Homilía funeral de D. Luís Díaz Higarza

Publicado el 04/10/2017
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Homilía funeral de D. Luís Díaz Higarza

 

Andamos con asuntos que nos dictan a diario los periódicos, nos mecen y zarandean las noticias que nos llevan al retortero de una actualidad que colorea de ceniza nuestros miedos y tinta de rojo nuestras heridas. Y así andamos de aquí para allá, con nuestros pesares y enfados, con nuestras dudas y certezas, con nuestros desgarros y cuitas. Tanto, que parece que no tuviera a veces cabida ya la paz serena, la esperanza cierta y aquella perfecta alegría que San Francisco de Asís hermanase con la paciencia.

Pero, de pronto, algo nos devuelve a la realidad humilde, esa que no depende de nuestros vaivenes y nuestras prisas, la que nos consiente mirar las cosas como las cosas son y no como las desfiguran todas nuestras cegatas miopías.

En esta mañana, aquí en la parroquia de San Miguel de Pumarín, todo cede ante la imponencia de lo que estamos celebrando este puñado de creyentes: el funeral de un querido hermano sacerdote que nos ha arrebatado la muerte cuando humanamente hablando tanto deseábamos que pudiésemos seguir gozando de la cercanía de este compañero de presbiterio, de este familiar, de este párroco. Todo lo demás, absolutamente todo lo demás, en esta mañana se pone entre paréntesis, todo es menos importante, y la muerte de Luis nos sitúa en otro modo de ver, de juzgar, de vivir lo cotidiano de cada día.

Su enfermedad larga y crónica, se fue agudizando en estos meses prolongando casi sin esperanza lo que ha resultado un desenlace temido e imparable.

Fue uno de los curas con los que, a mi llegada a Asturias hace siete años, más tuve que departir por su responsabilidad como Delegado episcopal de Enseñanza. No sólo me conquistó desde el primer momento su alta competencia y su buen hacer, sino el prestigio que gozaba entre los demás sacerdotes de nuestra diócesis y entre los profesores de religión que con tanto empeño y dedicación él acompañaba y sostenía en situaciones no siempre fáciles de lidiar con las administraciones públicas.

De fina formación, fue un profesor de teología moral siempre atento a dar respuesta a las personas en sus preguntas y sus dificultades para vivir honestamente con su conciencia, con la tradición cristiana y con las indicaciones de la Iglesia. Por su magisterio docente en el seminario fueron pasando generaciones de seminaristas y otros alumnos que le recuerdan con gratitud y reconocimiento.

Con una salud ya algo quebrada, hace cuatro años vimos cómo hacer un cambio al pedirme dejar la Delegación de Enseñanza. Volvería al trabajo directo en parroquia, sin dejar sus clases en el seminario. Le propuse un reto que desafiaba sus fuerzas y su tiempo, pero que no opuso el más mínimo reparo para decir sinceramente su sí, mientras tuviese aliento para su entrega. No sólo era una parroquia como esta querida comunidad cristiana de San Miguel de Pumarín, tan numerosa en feligreses y tan necesitada de una revitalización honda, sino que tenía al lado un añadido que no era cualquier cosa: la atención del Colegio parroquial que formaba parte de un ambicioso proyecto que había también que acertar a acompañar en sus dificultades.

Luis me fue informando de sus pasos no siempre fáciles, de sus ilusiones, de cómo las cosas iban saliendo. Él se gozaba contándome cómo el milagro se hacía posible por la preciosa colaboración que tanto en la parroquia como en el colegio iba encontrando a raudales. Y es una ley de la vida, que cuando un cura se entrega en ser y vivir lo que el sacerdocio entraña, su trabajo no es estéril y suscita a su alrededor personas que le secundan con gozo en esa empresa de construir una comunidad cristiana que vive la parroquia y que cuida de un centro escolar a su sombra.

Era muy fácil hablar con Luis, y con él era sencillo buscar cauces de solución a los problemas de la vida. Siempre positivo, incansable ante los desafíos, tenía el raro arte de poner nombre a las dificultades y de intuir por dónde podrían solucionarse los conflictos. Ordenado, serio y riguroso, sin ser jamás triste, evasivo ni rígido.

Aprecié siempre en él que cultivase una leal amistad con un puñado de personas, sacerdotes y laicos, con los que hacía un camino en el que todos crecían. Sus amigos eran para él un tesoro, y tanto era cierto que a su obispo se lo compartía como quien relata algo hermoso y bueno que te ha sucedido en la vida. Hay amistades que no son sanas, y por eso tampoco terminan siendo amistades, cuando simplemente nos parapetan, nos jalean, con una complicidad que no permite nunca tener altura de miras sino cultivo de la mediocridad compartida y enfadada. Luis no era amigo así, era amigo de veras, como bien lo sabéis sus familiares, y cuantos gozasteis de su mayor cercanía en la amistad madura y sincera.

Intuí cómo una personalidad humana y sacerdotal de este calibre no podía por menos que nutrirse de una honda espiritualidad, esa que nos permite crecer cristianamente en la vida respirando el evangelio y alimentándonos de la gracia de Dios que nos hace sus hijos. Pero la hondura espiritual de Luis, muchos de nosotros la hemos visto crecer hasta conmovernos en su mejor predicación: la que desde el púlpito del dolor y la enfermedad no dejó de transmitirnos de mil modos. Cuando podíamos visitarle en el hospital, salíamos siempre tocados y conmovidos. Cuando ni siquiera esto fue posible, sus mensajes por whatsapp tenían el sabor de un testamento espiritual que sin exageración nos permitía leer entre esas líneas el testimonio de un místico que vive las cosas desde Dios.

Le dije en mi último mensaje de hace unos días: Querido Luis, hace unos minutos rezaba vísperas y el rosario en la terraza de la casa sacerdotal. Las primeras sombras de la noche con el orvallín que dulcemente caía, iban poniendo su cortina de magia y paz en la ciudad. Al fondo, el HUCA con sus luces. Me quedé mirando el enorme edificio con todas sus ventanas iluminadas y tras alguna de ellas tú en la novena planta… desde hace meses. Sé que no puedo visitarte. Tampoco quiero cansarte con mensajes. Pero no pasa un día en que no rece por ti y haga rezar por tu salud. En manos de Dios estamos. Sus santos ángeles nos guían. Que Rafael, medicina de Dios, te proteja. Y nuestra Santina te cubra cada noche con su manto. Un fuerte abrazo, querido Luis. Que tengas buena noche.

No hubo ya respuesta. Era el 29 de septiembre. Las respuestas que inmerecidamente me dio a todos mis anteriores mensajes son ese puñado de cartas que con tinta creyente y libre escribía un cristiano de veras, un sacerdote de una pieza, que nos íbamos pasando unos a otros como si fuera la epístola de algún apóstol. Y algo de esto tenía, cuando veíamos la entereza, la serenidad, la confianza de un hijo de Dios en las manos de su Padre. Porque así me lo dijo tantas veces cuando me quedaba un rato con él en el hospital. Recibo a Jesús en la comunión y luego pacto con la enfermera quedarme sin ninguna visita para estar un buen rato en silencio con el Señor. O cuando por la tarde rezo las vísperas o rezo el rosario mirando desde mi ventana la ciudad y el atardecer sobre las montañas lejanas. Así nos decía este buen hermano a tantos de nosotros.

Lo he tenido que vivir y decir demasiadas veces ya ante sacerdotes aún jóvenes como Luis que me ha tocado despedirles como a él en esta mañana. Una despedida que te desgarra aunque tengas esperanza cristiana, mientras se colocan en su sitio tantas cosas de las que a diario llenan nuestra agenda, nuestros desvelos, nuestras pretensiones y nuestras prisas. Todo entra en su justa medida, todo adquiere su verdadera dimensión, cuando contemplamos a un hombre joven todavía, a un cura de su grandeza moral y su entrega sin fisuras… que sin embargo ya estaba maduro para llegar a la meta de la que todos nosotros seguimos siendo peregrinos. ¡Cuántas cosas sin importancia las tomamos con una seriedad y tragedia indebidas! ¡Cuántas otras que realmente son las importantes las dejamos para mañana para lo mismo hacer cada día! Es una meditación esta que Dios nos brinda, especialmente a los sacerdotes, para valorar nuestras tristezas y poner nombre a nuestras dichas, porque quizás tenemos demasiadas veces alterado ese orden y sufrimos y hacemos sufrir por lo que no vale la pena, mientras que estamos distraídos o extraviados en aquello en lo que propiamente nos jugamos la vida.

El evangelio nos ha hablado del grano de trigo. Enterrado en la tierra buena, da fruto. Hoy enterramos el trigo de este querido hermano. Ahí va toda su vida, su entrega y su ministerio. Sabemos que nada de tanto bueno que en él admiramos, quedará baldío. Dará su fruto eterno como lo ha dado ya en quienes gozamos de su compañía.

Pedimos por su eterno descanso, ponemos ante la misericordia de Dios todos sus días, y estamos ciertos de la resurrección que también para él Cristo obtuvo triunfando sobre su muerte y sobre la nuestra.

Nos consolamos con estas palabras humildes, poniendo mesura a nuestra pena y dolor tan inmensos cuando lo abrimos a la esperanza cristiana. Que el Buen Pastor le reciba en el cielo hacia el que nosotros con trancas y barrancas seguimos caminando. Que nuestra Madre la Santina le acoja en su regazo. Descanse en paz este querido hermano.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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