Domingo Resurrección 2017

Publicado el 16/04/2017
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S.I. Catedral de Oviedo

Domingo de Resurrección

 

Ha amanecido esta mañana de otra manera. La noche larga y negra de tres días de sepulcro hizo que saltaran por los aires las penumbras malagüeras que nos acorralaban, nos asustaban, nos dejaban solos y mudos. Pero hoy la mañana no es una mañana cualquiera. Los inviernos todos, se han rendido a la eterna primavera por la victoria de Jesús sobre su muerte y la nuestra.

Nos quedan atrás estos días tan señeros, tan intensamente vividos por el pueblo cristiano que los quiere vivir de verdad entendiendo lo que significan. Pero la vida no tiene botón de pausa y sigue adelante su camino, el que misteriosamente ha trazado de modo providencial Dios con su eterna sabiduría. Y tras el silencio del día de ayer, sábado santo, hoy todo es palabra. Ayer tuvimos que aprender a escuchar el silencio, deletrear sus letras que no dialogaban, y aceptar el tirón que representa una derrota aparente pero mordaz, una muerte que se impone como vencedora a ultranza y sin quimera.

Hoy la Iglesia celebra otra cosa. Sin aspaviento ni alharaca. Pero sí, la convocatoria nos escenifica que quedaba lo mejor por llegar, quedaba propiamente dicha la última palabra. Es el final que se torna recomienzo, y donde todo parecía agotado, tumbado y aplastado, de pronto empieza allí la primavera con una pujanza tan nueva que hace olvidar todos los barbechos que ridiculizaron burlones la espera. Así, todas las penúltimas palabras llenas de oscuridad, de muerte y violencia, han quedado enmudecidas para siempre tras ese canto que como un himno a la alegría tenía por estrofa única un aleluya sin ocaso. Había una palabra última que debía ser escuchada y es la que de modo postrero se reservó Dios mismo para pronunciarla. Tras todo un camino de conversión y escucha, llega el momento del encuentro con esa palabra. Hemos llegado al centro del año cristiano. Todo parte de aquí y todo hasta aquí nos conduce y recomienza. Y como quien sale de una pesadilla que parecía inacabable y pertinaz, como quien sale de su callejón más oscuro y tenebroso, como quien termina su exilio más distanciador de los que ama, como quien concluye su pena y su prisión… así Jesús ha resucitado, según había dicho.

Por angostos que sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avata­res inhumanos, y por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido. Y esto significa que ni la enfermedad, ni el dolor, ni la oscuridad, ni la tristeza, ni la persecución, ni la espada… ni la mismísima muerte tendrán ya la última palabra, porque hasta la muerte ha sido muerta. Jesús ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, de la utopía cristiana, el camino de la verdadera humanidad, el camino que nos conduce al hogar de Dios sin más intemperies injustas y molestas.

Él ha querido morir nuestra muerte, para darnos como regalo más inesperado y más inmerecido lo que menos nuestro era: su propia resurrección. La puerta está abierta y el sendero limpio y despejado. Sólo basta que nuestra libertad se mueva y se­cunde su primordial iniciativa, la de Dios, la de su Amor. Sí, Jesús ha resucitado, y la luz ha vuelto a entrar en nuestro mundo víctima de las tinieblas de todos los viernes santos de la historia. La vida ha irrumpido en todos los rincones de muerte. Pero es posible que nosotros todavía no nos hayamos enterado, y nos ocurra como a María Magdalena, que se acerca al Sol de la vida, a Jesús, cuando todavía para ella es sólo una discreta amanecida, cuando para ella “aún estaba oscuro” (Jn 20,1), como nos ha descrito el Evangelio. Y en lugar de reconocer en los signos de la piedra quitada del sepulcro, el cumplimiento de cuanto el Maestro había dicho, quedó asustada, y echó a correr en busca de Pedro y de los otros, para hacer una interpretación tan apresurada como inexacta: “no está el Señor, se lo han llevado del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2).

Y fueron Pedro y Juan hasta allí para ver qué había sucedido. Pero sólo Juan, el discípulo amado, el de las confidencias al costado de su Señor, el de las fidelidades al pie de la cruz, el heredero y acogedor de la mismísima Madre de su Maestro… sólo él  como nos dice el evangelio, “vio y creyó” (Jn 20,8). La primera lectura de la misa de este día de pascua nos dice cómo los discípulos –Pedro en este caso– fueron los testigos de un acontecimiento: “nosotros somos testi­gos” (Hch 10,39). Sí ellos vieron el desenlace de un drama inimaginable: Jesús y lo que hizo en su paso haciendo el bien entre nosotros.

Como en la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores de nuevo pronuncian con palabra de eternidad que hermosea. Al unirnos a la alegría, al aleluya, al albricias de toda la creación y de todos los creyentes, también nosotros queremos ser testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua pro­clama y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence al odio… porque Jesús ha resucitado. Quiera Él hacernos ver, y constituirnos en testigos de ello, que todos los enemi­gos del hombre incluyendo a la misma muerte, no tienen ya en nuestra tierra la última palabra. Y que estamos llamados a cantar y a contar este mi­lagro, esta maravillosa in­tervención de nuestro Dios. En medio de todos nuestros dra­mas y dificultades, ha su­cedido algo, ha ocurrido algo, que ha modificado en nuestra historia todos los fatalismos que nos acorralan y atenazan: Jesús resucitado. Sí, vaya­mos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas nuestras esperanzas y alegrías, nuestra fe y nuestro amor, y veamos cómo Dios quiere resucitar­nos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera. Jesús ha re­sucitado. Vuelve la vida. El himno de esta alegría no tiene ninguna fuga en su tocata, sino un eterno regalo que nos permite volver a nacer poniendo en los labios y en el alma el aleluya.

Estamos de alborada con un alba inmensamente blanca. Que deje Magdalena sus llantos, que no siga Tomás con sus dudas, que Pedro y Juan no se paren en la carrera. Jesús ha resucitado de veras. Con María y con los santos, nos alegramos por la victoria del Resucitado que inmerecidamente nos regala. Queridos amigos y hermanos, feliz Pascua.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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