Homilía Vigilia Pascual 2018

Publicado el 31/03/2018
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Al hilo de los días hemos ido pasando este triduo intenso en donde la liturgia cristiana se hace recordatorio vivo y agradecido por el Amor no amado, por la entrega redentora de Cristo. Volvimos a juntarnos en aquella cena postrera, entre adioses y recuerdos, declaraciones de verdadero amor al Padre y a los hermanos que Él le confiara. Lavatorios de pies cansados, de pies perdidos. Oraciones en el Huerto de los Olivos donde vimos sudar sangre en aquella almazara oscura como la noche a un Jesús exprimido. Y subimos con Él por la vía Dolorosa para llegar al Calvario de todos los suplicios en los que nos dejó con sus últimas siete palabras el testimonio póstumo de lo mucho que nos quiso.

Todo este día ha sido de silencio. El Sábado Santo es un día distinto. El mensaje de este día se nos ha susurrado en silencio, y más discreto que nunca ha sido lo que la Iglesia nos ha querido mostrar mirando a María Desolada, la mujer que dejó hablar siempre a Dios haciendo vida su Palabra cuando Él habló o cuando callaba. Es grande saber guardar en el corazón las palabras y los silencios del Señor como hizo la Virgen María. Con ella, este Sábado Santo, hemos vivido una espera. Ha sido un día de esperanza, no de fuga maldita y dolida, no de tristeza lastimera y nostálgica, sino un día de espera esperanzada. Y así hemos llegado cada uno y como comunidad cristiana a la Iglesia Madre de la Diócesis, para celebrar esta solemne Vigilia. Estamos celebrando la liturgia central de los cristianos. La Vigilia Pascual hace de puerta triunfal que se abre para acogernos desde todos nuestros éxodos y caminos.

Hemos comenzado la celebración con la penumbra de la noche. Era hermoso ver la filigrana de nuestros rostros, apenas apuntados en la majestuosidad apagada de la noche que nos rodea. Símbolo veraz de otras faltas de luz con las que nuestra vida deambula. Pero de pronto, una hoguera se ha encendido. Tímida e insuficiente, la hoguera ha sido bendecida llamando hermano al fuego y pidiendo al Creador que pusiese de nuevo su mano creadora sobre las llamas. No era una hoguera para la acusación, para la negación y para el llanto como ocurrió con la de Pedro, sino una hoguera en la que Dios mismo ha encendido su luz disipando todas nuestras tinieblas. “Luz de Cristo”, hemos venido cantando en procesión tras el cirio pascual que nos introducía en la noche santa. Nos hemos ido pasado la luz, como quien comparte la lumbre que como don ha recibido, ese fuego que purifica, aunque no destruye, esa luz que alumbra sin deslumbrar.

Y hemos entonado ese antiguo himno cristiano que a modo de pregón nos anuncia la alegría de la pascua contándonos la historia a la que pertenecemos. Verdaderamente ha sido feliz la culpa que nos ha merecido un tal Redentor. ¡Qué extraña y qué bella forma de cantar la desproporción ante el don que se nos ha dado tan inmerecidamente y los yerros de nuestros pecados y delitos! Nuestras torpezas todas, nuestra lentitud en comprender el bien, nuestra debilidad para dejar el mal, todo eso que es y que representa nuestro pecado, ha sido abrazado por Dios inmerecida y gratuitamente, hasta el punto de, como escribiera la conversa francesa Eva Lavallière, vengarse de nuestra ignominia colmándonos de su gracia.

El lucernario con el que comenzábamos nuestra celebración, la atenta escucha de la Palabra de Dios que en esta noche nos ha propuesto los grandes hitos de esta historia de salvación de la que formamos parte, la renovación de nuestras promesas bautismales cuando fuimos hechos hijos de Dios incorporándonos a la muerte y Resurrección del Señor, y la celebración de la Eucaristía que luego tomaremos como alimento, hacen de esta celebración una noche llena de la luz que jamás declina.

Todo esto sucedió al alba. Sí, sucedió al alba. Pero casi nadie lo creía, casi ninguno lo esperaba. Y andaban cabizbajos, llorosos y fugitivos para volver cada uno a sus andadas, ebrios de dolor en la resaca de tres años que querían dejar en el olvido. ¿Será posible -se preguntaban destrozados-, que aquellos labios hayan enmudecido para siempre sus palabras? ¿Será posible que aquellas manos hayan dejado ya de bendecirnos desde que las vimos a la muerte clavadas? Y así estaban unos y otros, de aquí para allá, mientras lloraban sus recuerdos haciendo tristes sus cábalas.

Pero alguien dio la alarma: que no está ya entre los muertos, que su sueño fue despertado, que la tumba está vacía y que allí sólo se hospeda la nada cuando la muerte ha sido vencida. No sabían cómo, pero allí en el sepulcro ya no estaba. Y se pusieron nerviosos, y corría como un reguerillo el comentario de la noticia más increíble, la más inmerecida y la más inesperada. ¿Será verdad que ha sucedido, que ha resucitado de veras como nos dijo el Maestro?

Fue al alba. Todo esto sucedió al alba. Y de pronto las lágrimas no eran ya el llanto de la pérdida maldita, sino la emoción de un reencuentro que bendecía. La noche había pasado con sus sombras, se había encendido para siempre la luz amanecida. Los colores de la vida que nacieron en los labios creadores de Dios, volvían a brillar con toda su dicha renovada. La penúltima palabra que correspondió a la proclama del sinsentido, a la condena del inocente, a la censura de la verdad y al asesinato de la vida, cedió inevitable la palabra final a quien como Palabra se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva.

Hoy encendemos los cristianos ese cirio de la luz eternamente amanecida. La luz que nos acompaña en nuestros vericuetos y nos perdona nuestras cuitas. La luz que nos habla del perdón, de la gracia, del abrazo del mismo Dios que en su Iglesia nos bendice, nos acoge y nos guía. Por eso entonamos el canto de la verdadera alegría, la que no es fruto de nuestro cálculo, la que no responde a nuestras pretensiones, a nuestras nostalgias o a nuestras insidias. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección su muerte y la nuestra, su muerte y la mía. Ha terminado la mentira la diga quien la diga, y no tiene hueco ya lo que nos enfrenta por fuera y nos rompe por dentro.

Fue al alba, sí, sucedió al alba. Y desde entonces, a pesar de nuestros cansancios, nuestros pecados, nuestras lentitudes y cobardías, sabemos que Dios nos ha abierto su casa, nos acoge, nos redime y nos regala su vida. Por eso cantamos al alba el aleluya de nuestra mejor albricias, ese regalo que se da ante la buena nueva de quien nos trae con estreno tan grande la más grande de las noticias.

Queridos hermanos, la noche ha pasado, la nueva mañana ya es llegada. Recibid mi más cordial felicitación por esta Pascua florida, por esta Pascua resucitada. El Señor os guarde y con su Madre, la Reina de los cielos os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador
31 marzo de 2018

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