Ordenación diaconal. Pentecostés 2024

Publicado el 20/05/2024
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Era una descripción ajustada. La estancia estaba cerrada a cal y canto. Los corazones profundamente asustados. Así se nos presenta aquella primera comunidad cristiana con el escenario de la incertidumbre en la mirada y el miedo en el alma. Había sido demasiado fuerte lo vivido en las últimas semanas tras lo sucedido en el primer viernes santo de la historia. Luego vino la resurrección, los testimonios de las mujeres que sobresaltaban a los discípulos con su relato, los fugitivos que escapaban tristes y defraudados al Emaús de sus andanzas, o los que quedaban en el cenáculo sin Tomás o con Tomás según las fechas que tocaban. Especialmente incisivo y entrañable fue el encuentro con los discípulos donde todo comenzó, junto al mar de Tiberíades tras una pesca infructuosa que se tornó en inmensa redada como signo inequívoco de la ensoñada presencia de quien les esperaba en la orilla. Todo eso con una prisa apresurada de quien no tiene tiempo ni manera de asimilar tanto cuanto les desbordaba.

Así estaban aquellos primeros cristianos, discípulos de la primera hora. Abrumados tras la marcha del Maestro en su ascensión al Padre de cuya vera eterna partió al hacerse hombre en las entrañas virginales de María, se encontraban sin saber qué hacer, por dónde empezar, qué contar y sin claridad en el testimonio que dar. Pero María quiso reunirlos en ese escenario de sus miedos, en el ámbito de sus cavilaciones, acaso donde ellos debatían los pros y los contras de su no saber nada de nada. María no hizo nada especial, sino asumir su función de madre de todos desde que recibió una maternidad alargada al pie de la cruz en la persona de Juan y lo que él representaba. Ella ejerció su encomienda de engendrar y ayudar a crecer a esos hijos que se le confiaron por parte del Hijo Unigénito por antonomasia en aquel trance redentor en el Calvario.

María les enseñó a orar y a esperar. Este fue el retiro de aquella pascua pentecostal en el oratorio hermético de un cenáculo cerrado por dentro y por fuera de aquellas vidas vulnerables y asustadas. Había una promesa que Jesús les hizo a los postres de aquella cena postrera en ese mismo lugar: el Padre y yo os enviaremos un Espíritu Paráclito que venga a recordaros lo que fácilmente olvidaréis y a enseñaros en su plenitud de verdad cuanto seguiréis sin entender. Recordar y enseñar. Y así estaban María y aquel grupo de discípulos en la espera y la plegaria.

San Lucas nos relata lo que la primera lectura de hoy nos ha vuelto a narrar: “estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse” (Hch 2, 1-4). Este fue el espectáculo de una profunda transformación obrada por el cumplimiento de la promesa que Jesús les hizo.

El miedo se cambió en audacia, la ignorancia en sabiduría, el replegamiento de su pequeño mundo en apertura universal, la confusión de su dialecto de Babel en la glosolalia de todas las lenguas en Pentecostés. Salieron a la plaza con la llama de la gracia sobre sus cabezas y con el corazón ventilado por un viento huracanado que purificó sus miedos y resistencias. Y allí, ante el pasmo de aquel mundo universal concentrado en la plaza de Jerusalén, comenzaron a contar que Dios nos abraza con amor y misericordia, y que en esto consiste su inmerecida maravilla que nos salva.

Esto es lo que hoy celebra la Iglesia al término de estos días de pascua. El aleluya que no cabía en una jornada, que ni siquiera pudo agotar toda una entera octava, lo hemos alargado cantándolo durante estos cincuenta días como el canto de una victoria que enciende su luz en nuestras penumbras, que pone el bálsamo de su gracia en las heridas de nuestros pecados, y que nos envía como testigos en medio de un pueblo reunido en cada una de nuestras plazas y periferias.

En esta hermosa fiesta litúrgica, la catedral de Oviedo hoy es también un cenáculo. Con María en este su mes dedicado a ella con las flores de nuestra piedad y el regalo de su maternidad que nos acompaña como a sus hijos que somos, esta tarde tenemos un año más el regalo de ver que unos hermanos nuestros van a recibir las órdenes sagradas. Es toda la Iglesia diocesana aquí presente, la que se alegra por tamaño don al acompañar y sostener con nuestro afecto y oración a estos cuatro hermanos que van a ser ordenados diáconos transitorios hacia su no lejana ordenación presbiteral.

Queridos Dimas, João, Juan Bautista y Jonathan, vuestros nombres están inscritos en ese libro grande de la historia de Dios que se entremezcla con nuestro relato biográfico. Desde Valdesoto aquí en Asturias, o desde Caconde junto a São Paolo en Brasil, o desde Barbate en Cádiz o desde Cartago en Costa Rica, estos cuatro jóvenes ven culminar un largo período de preparación. No han sido sólo los estudios filosóficos y teológicos, sino también el aprendizaje comunitario con los compañeros que se les dieron como ayuda fraterna, el crecimiento en la comprensión del amor de Dios y cómo habéis entonado cada día la liturgia de alabanza, o habéis nutrido el hambre del alma con el pan de la Eucaristía, o habéis abierto vuestras dudas y desconfianzas en las heridas del pecado ante el bálsamo que os perdona y espera cada día. Os habéis fiado también de la Iglesia, en cuyo seno habéis hecho todo un recorrido desde vuestras parroquias y comunidades, para prepararos debidamente en este servicio eclesial que significa vuestro ministerio al que Dios os ha llamado.

Quedan atrás tantos momentos vinculados a un sinfín de circunstancias: nombres de personas, de lugares, situaciones de luz meridiana que confirmaban vuestro santo propósito o de apagón en las certezas que os dejaban como rehenes de las vacilaciones. Nombres y lugares que han supuesto para cada uno de vosotros un acompañamiento regalado: vuestros padres y familiares, vuestros amigos, sacerdotes y educadores, hermanos que han sobrevenido cruzándose beneficiosos en vuestra andadura. Por todos ellos damos gracias con vosotros en esta tarde.

Vais a ser ordenados diáconos. El diaconado nace como una necesidad de la Iglesia naciente para diversificar el ministerio que el Buen Pastor puso en manos de sus apóstoles. Ellos debían dedicarse con una mayor intensidad a sus comunidades como obispos y presbíteros, pero sin descuidar aspectos que debían encontrar otras manos, otros labios, otras entrañas fraternas. El diaconado está estrechamente vinculado a la palabra del Santo Evangelio y a la diligencia de la Caridad cristiana. Así será vuestro ministerio durante este año junto a algún presbítero, dentro de una parroquia de la Diócesis. La palabra de Dios proclamada en vuestros labios, el amor de Dios repartido con vuestras manos caritativamente. Pero para ese menester es preciso que seáis oyentes de cuanto luego nos contará vuestra boca, y mendicantes de lo que luego nos distribuirán vuestros brazos.

Porque de no ser así, en vosotros diáconos, o en nosotros presbíteros u obispos, terminamos contando nuestras cosas alicortas o interesadas que no nace de lo que Dios incesantemente habla, o repartiendo nuestras naderías que no brotan del Corazón entrañable de ese Jesús hijo bienamado. Por eso, nuestro ministerio diaconal que hoy comienza, será un ensayo general a lo que luego continuaréis como presbíteros: oyendo en Dios lo que luego nos predicaréis, acogiendo en Dios lo que después nos regalaréis.

Enhorabuena por este paso importante. La Iglesia diocesana se alegra con vuestra generosa confianza en el proyecto de Dios para vosotros. Continuad dejándoos acompañar por la Madre Iglesia y construid desde el Señor, Buen Pastor, la comunidad que se os confía. Encomiendo vuestro ministerio a los santos diáconos y a Santa María, nuestra querida Santina de Covadonga. Gracias, queridos Dimas, João, Juan Bautista y Jonathan. El Señor que ha comenzado en vosotros esta obra buena, la llevará a feliz término con la gracia de su llamada que Él renueva y vuelve a proponeros cada día. Amén.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo