Misa de clausura en la JRJ de Covadonga

Publicado el 15/04/2018
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Hace treinta y tres años el papa San Juan Pablo II tuvo un sueño y quiso mostrar a la humanidad que la Iglesia era joven, como luego dijera Benedicto XVI en su homilía de comienzo de pontificado. Recién ordenado sacerdote estuvo cerca de los jóvenes con los que iba a escalar montañas, a bajarlas esquiando por sus laderas nevadas, a deslizarse por los ríos en las piraguas. Y en ese ambiente de naturaleza, paisaje del mismo Dios que la creó, les iba transmitiendo a Jesucristo como ese amigo que vive, que nos conoce, que se pone a caminar a nuestro lado como hizo, tras su resurrección, con los discípulos. San Juan Pablo II les despertaba la pasión por la belleza de la vida cristiana, y de aquellos encuentros salieron tantas familias cristianas donde chicos y chicas se conocieron, salieron tantas vocaciones a la vida consagrada, y tantas vocaciones al sacerdocio. Por este motivo, quiso aquel querido y recordado papa proponer ese sueño de convocar a toda la juventud cristiana en las llamadas JMJ, Jornadas Mundiales de la Juventud. Eso sucedía en Roma en 1985, cuando yo estaba allí como estudiante. Luego he podido participar en tantas de esas JMJ, como sacerdote y como obispo.

Así ha nacido esta preciosa edición de nuestra primera JRJ, Jornada Regional de la Juventud. Creedme que estoy conmovido por la respuesta. Quiero dar sentidamente las gracias a nuestros delegados de pastoral juvenil de las cuatro Diócesis de nuestra Provincia Eclesiástica: Astorga, León, Santander y Oviedo. Particularmente al equipo de Oviedo que, como anfitriones en esta ocasión han tenido que moverse y organizar tantas pequeñas cosas que no han sido tan pequeñas. A los voluntarios, los catequistas, los sacerdotes y religiosas que habéis acompañado a vuestros jóvenes. También a nuestras hermanas contemplativas que desde sus monasterios de clausura se han unido con su oración y afecto para apoyarnos ante el Señor. Gracias también al Abad y los demás hermanos y hermanas que aquí en Covadonga han facilitado todo para que pudiésemos ser acogidos en la casa de nuestra Santina. Gracias, igualmente, al Sr. Alcalde y a la corporación municipal de Cangas de Onís por su acostumbrada acogida y amistad. Al coro de la JRJ con toda su música y letra.

Ayer trabajasteis por grupos la catequesis que se os dio en la parroquia de Cangas de Onís. María fue la propuesta, como de una primera cristiana, la más grande y cercana que Dios ha puesto a nuestra vera. María vivió pidiendo que se hiciera vida y entraña la Palabra que Dios mismo guardó para Ella. No hizo otra cosa sino vivir esa Palabra cuando Dios se la decía llenando de luz sus pasos e incluso cuando Dios con una aparente oscuridad la silenciaba. Por eso María fue dichosa entre todas las mujeres, por haber creído, por haber acogido, por haber cantado y contado la Palabra de Dios para la que nació bienaventurada. Es lo que hemos querido recordar aquí en Covadonga, dentro del primer centenario de la coronación de nuestra Santina.

Quise salir a vuestro encuentro ayer por la tarde para unirme a la marcha de subida desde Cangas de Onís hasta el Santuario de la Santina. A la mitad del camino os divisé y me sumé a vuestra andanza. Era una fiesta de color y de alegría. ¿Quiénes son? -Me preguntaban algunos paisanos que me reconocieron bajando a vuestro encuentro. ¿Quiénes erais? No estaba ante caras raras, ni delante de un jardín idílico, ni estábamos en un parque temático. Guardo en la memoria de mi corazón lo que he vuelto a vivir con vootros, más de cuatrocientos jóvenes, subiendo hasta Covadonga. Es la vida que se abre en vosotros lo que llena de esperanza el horizonte de una humanidad distinta y diversa. Porque no hubo botellón, ni os arracimásteis indignados con pancarta y barricada de encargo, no corrió el humo de la droga porrera ni el colocón pastillero, ni tampoco el alcohol siempre prematuro que desinhibe la mesura y traiciona la verdad trucando con chantaje los encantos.

Chicos y chicas acompañados por sacerdotes, seminaristas, catequistas, religiosas, de nuestras diversas parroquias, colegios, movimientos y asociaciones católicas, con su mochila en ristre hasta la casa de María a través del Valle del Auseva. Ante tal espectáculo la gente se preguntaba con razón quiénes erais, mientras saludabais poniendo la mejor sonrisa que testimonia la gracia y la belleza de quienes a vuestras edades ya han encontrado a Dios que de tantos modos buscáis, que de tantas maneras Él se hace encontradizo.

María subió con prisa a la montaña para ir al encuentro de su prima Isabel. Hay prisas que nacen del ansia agobiada, y hay prisas que nacen sencillamente de la urgencia del amor. Así nosotros quisimos subir a la montaña por esos preciosos vericuetos, tocados como la Virgen por ese mismo Dios que en ella se encarnó.

Tuvimos tramos de sendero entre bosques con el frescor de sus hojas que hacían de parasoles en las horas del calor. Subidas y bajadas como la vida misma, llanos en los que tomar respiro, mientras escuchábamos el trino de los pájaros con esa sinfonía que para ellos y nosotros había compuesto Dios. No faltó tampoco el río que nos guiñaba saltarín a la vereda del camino o nos saludaba cuando lo cruzábamos en los puentes de madera o de piedra que se abrían a nuestro paso. Y así llegamos a Covadonga, tras la ascensión que nos hizo compañeros de camino, compartiendo la fatiga, el esfuerzo, la jovial alegría, la conversación improvisada, y la admiración por tanta belleza que ante nosotros se exhibía.

Juegos por la tarde, tras la acogida del Sr. Abad. Hubo también confesiones, que siempre hay algo por lo que pedir perdón y ser abrazados por la gracia que nos salva. Y llegamos a la vigilia de oración. Desde la Santa Cueva, procesionamos a nuestra Santina. Un silencio todo lo envolvía y creedme que me tocó el corazón la seriedad madura con la que hicimos ese breve recorrido. La noche puso su escenario de penumbra, que era rasgado por las antorchas de nuestras velas, permitiendo iluminar discretas nuestros rostros donde brillaban los ojos que buscan a Dios. Colocamos nuestras pequeñas luminarias a los pies de la Santina, como quien se hace mendigo de una luz mayor, esa que nace de lo alto y que nos regala el Señor que nace de María. Y así estuvimos escuchando su Palabra viva y adorando su Presencia resucitada en la santa Eucaristía, mientras pedíamos por los sacerdotes, las religiosas, los laicos, los catequistas, las familias, poniendo en la plegaria unos granos de incienso que elevasen nuestros rezos, como el humo perfumado subía hasta Dios. Y subió nuestra plegaria, mucho más alta y más colorida que los fuegos artificiales que nos dejaron un rato la boca abierta y algo de tortícolis de tanto mirar para arriba.

Hoy el Evangelio nos habla de un encuentro con Jesús resucitado. El Señor se hace amigo y acompañante de aquellos asustados discípulos, y puso su mano sobre sus hombros como escenifica el precioso icono que nos ha acompañado: el llamado “icono de la amistad” entre Jesús que lleva el libro de su Palabra, y el abad Menas con el papiro enrollado de su propia biografía. Jesús le pone su mano sobre el hombro, y el camino ya no es el mismo porque, aunque el paisaje no cambie con todos sus climas, con todas sus cuestas abajo y sus cuestas arriba, con sus soles que atorran y sus fríos que tiritan, será siempre un paisaje acompañado por quien más nos quiere.

Entonces, lo que comenzó en Jerusalén hace dos mil años continúa en nuestras calles, en nuestras bregas y quehaceres. Y como aquellos dos de Emaús al volver de su fuga, también nosotros podremos contar lo que nos ha acontecido en el camino, cuando nos encontramos con Jesús (Lc 24,35) mientras nos ha sido concedido el saludo de la paz que nos hace instrumentos de la misma ante aquellos a los que somos enviados.

Termino con un pequeño recuerdo de mi mocedad, que ayer una de vosotras, Noemí (de Astorga) me recordó cuando entrábamos en la Santa Cueva, porque me lo escuchó hace años cuando lo conté donde me sucedió. Algunos preguntan si aquí en Covadonga hay milagros como suceden en Lourdes. Siendo yo joven seminarista vi un milagro en Lourdes. Entonces trabajaba en el equipo de acogida en ese santuario francés. Llegaron dos matrimonios malagueños. Sus jóvenes mamás, realmente mamás primerizas, llevaban ante la mirada asombrada de sus esposos, dos carritos de niño. En ellos estaban sus hijos. Yo nunca había visto a dos niños (de unos cuatro o cinco años) con tanta deformidad, con convulsiones y gritos que te hacían temblar. Y al verlos, pregunté a sus madres: ¿a qué habéis venido? Ellas me dijeron: a pedir un milagro a la Virgen para nuestros hijos.

Estuve todo el día con ellos. No perdía ojo a aquellos dos pequeños que me revolvían mil preguntas, me restregaban mi pobreza humana y me dejaban sin respuesta ante algo que me desbordaba. Iban pasando los minutos y las horas, y no había cambio, no llegaba el milagro esperado. Terminando el día, me despedí. Estaba sonrojado, casi enfadado con Dios y con la Virgen por haber defraudado a esas preciosas mamás que con tanta fe habían hecho un viaje tan largo para pedir el milagro para sus hijos. Pero resultó que el defraudado era yo, y yo sólo el enfadado. Una de ellas me dijo con una inolvidable dulzura: ha habido milagro, el que no imaginábamos, el que más necesitábamos.

¿Cómo así -repuse yo? Pues mira, nuestros hijos eran una maldición y una complicación para nuestra vida. No aceptábamos tamaña desgracia y casi nos arrepentíamos de no haberlos abortado a tiempo.

Entonces ¿el milagro? -les dije yo-. El milagro la Virgen nos lo ha hecho a nosotras porque nos ha cambiado la mirada. Estos niños no son un desliz de Dios, no son una creación fallida. Eran nuestros ojos los que estaban enfermos para poder ver en ellos lo que Dios contempla y contemplará eternamente. No son una maldición que nos complica, sino un regalo que no sabíamos reconocer y ahora por él damos gracias. El milagro ha sido no la vida según nuestro capricho, sino la vida con un modo nuevo de mirarla.

Queridos amigos, queridos jóvenes. Este es el milagro que pedimos al buen Dios por intercesión de nuestra Santina. Este es el milagro que más veces se concede en Covadonga. Quiera el Señor que volvamos a la vida de cada día, donde nosotros estamos con los estudios, los trabajos, las preguntas, las relaciones, los proyectos sin dibujar vocacionalmente y los sueños enamorados. Ahí, por donde cotidianamente se pasean nuestros pasos, ahí se nos regala el don de sabernos acompañados por Jesús que nos da su paz resucitada, que pone su mano en nuestro hombro y cambia con su luz nuestra mirada.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Covadonga, 15 abril de 2018

 

 

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