En estos días un poco broncos por el escenario político que ha envuelto la reciente y extraña investidura en el Parlamento español, me he zambullido en la música recordando el célebre concierto que se ofreció por estos días al Papa Benedicto XVI por parte de la Orquesta Sinfónica de Asturias en Roma en 2011. Este Papa sabio amaba la música. Dijo en una ocasión: «la música es realmente el lenguaje universal de la belleza, capaz de unir entre sí a los hombres de buena voluntad en toda la tierra y de hacer que eleven su mirada hacia las alturas y se abran al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen su manantial último en Dios mismo. Doy gracias a Dios porque puso a mi lado la música casi como una compañera de viaje, que siempre me ha dado consuelo y alegría. También doy las gracias a las personas que, desde los primeros años de mi infancia, me acercaron a esta fuente de inspiración y de serenidad… Y deseo que la grandeza y la belleza de la música os den también a vosotros, queridos amigos, nueva y continua inspiración para construir un mundo de amor, de solidaridad y de paz».
El Papa Benedicto XVI hiló el programa de mano que nuestra excelente Orquesta interpretó, como si fuera un relato literario al hilo de la música escuchada en aquel concierto. La vida sabe de momentos gratos, juguetones donde los haya, que disfraza el atuendo no ya con la montera picona de nuestros lares astures, sino con un gracioso Sombrero de Tres Picos, aderezando los contentos en la alegría festiva de lo que es gozoso, como nos propuso la composición de Manuel de Falla. Pero también esa misma vida, y de la mano del mismo autor, de pronto se hace severa, tosca, poco llevadera, ante la impostura del dolor y los mil desafíos, que nos impone su Danza del Fuego en torno a los envites que nos abrasan por los costados, como en estos días hacen ademán y amenaza.
Tal contrapunto, no es algo que sucede sólo algunas veces, sino que comporta el paisaje habitual de la existencia. Y es lo que desde el talento de Isaac Albéniz pudimos escuchar con esas escenas populares de Triana y Lavapiés, que venían a contarnos cómo la vida es inevitablemente cotidiana en todo aquello que la determina: sus alegrías y sus pesares pasan a diario por la puerta de nuestra casa, por nuestras plazas y calles, como si cada uno de nosotros estuviera en una sevillana Triana o en un madrileño Lavapiés.
Pero tal cotidianeidad no es un divertimento cualquiera, neutro, indiferente, sino que describe precisamente la tensión que está escrita en toda historia de amor: la pasión más apasionada y el vacío más frustrante, como la obra del Don Juan de Richard Strauss nos vino a relatar. Así nos encaramos finalmente en un desenlace Capricho Español, con las preciosas melodías del autor ruso Nikolai Rimsky-Korsakov que incluyeron las canciones dedicadas a María y a San Pedro, y que concluían con el fandango asturiano.
Una preciosa manera de aprender a escuchar la música, en esta lección que nos dio Benedicto XVI, sobre todo cuando logramos entrever más allá de las notas musicales cómo hay un pentagrama que tiene la forma de nuestra libertad, de nuestros amores, de nuestros desafíos y dolores, la forma de nuestra esperanza también. Esa es la obra maestra para la que hemos nacido, esa que debemos saber ejecutar con fidelidad creativa y que con la música que Dios nos compuso hemos de saber cantar y contar la letra de nuestra vida. Así he traído en estos días la remembranza de una música inspirada en España con su mensaje de letra a través de la bella pluma del sabio Papa. Y puedo decir que durante unos instantes se han amansado mis humores, se ha despertado mi esperanza, cuando veo que la historia de nuestro Pueblo sobrevuela y se rehace frente a quienes tramposamente imponen su narcisista gobernanza de la mano de los enemigos de la Patria.