Un corazón que comparte

Publicado el 21/05/2023
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Dentro de la imparable andadura que nos empuja a ir adelante cotidianamente con todos nuestros avatares, hay una tentación que nos suele merodear en los momentos de apuro: replegarnos a nuestros cuarteles de invierno para estar a buen recaudo, enrocarnos en la esquina para evitar que nos den jaque en el tablero de la vida. Haciendo así pensamos que aseguramos lo poco o mucho que tenemos, tal vez lo poco o mucho que somos. Pero el hecho es que tal replegamiento no nos garantiza ninguna seguridad, y el enrocamiento puede ser la antesala de una debacle.

El gran sabio hispano-romano Séneca, ya hablaba de que el que da primero, da dos veces. Pasará luego a nuestro refranero, y encierra una sabiduría profunda, pues la vida premia la generosidad de quien se adelanta en la entrega, en la donación, en el compartir. Así mismo, el sabio de Israel apuntaba aquello tan sencillo de que “quien es generoso se enriquece y quien ahorra injustamente se empobrece” (Prov 11,24). Pero será más rotundo Jesús cuando diga: “dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc 6,38). Y remataba con una enseñanza de profunda provocación: “Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 13,12).

Estamos ante un doble modo de entender las cosas, y lo que apunta la sabiduría que nuestros maestros nos han dejado y lo que el mismo evangelio nos ha enseñado, es que hay más gozo en dar con generosidad, que en retener ávidamente; es más fecundo compartir con los demás, mientras que la cicatería avara siempre resulta estéril.

Se suele dar como escenario de la nueva ciudad, tan en contraste con el perfil de nuestros antiguos pueblos: que hay un desplazamiento hacia lo privado excluyente, hacia el aislamiento egoísta, hacia el castillo de nuestras fortalezas inexpugnables. Lo pude comprobar en mis años de estudio en Centroeuropa, cuando en Francia, Austria o Alemania, se vivía en pequeños mundos protegidos, con sofisticados sistemas de vigilancia, en parques temáticos de la incomunicación replegada, en zonas residenciales en las que no entraba nadie fuera del club de invitados debidamente registrados… en todos los sentidos.

Por el contrario, nuestros lares sureños de Europa, gozaban de una apertura convivial, de un conocimiento recíproco, de un afecto de amistad verdadera y de vecindad familiar. Son famosas nuestras corralas, corradas y patios de vecinos; el barrio tenía esa inmediatez que nos hacía próximos a todos los registros que acontecían en la vida cotidiana de las personas: sueños y pesadillas, tristezas y gozos, desgracias malhadadas y conquistas bondadosas. La vida, la muerte, con todo lo que entrañan ambas, estaban presentes en el diario rozarse: desde el saludo mañanero hasta el interés sincero por las cosas.

El lema de esta jornada de la Iglesia diocesana tiene que ver con todo esto que estamos diciendo: un corazón que comparte, es un corazón abierto. Es el más bello testimonio de la presencia cristiana en medio de una sociedad que se empeña en dejar de serlo. Todos tenemos sentimientos, dones y talentos, que podemos encastillarlos en nuestro reducto más egoísta, o podemos ponerlos al servicio de los hermanos: nuestra fe, nuestro tiempo, nuestras cualidades, nuestros conocimientos, nuestro dinero. Sería mirar al gesto del mismo Padre Dios que compartió con nosotros lo más querido: su Hijo Jesús, y ponernos nosotros a hacer lo mismo según nuestras posibilidades. Esto es la Iglesia diocesana a través de todos nuestros cauces de caridad que comparte con corazón, de liturgia que celebra y de catequesis que enseña a ser cristianos según la edad de cada cual, y en cada circunstancia de nuestra vida.

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