Ordenaciones diaconales y presbiterales

Publicado el 04/06/2017
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Ordenaciones diaconales y presbiterales

Catedral de Oviedo, 4 de junio de 2017

Han sido cincuenta días de entonar un aleluya sin pausa. La luz que se encendió en la vigilia de pascua ha ido disipando todas nuestras penumbras poniendo su claridad de mañana amanecida en todas nuestras noches oscuras. Cincuenta días del paso resucitado de Jesús en nuestra andadura humana y cristiana, porque esto es lo que significa la palabra “pascua”: su paso bondadoso, victorioso, dejando para siempre vacío los sepulcros que en todas las muertes nos encerraban.

Al término de este recorrido pascual, celebramos los cristianos esta otra pascua que tiene que ver con la promesa cumplida que Jesús nos dejó al marchar. Nos enviaría al Espíritu Santo como abogado defensor en tantos momentos broncos, como sostenedor de nuestras certezas cuando las dudas las amenazan, como pacificador de conflictos interiores cuando se siembran zozobras, como consejero sabio que nos clarifica verdades, como mano dulce y tierna que ante cansancios y pruebas nos regala la paciencia.

Pero este don del Espíritu Santo llegó a aquellos discípulos asustados que estaban demasiadas veces encerrados en sí mismos por temor a los judíos, como nos ha recordado el Evangelio de este día. Todas las puertas cerradas para que nadie les asaltase, pero con una cerrazón que también les impedía salir a la periferia de las intemperies todas donde la vida es por entero amenazada.

María trabajó con ellos en esa cincuentena pascual primera, y aceptó su encerrona enclaustrada en sus miedos y temores, para con ellos así orar incesantemente hasta que la hora llegara: esa hora del viento impetuoso que no era huracán que desgarra sino la brisa recia y suave que nos trae la paz a las almas; esa hora de las llamas encendidas que no eran incendio devastador sino la lumbre que ilumina y caldea las vidas tibias y apagadas. Así llegó el Espíritu del Señor, saltaron los cerrojos de los miedos, se abrieron las puertas y ventanas, y quienes andaban agazapados en su fuga encerrada salieron de pronto a la plaza. Todas las lenguas de todos los pueblos se hicieron como una cantata capaz de contar en ese mapa del mundo que cabía en una plaza, que Dios es maravilloso y que sus grandezas no sólo no nos humillan sino que precisamente nos salvan.

Como hemos escuchado en el bello texto de la secuencia antes del Evangelio, el Espíritu es descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y nos reconforta en los duelos… ¡qué vacío hay en el hombre cuando Él nos falta por dentro, cómo es poderoso y tramposo el pecado cuando Dios no nos envía su aliento! Le hemos pedido que riegue nuestra sequía, que sane nuestro corazón enfermo, que lave todas nuestras manchas mientras infunde calor de vida en todos los hielos, que dome nuestro indómito espíritu y que nos guíe sin alguna vez se tuercen nuestros senderos. Con María hemos pedido hoy nosotros todo esto, como hace dos mil años pidió Ella con aquellos discípulos los dones del Espíritu que les hizo totalmente hombres nuevos.

En esta tarde de pascua de Pentecostés, como es habitual en nuestra archidiócesis de Oviedo, vamos a proceder a ese momento emocionante y agradecido de las órdenes sagradas a un grupo de hermanos jóvenes que van a ser ordenados presbíteros y diáconos.

No vienen ellos de ningún cenáculo, sino de un seminario. No estaban ellos encerrados por temor, sino concentrados para formarse bien ante la misión que les aguarda. Con María han hecho este camino largo de ir entendiendo la voz divina que les llamaba, para poder decir luego como Ella: “hágase en mí según tu Palabra”.

Años de formación, muchos años, para ir aquilatando y asimilando la cultura y la doctrina que representa la teología, la filosofía y otras artes y materias, a fin de comprender la sabiduría que representa la tradición cristiana. Años para ir educando el corazón como un lugar de amores en donde sólo cabe el Amor de Dios y todo cuando Dios ama. Años para abrir la libertad madura a la disponibilidad sincera sin condiciones, sin letra pequeña, sin trampas. Años en donde soñar lo que no ha sido quimera en la inmerecida llamada que Dios nos ha ido ofreciendo a través de su santa Iglesia.

Tantos momentos quedan atrás ahora, cuando con esa solemnidad propia de las cosas importantes, la Iglesia pregunta a través del obispo ordenante la pregunta crucial una vez que se han pronunciado vuestros nombres: ¿sabes si son dignos? Es una pregunta que abraza en cuatro palabras que terminan con punto de interrogación, toda una vida que se ha hecho camino de búsquedas y meta de tantas respuestas. ¿Qué dignidad ofrecéis en esta tarde, jóvenes hermanos ordenandos, cuando la Iglesia os llama por vuestro nombre para haceros ministros del Señor?

No es la dignidad de quien nunca ha dudado, ni fallado y pecado, ni tal vez aborrecido el sino cuando el cansancio, las pruebas, los sobresaltos, os han podido empujar a todos los desalientos. Más bien es todo lo contrario: que venís aquí con la humildad de quien se sabe vulnerable, capaz de cansarse, débil para contradecir con la vida lo que se empeñan de decir los labios. Pero es una vida así la que es llamada por Dios, con todos sus registros: los más hermosos y rendidos a la gracia, y los más torpes y secuestrados por el pecado. Pero no os llama Dios porque le hayáis convencido a Él de que todo lo sabéis, todo lo podéis, todo lo tenéis ya afianzado, sino porque os habéis fiado del Señor como hijos y os habéis dejado acompañar por su Iglesia como hermanos.

Presbíteros del Señor, diáconos en su servicio. Nada sabéis sobre cuál será vuestro destino (yo sé algo pero tampoco quiero poneros ansiosos, nerviosos o… fugitivos, y no os lo pienso decir en este momento), ni por dónde irán vuestros pasos, ni cuáles serán los sinsabores o los aplausos, si gozaréis del amor comprensivo o si sufriréis la calumnia inmisericorde o el desprecio malvado, si tendréis el arropo de los verdaderos amigos o si la soledad os hará vivir los grandes momentos dulces o amargos completamente solos.

Nada de eso sabéis, y no obstante veo que seguís ahí quietos, atentos y entregados a lo que dentro de unos instantes vais a recibir para siempre como un destino que eternamente Dios pensó para vosotros y eternamente se os será dado. Es exactamente lo que ocurre en la otra historia de amor que acontece en los matrimonios: sólo saben que se quieren, que se quieren de veras y para siempre, pero desconocen totalmente las penas y alegrías, la salud o enfermedad que irán llamando a la puerta poniendo a prueba lo cierto de una fidelidad. En el caso vuestro, lo que sabéis es que Dios os llama, que Él es fiel, y que la Iglesia os acoge, os envía y acompaña. No hace falta más seguridad para emprender el vuelo que comienza a volar a partir de esta tarde.

Queridos David y Juan Felipe, ser sacerdotes supone un consentimiento: dejar que Dios mismo ponga en vuestros labios su palabra para que los que la oigan les sepa a una Buena Noticia de cielo, que encienda la esperanza maltrecha de tantos hermanos, que ilumine los callejones sin salida en tantas situaciones duras y complejas. Dejar también que Jesús se valga de vuestras manos para que con ellas bendiga en la ternura y la caricia de una misericordia que pone bálsamo en tantas heridas. Seréis ministros de los sacramentos con los que el Señor abre caminos haciendo cristianos con el bautismo, limpia impurezas perdonando pecados con la penitencia, nutre el hambre verdadera de corazón de sus hijos con el pan eucarístico, bendice el amor de los esposos y acerca el óleo santo en enfermos y ancianos. Sed vosotros también un sacramento vivo y no pretendáis jamás escenificar estos signos de salvación sin que vosotros mismos seáis el primer signo en el abrazo fraterno que salva a los hermanos.

Queridos Ángel, Sebastián, Emmanuel y Allan, ser diáconos es servir a los hermanos a los que sois enviados con una palabra humilde que también Dios quiere pronunciar con vuestra boca. Serán muchos los púlpitos y ambones en donde proclamar con la vida cotidiana que Dios tiene un Evangelio vivo que viene al encuentro de los que no censuran su llegada. Y los pobres de tantas pobrezas, de tantas carencias y miserias, son los hijos predilectos del Señor que a vuestro ministerio diaconal se os confía. Este mundo nuestro tan apasionante y aburrido, tan corrupto y pendenciero, necesita de hombres que le digan la verdad, de modo humilde y sincero. Poneos a servir a los hermanos en aquello que ellos más necesitan. Servidles en nombre de Dios y sintiéndoos enviados por la Iglesia.

Hermanos que vais a ser ordenados presbíteros y diáconos, nuestra archidiócesis de Oviedo se alegra con el gozo de la Iglesia, el gozo del Evangelio como nos recuerda el Papa Francisco, reconociendo en vosotros a unos hermanos que nos son dados mirando precisamente nuestra pobreza. En la iglesia diocesana serviréis como presbíteros y diáconos en la que seréis incardinados tras la ordenación. Vivid interiormente y vestid exteriormente como nos pide la Iglesia a los que somos ordenados para el ministerio sacerdotal, pero no digamos con telares lo que la vida no grita. La Diócesis os acoge con mucha esperanza para que ejerzáis vuestro ministerio con total disponibilidad en aquello en lo que hagáis falta con vuestras primicias sacerdotales. También abiertos a la Iglesia universal para ir misioneramente a donde podáis acudir en comunión con vuestra diócesis sosteniendo a las familias que se os han anticipado en la misión desde el Camino Neocatecumenal, o viviendo ese carisma que se nos ha confiado discernir y acompañar desde la Asociación de Fieles Unión Lumen Dei.

Termino con una poesía que un sacerdote hoy muy anciano, compuso en su habitación del seminario en el momento en el que salía para comenzar su ministerio:

 

SEMBRARSE (En la habitación del Seminario)

Silencio de pared blanca y escueta;

vibra la tarde de calor lejana

y se achica prendida en mi ventana

cual árbol viejo preso en su maceta.

Yo quisiera deshojar con mi inquieta ansia

esta fuerte infinitud que mana

-virginal transparencia de fontana-

en mi espíritu joven de poeta.

¡Tanta vida en mis manos!, tanta vida pasa:

en surcos abiertos hoy la arrojo,

fragancia va dejando a flor callada

Y mañana en el alma florecida

hará sazonar el fruto rojo

el torrente de Gracia derramada. (D. Diego Riesco Riesco, pbro.)

Mi felicitación a vosotros, a vuestras familias y amigos, y a toda nuestra Iglesia diocesana. Hoy es un día grande en la Iglesia en esta pascua de Pentecostés. Las puertas y ventanas están abiertas: salid a la intemperie por donde la vida pasa, y allí contad y cantad las maravillas de Dios. Que María, nuestra Santina de Covadonga, sostenga vuestra fidelidad y os proteja siempre. Que Ella y nuestros santos, os bendigan con la gracia que de Dios proviene. Amén.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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