Homilía del Domingo de Ramos 2018

Publicado el 25/03/2018
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Andamos con las aguas y las nieves que nos pasan estos días por sus gotas y sus copos como casi ya no estábamos acostumbrados. Bendita molestia si luego redunda en bien, para que el año de nieves lo sea también de bienes, como dice el refrán. Pero hoy comienza así, entre fríos y chaparrones, este inicio de la semana grande cristiana. Día de estreno en los telares de nuestras ropas y en los sueños de nuestros andares. Es una cita especial del calendario cristiano. Domingo de Ramos mirando al cielo por el temor de que los días más santos del año se queden mojados por lluvias y aguaceros, en esta primavera recién comenzada. Nos volvemos a asomar a esa vieja historia de la entrada de Jesús en Jerusalén. Llevaban subiendo tres años desde su punto de partida a orillas del mar de Galilea. Son muchas las cosas que han sucedido hasta esta entrada en Jerusalén que pone meta a un viaje especial por parte del nuevo profeta, por parte del esperado Mesías.

Quedan atrás tantas palabras dichas que llevaban vida en su voz. Parábolas pronunciadas para entender con sencillez la sabiduría de Dios que nunca es complicado. A la espalda también tantos signos ordinarios o extraordinarios al hilo de milagros que fueron sucediendo en la trama cotidiana y en las fiestas de guardar: enfermos curados, algún muerto llamado de nuevo a vivir, hambrientos saciados en todas sus hambres juntas, gente que buscaba –sabiéndolo o no– y que de pronto se encuentra con aquella Verdad, aquella Bondad, aquella Belleza para las que –sabiéndolo o no– nacieron sus ojos; personas usadas y abusadas que hallaron en la mirada del Maestro un perdón que les devolvía la dignidad y la posibilidad de volver a empezar de nuevo; mañanas madrugadas y noches no acostadas en las que se vio al Mesías hablar con el Padre Dios como solo puede hacerlo Dios Hijo…

Sí, ¡cuántas palabras, cuántos silencios, cuántos milagros y signos que se fueron regalando sin más precio que el amor! Y ahora, al llegar el final, se da esa entrada triunfal que no es triunfalista en la Jerusalén hacia la que se fue caminando largamente desde que nació en Belén hacía más de treinta años. No entrará en un corcel de guerrero, tampoco se colará por la puerta clandestina de los malhechores. Entrará a pleno día, montado en una borriquilla ante el pasmo entusiasta de niños y gentes sencillas, y ante el penúltimo órdago de quienes habían decidido ya su postrera emboscada.

Hosanna, fue la canción. Y los vivas se agitaron festivos, como las palmas y olivos que le saludaban al pasar. Entraba el Mesías, el Hijo de Dios esperado, el que pasó sencillamente haciendo el bien. Entra Dios en la ciudad santa, entra Dios de nuevo en nuestras vidas. Su vida pública que comenzó con la escena del Bautismo en el Jordán. Allí el Padre “presentó” a su Hijo a los hombres como el bienamado predilectamente (Lc 3,22). Al final del camino de esa larga subida de Jesús a Jerusalén, otra vez esos tres protagonistas se reúnen: el Padre bienamante, el Hijo bienamado y la humanidad tan grande y tan mísera, tan favorecida y tan desagradecida a la vez. Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en Caná, otras llorando sus llantos como en Betania; en ocasiones curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuridad o saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes.

El Padre pronunciará por última vez su última Palabra, la de su Hijo, y con ella nos lo dirá todo y todo nos lo dará. El Hijo nos volverá a repetir que lo esencial es el amor con esa medida sin-medida que Él nos ha manifestado en su historia, el amor que ama hasta el final, haciéndonos con su propia entrega el mejor de sus comentarios y el más grande testimonio: que es capaz de pagar con su vida esa vida que nos vino a traer. Y el pueblo es como es, somos como somos. Ahí estamos nosotros. Unas veces gritando “hosanas” al Señor, y otras crucificándole de mil maneras, como hizo la muchedumbre judía hace dos mil años; unas veces cortaremos hasta la oreja del que ose tocar a nuestro Señor, y otras le ignoraremos hasta el perjuro en la fuga más cobarde, como hizo el discípulo fogoso, Pedro; unas veces le traicionaremos con un beso envenenado como hizo Judas, o con un aséptica tolerancia que necesita lavar la imborrable culpabilidad de sus manos cómplices, como hizo Pilato; unas veces seremos fieles rabiosamente o tristemente, haciéndonos solidarios de una causa perdida, como María Magdalena, otras lo seremos con la serenidad de una fe que cree y espera una palabra más allá de la muerte, como María la Madre bendita.

Ese es nuestro drama, ahí nuestra historia. Como Santa Clara de Asís decía a Santa Inés de Praga, hay un “por ti” en toda esta historia: la pasión de Jesús ha sido “por ti”, como “por ti” fue su nacimiento en Belén, «por ti» fueron cada palabra y gesto, cada lágrima y cada sonrisa. Con la Iglesia, con todos los cristianos, nos disponemos a re-vivir y a no-olvidar, el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos, devolviéndonos la posibilidad de ser humanos y felices. Un amor que no es anónimo, sino que tiene rostro, tiene pasión, tiene verdad. Tiene los años que peina mi edad, el nombre que me identifica y el domicilio por donde va y viene mi vida cada día que pasa cotidianamente.

Vivamos con fe y asombro lo que en estos días santos se nos quiere de nuevo relatar: que Dios nos quiere y le importamos. Que se aprendió nuestro nombre y lo tatuó en su mano, como dice el profeta Isaías. La liturgia en nuestras parroquias en estos días santos, y luego la fe que se saca a nuestras calles con la religiosidad popular de nuestras procesiones semanasanteras que con esmero viven nuestras cofradías. Días para ahondar nuestra fe, para agradecerla al buen Dios, para testimoniarla con confianza sencilla y sincera.

Es Domingo de Ramos. Hoy estrenamos algo, algo tan sencillo y cotidiano como la misma vida. Por ella damos gracias al cielo. Qué hermoso hacer de esta gratitud reestrenada en el día de Ramos, un santo pretexto para volver a estrenar la gracia que no pasa ni termina cuando nuestra vida está en las manos bondadosas del Buen Dios.

Feliz y santa Semana Santa. Vivámosla con María en este año centenario de la coronación de nuestra Santina. Dios os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, OFM
Arzobispo de Oviedo
25 marzo 2018
S.I.C.B.M. El Salvador. Oviedo

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