La confianza que nos humaniza

Publicado el 26/04/2018
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Es, quizás, una de las experiencias más gratificantes que podemos tener en la vida: alguien en quien podernos apoyar, alguien ante el cual no hay que fingir con engaño ni explicar cansinamente mil cosas para que nos pueda aceptar. Cabalmente esta es la experiencia del propio hogar con tu familia, la del pequeño círculo de amigos de verdad: saben quién eres, conocen tus límites sin despreciarte y también tus talentos sin aprovecharse de ti.

La cuestión de la confianza es algo que aprendemos apenas abrimos nuestros ojos. Siendo como somos seres que nacemos en la más total dependencia, nuestros primeros pasos en la vida son fruto del mucho amor por parte de quienes más nos quieren, que deciden por nosotros pensando en nuestro bien. Y a base de dejarnos cuidar, terminamos por aprender qué significa vivir en un descuido; a base de experimentar el cobijo de quien nos protege por amor, llegamos a saber y a valorar agradecidamente el regalo de la confianza.

Esto ha pasado a nuestro lenguaje corriente, y los padres y los amigos nos avisan su cautela: fíate o no te fíes, cuando algo o alguien merodea nuestra vida. Así, una de las dádivas más hermosas que se nos pueden dar en la vida, es el tener cerca a alguien de quien podamos fiarnos. Una confianza tejida de gestos amables, de palabras sabias, de silencios elocuentes, de respeto maduro, de ternura delicada, de paciencia inmensa, de alegría sincera. Todos tenemos esta experiencia junto a las personas en las que hemos sido bendecidos, las que verdaderamente nos han querido.

Así le ocurrió a San Pablo, tan pagado de sí mismo y tan seguro de sus incertidumbres, hasta que se encontró con Cristo y sólo entonces pudo decir aquello que le valió por toda una vida: «sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12). Bien pudo él comparar sus falsas confianzas de antaño, con la que encontró en el Señor, cuando sin cita previa, Jesucristo se le cruzó en aquel día y hora, en su camino de Damasco, cuando descabalgó para siempre sus desconfianzas para empezar a fiarse de Dios como con sus padres hacen los niños.

Vivimos despiadadamente en un mundo que no propicia la confianza mutua, y vemos cómo a diario se dan las traiciones vengadoras, los rencores resentidos, sin que podamos apoyarnos en alguien que valga la pena. Está en el controvertido maremágnum de la política cuando no es honesta. Pero puede suceder en otros ámbitos si no cuidamos esta delicada planta de la confianza. Y cuando nos hacemos desconfiados, todo se torna sospecha, insidia, adversidad. Ya no es hermano quien tengo al lado o enfrente, sino que es rival que conmigo se pelea porfiando lo que yo he conquistado o al que arrebatar lo que yo no tengo todavía.

Entonces la vida se hace bronca, incierta, imponiendo un desgaste en las relaciones humanas omitiendo la humilde verdad de que todos somos necesarios y nadie es imprescindible. Toda historia de soberbia orgullosa que acaba en el desprecio del otro, como toda historia de envidia codiciosa que acaba en violencia, bebe de la desconfianza que nos enfrenta olvidando que al hermanarnos Dios que nos creó, nos hizo dependientes unos de otros. No se trata de una dependencia que humilla y esclaviza, sino una dependencia que completa y complementa. Es el mismo misterio del mismo Dios: tres Personas distintas que se aman con esa complementariedad de un Eterno Amante que es el Padre, que quiere a un Eterno Amado que es el Hijo, en un Eterno Amor que es el Espíritu Santo. Es la confianza divina de la que somos imagen y semejanza para hacer fraternamente un mundo distinto y mejor.

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