestra tradición moral, cultural y religiosa. Son conocidos esos valores, cuando hablamos de la vida en todos sus tramos vitales (los no nacidos, los terminales por enfermedad o ancianidad, los que en medio de esos extremos se debaten a diario para llevar adelante una vida honesta y con dignidad), o cuando hablamos de la coacción que pretende monopolizar el Estado de Derecho y tergiversar la equitativa división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), o cuando hablamos de la libertad en todas sus expresiones (la religiosa, la de opinión, la de enseñanza), o cuando hablamos de la verdad que nos hace libres, como dijo Jesús, frente a la mentira compulsiva y obscena que se convierte en la herramienta política de algunas gobernanzas, o cuando hablamos de la convivencia protegida y propuesta sin medidas que dividen, indultan y amnistían por intereses bastardos, mientras reescriben la historia no sucedida enfrentando fratricidamente la sociedad, o cuando no se responden a las necesidades justas de los más desfavorecidos.
Son algunos valores que se derivan de la tradición cristiana y de la doctrina social de la Iglesia. No son valores etiquetables como “confesionales” para uso exclusivo de los cristianos, sino una serie de aspectos desde los que construimos nuestra aportación en una sociedad plural, en esta Europa de los pueblos, de la que también nosotros formamos parte. Hay dos realidades que se encuentran unidas en un mismo espacio y a través de un mismo tiempo: la cultura cristiana y Europa. Siglos de convivencia compartida, han visto nacer y crecer en la historia y en la geografía ese mutuo y benéfico influjo. Así se ha ido forjando un tipo de cultura nueva que ha pasado a ser el patrimonio cristiano en Europa.
Tenemos muchas páginas en las que durante veinte siglos hemos ido escribiendo preciosas escenas con testimonios de humanidad cristiana, hermosos monumentos arquitectónicos, bellísimas obras de arte con los pinceles de nuestros pintores, las gubias de nuestros escultores, los pentagramas de nuestros músicos y las plumas de nuestros escritores. Es verdad que también hemos sido capaces de destruir tamaño legado de mil modos hasta llegar a negarlo con la violencia, la guerra y el más descuidado de los olvidos. Pero este ingente patrimonio moral y cultural sería imposible comprenderlo sin la clave de bóveda que representa lo que llamamos el acontecimiento cristiano. El balance es claramente positivo, e incluso los borrones que lamentablemente no faltan, manifiestan la cara y la cruz de lo que supone ser fieles a la tradición cristiana en la herencia de dos mil años.
Aciertos y fallos, luces y sombras, gracias y pecados, han escrito la historia del occidente europeo desde una cosmovisión cristiana. Somos herederos de una preciosa tradición de belleza, verdad y bondad, que propone a cada generación esa fundamentación cristiana de nuestra humanidad con los valores propios que se derivan del mensaje evangélico, aunque también levantemos acta de las contradicciones, incoherencias y pecados, donde hemos podido conculcar con los hechos lo que queríamos anunciar con los labios.
Ante esta oportunidad de expresar con nuestro voto el compromiso con este legado, fijémonos en las formaciones políticas que más se acercan o menos se distancian de nuestro modo cristiano de ver las cosas ante la vida, la libertad, la verdad, la convivencia, asegurando democráticamente un auténtico respeto al Estado de derecho y la separación de poderes sin los amagos totalitarios que observamos en dictaduras bananeras.