No hay nada más expresivo de lo que significa el rechazo que una mano cerrada, incapaz de dar y de recibir nada. Un puño como signo de la violencia que hiere y golpea, que se engarrota y aprieta con la amenaza de aplastarte sin misericordia. Han sido muchos los artistas que han descrito con sus pinceles o gubias esa guisa bronca y brusca como un mazazo que daña a otra persona, que subyuga a los pueblos, que censura y elimina la vida del otro, incapaz de ver otra cosa en él más que la rivalidad peleona, la enemistad adversaria que hay que destruir de alguna manera y de modo eficaz.
La actitud más opuesta sería la mano tendida. Es la imagen de quien se presta a socorrer, a pedir con humildad, a dar generosamente. Bondadoso trasiego del amor verdadero que va y viene, que recoge o comparte, que estrecha amistosamente y está siempre dispuesto a ayudar. No hay recelo que excluya, sino apertura en la que tienen cabida todos en su necesidad personal o comunitaria. Es realmente bella la expresión de la caridad de la que San Pablo habla en su célebre himno: «el amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca» (1 Cor 13, 4-8).
Hay un día que dedicamos precisamente a la Iglesia diocesana. Es una jornada en la que en torno a un lema nos ayudamos a tomar conciencia de lo que hacemos y somos como comunidad cristiana. No es simplemente una fecha en la que la colecta que se pide a los cristianos tiene como destinatarios a esos mismos cristianos, sino que en este ejercicio de autoayuda personalizada levantamos acta de lo que llevamos adelante en este enclave de una geografía concreta y en esta encrucijada de nuestra actual historia. Espacio y tiempo que tienen ya una andadura a la espalda, y que nosotros tratamos de seguir escribiendo de modo bondadoso y bello. Aquí abrimos nuestras manos fraternamente desde las herencias varias.
Hemos heredado una fe que se expresa en tantas celebraciones de los sacramentos que tienen que ver con el nacimiento de los niños al bautizarlos, con el crecimiento de los jóvenes al darles la primera comunión o confirmarlos, con los amores de los novios que se casan en la Iglesia, el ministerio de nuestros sacerdotes que luego son enviados, con la enfermedad o ancianidad de nuestros mayores cuando ungimos sus canas y dolores; pero también con el hambre del corazón que sacia la Eucaristía, o el bálsamo de nuestras heridas restañadas con el perdón de los pecados al confesarlos. Hemos heredado también un modo de ver las cosas, que es nuestra espiritualidad y doctrina cristiana, capaz de entrar en diálogo con todos sin traicionar o confundir nuestra mejor teología, con la catequesis que a diferentes edades y con distintos métodos recibimos para dar razón de nuestra esperanza. Hemos heredado igualmente el mandato del amor que nos hizo Jesús, y que expresamos de tantos modos a través de la caridad, cuando nuestras manos se hacen abrazo que estrecha a un hermano en alguna de sus penurias o necesidades. Repartir nuestro tiempo, los talentos, los bienes y conocimientos, es un modo concreto de vivir el gesto fraterno de venir al encuentro de los demás abriendo nuestras manos.
Todas estas herencias tienen el domicilio de nuestras iglesias y parroquias, nuestros locales de catequesis y centros de acogida, los colegios y hospitales, donde atendemos a tantas personas que llaman a nuestra puerta, además del patrimonio cultural y artístico de nuestros monumentos. Esto significa que celebremos la jornada de la Iglesia diocesana, con nuestro reconocimiento y nuestra ayuda llena de gratitud.