Elecciones en la Iglesia española

Publicado el 10/03/2024
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Ya no quedan prácticamente cargos vitalicios entre las diversas responsabilidades que nos damos en este mundo moderno. Los papas y los reyes son los que casi únicamente ostentan ese “sine die” a la hora de ejercer sus distintas encomiendas civiles o eclesiales. Todos los demás estamos sometidos a la alternancia por motivos variados como la cadencia de un mandato por una serie de años, o al llegar a una edad en la que pasamos a la condición de eméritos jubilados.

Esto se ha podido escenificar en la Iglesia española durante la reciente Asamblea Plenaria que se ha celebrado en Madrid, donde hemos concurrido los ochenta obispos en activo de nuestra Conferencia Episcopal. Cada cuatro años procedemos a la renovación de los distintos cargos a través de los cuales tenemos un compromiso colegiado con cuanto la Iglesia en España pretende llevar adelante.

Cada obispo tiene en su respectiva diócesis toda la responsabilidad que le atañe como sucesor de los Apóstoles en esa Iglesia particular, junto a los sacerdotes y su ministerio, los consagrados con sus distintos carismas y los fieles laicos que viven el compromiso de su bautismo en la familia, el trabajo y la política. El obispo preside en la caridad esa labor diocesana cuidando la gobernanza desde una entrega pastoral, la enseñanza doctrinal de la gran tradición cristiana siempre viva y actual, y la santificación con los sacramentos y demás recursos espirituales. Pero, además, tiene también una corresponsabilidad en el conjunto de la Iglesia, con una particular atención a la provincia eclesiástica de su zona pastoral, y al conjunto de las diócesis dentro del ámbito nacional.

La Conferencia Episcopal no suplanta ni anula lo que en cada diócesis debemos cuidar y llevar adelante, pero sí que podemos ejercer esa comunión fraterna cuando nos enfrentamos tantas veces a problemáticas muy comunes que a todos nos desafían, así como a posibles soluciones que suelen tener un alto porcentaje de semejanza.

De este modo, cuando miramos la catequesis y sus cauces de acompañamiento en las distintas edades, o la evangelización y su ingrediente misionero dentro y fuera de nuestras fronteras, o la educación y su derivada cultural en estos momentos, o las distintas vocaciones cristianas como son el sacerdocio y los seminarios, la vida consagrada en todas sus formas, los laicos desde la familia, la vida y los jóvenes, o las pastorales más sectoriales como es el mundo social y económico, la salud y sus entornos, el patrimonio diverso de las distintas artes, o las relaciones interconfesionales o el campo político dentro de una sociedad de la que formamos parte como ciudadanos cristianos, o los medios de comunicación que nos acercan las noticias.

Todos esos campos y algunos más, son objeto de reflexión y diálogo, de discernimiento y análisis, de pronunciamientos y toma de iniciativas con propuestas concretas y nos permiten valorar el momento que vivimos en este mundo al que nos dirigimos para anunciar la Buena Noticia que Jesús nos confió, ante los retos que despiertan lo mejor de nuestros recursos humanos y eclesiales para estar a la altura de la aportación que hemos de dar en cada momento. Es la puesta en marcha de lo que el Vaticano II nos señaló en su precioso texto de Gaudium et Spes: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos». Es todo un programa de fidelidad eclesial.

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