Bodas de oro y planta sacerdotales

Publicado el 08/06/2017
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Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

Capilla del Seminario metropolitano, 8 de junio de 2017

 

Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas, vida consagrada y fieles laicos, el Señor sostenga la luz con la que nos iluminó con el envío de su santo Espíritu y siga espirando su brisa que alienta nuestra esperanza.

De los varios atributos que el Hijo de Dios tuvo en su ejercicio del ministerio filial que el Padre le confiara, uno no menor fue precisamente su condición de Sacerdote, sumo y eterno Sacerdote. No al uso de la antigua Alianza, sino inaugurando la novedad que contrajo su llegada encarnada como Hombre Dios. Su humanidad se hace puente entre el Padre y los hermanos que llamó para que le siguieran y los que andando el tiempo vendríamos después. Pontífice entre Dios y todos los hombres que quieran acoger la gracia redentora de su mediación.

Hoy celebramos esta fiesta en comunión con toda la Iglesia para dar gracias con Jesús por su sacerdocio y por habernos escogido a algunos inmerecidamente uniéndonos a su ministerio santo. Es lo que le hemos pedido en la oración colecta: «concede, por la acción del Espíritu Santo, a quienes él eligió para ministros y dispensadores de sus misterios la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido» (Or. Colecta).

Hemos recibido una inmensa encomienda que nos une y vincula con el mismo sacerdocio de Jesús, el único Sacerdote de quien participa nuestro ministerio. Y este es el motivo de nuestro agradecimiento humilde y rendido cuando en esta mañana hemos vuelto a besar el altar para celebrar los sagrados misterios.

En este marco celebrativo nos unimos de modo especial a los hermanos que hace cincuenta o veinticinco años fueron ordenados. Es el día en el que festejamos con ellos las bodas de oro y plata sacerdotales cada año. Nos remontamos a aquel año 1967 cuando las primicias del todavía reciente Concilio Vaticano II llenaban de esperanza o sobresalto los primeros pasos de aquellos misacantanos. La vivacidad más gozosamente indómita y creativa, pero acaso también la precipitación en la aplicación de las reformas postconciliares, hizo de aquellos años un momento intenso de desigual recorrido y fortuna. Todas las luces y sombras que cada tramo de la historia conllevan y contraen se dieron cita en aquellos primeros momentos tras el Concilio. Por eso sois una generación meritoria, benemérita, por haber aprendido a remar en la barca de la Iglesia, cuando las aguas podían ponerse bravas y la orilla del destino del viaje no siempre clara y con su tierra a la vista. Es hermoso veros esta mañana aquí, habiendo vivido vuestro sacerdocio con la fidelidad debida desde la gracia del que os llamó a la aventura de seguirle ministerialmente.

La segunda fecha es la de 1992, con las bodas de plata de los más jovencitos que en esta mañana festejan la efeméride. Fue un año de olimpiadas y de expos. Vuestro ministerio apuntaba maneras como una verdadera carrera de todo tipo como hacen los atletas olímpicos y como una exposición de lo mejor con lo que el Señor había adornado vuestra vida para luego llamarla y unirla a sí, mientras os enviaba a anunciar la Buena Noticia.

Pero en ambos casos, después de cincuenta o veinticinco años, lo cierto es que habéis hecho un recorrido en donde se ha puesto a prueba vuestros ensueños, vuestra ilusión, la certeza de una vocación recibida y la realización humilde cada día de ese ministerio al que fuisteis llamados y enviados en la Iglesia del Señor. No os habéis reservado para vosotros mismos el don que recibisteis con la imposición de las manos, y como le sucedió a Abraham que no se reservó a su hijo sino que lo entregó a Dios para en Dios volverlo a recibir cada día, tal y como nos ha dicho la primera lectura, el Señor os colma de bendiciones con la fecundidad de las obras santas, que se os provoca a contar cada noche como quien cuenta estrellas en el cielo o la arena de la playa cada mañana (cf. Gén 22, 9-18).

Hacer la voluntad de Dios no es algo que se pueda aprender para siempre, y junto al gozo e ilusión de aquel día de vuestra ordenación sacerdotal, habrán venido tantos otros momentos menos agraciados o menos ilusionados, para cribar vuestra entrega y afinar vuestra entrega sabiendo que no sólo ofreciendo litúrgicamente vuestra vida Dios ha sido glorificado, sino buscando en cada momento lo que a Él le agrada haciendo su voluntad, como nos ha dicho la carta a los Hebreos que hemos escuchado (Heb 10, 4-10) o el alto y dramático testimonio de Jesús cuando hablaba con el Padre en Getsemaní si negociar con su cáliz y lo que el Padre le disponía (Mt 26, 36-42).

Por eso escucharemos ahora en el prefacio ese párrafo que hace de letra acertada en la música de nuestro encanto en un día como hoy en el que damos gracias a Dios por tanto marcando todo un programa de vida: «Él no solo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, preceden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte testimonio constante de fidelidad y amor».

Quedan atrás, muy atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos. Situaciones en los que os supisteis fuertes y acompañados, y otras en los que la confusión, el desgaste o la soledad os dejaron tocados. Pero como escuchasteis el día de vuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que os ha llamado. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo vosotros hayáis cambiado. Nos unimos a vuestro gozo con la más alegre leticia, con respeto también hacemos nuestros vuestros perdones ofrecidos y recibidos, y sobre todo con vosotros queremos dar gracias por lo mucho y por lo más, y pedir gracia para que se siga celebrando esta historia inacabada, que el Señor, Buen Pastor, sigue escribiendo cada día en la hora de su entraña con la tinta de vuestra libertad fiel y entregada.

Tenemos presentes a vuestros seres queridos, a padres, hermanos, amigos, profesores y formadores, sacerdotes y cuantos fueron decisivos en vuestro camino. También tanta gente a la que en nombre de Dios y de la Iglesia habéis servido: cuántos niños, jóvenes, adultos, ancianos han escuchado vuestros consejos, los habéis sostenido en sus zozobras, habéis enjugado sus lágrimas, habéis compartido también sus alegrías. No pocas de sus búsquedas, de sus preguntas habrán encontrado en vuestra paternidad espiritual una luz, un aliento y una fraterna compañía. Que hoy sea todo ello un homenaje al Señor y a vosotros, por vuestro sí, por el itinerario de vuestro rastro que se hace canto de gratitud en un rostro confiado.

Os encomendamos a nuestra madre la Santina de Covadonga. Que ella, madre del Hijo Sacerdote y madre del discípulo que nos representó al pie de la cruz, nos proteja con su maternal cuidado para bien de nuestra vida y de cuantos la Iglesia nos ha confiado.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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