Homilía Vigilia Pascual. 11 de abril 2020. Santuario de Covadonga

Publicado el 12/04/2020
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Tiene magia siempre la noche. Lleva en sí un halo de misterio que nos acerca la intimidad y propicia el embeleso, cuando las faenas y las fatigas de una jornada han cedido y declinado, y se abren amorosas las horas que no marcan los relojes del tiempo. No en vano, conmovido, decía el gran escritor francés Paul Claudel, que la noche es cómplice de Dios.

Y así, con estas primeras sombras que abren esta noche especial, volvemos de nuevo a esta catedral verde de la Santa Cueva del valle Auseva, corazón espiritual de nuestro pueblo cristiano aquí en Covadonga. Pero hoy es especial la cita, porque en esta noche se ha encendido una luz que no declina nunca, que es capaz de alumbrar sin deslumbrarnos y a su lumbre encontramos calor sin que quedemos abrasados. A tientas hemos venido, como quien de noche sigue buscando con ha sucedido a lo largo de la historia en tantos peregrinos de la luz que en el mundo ha habido. Decía S. Agustín conmovido en sus Confesiones, que siempre estaremos inquietos hasta que nuestro corazón descanse en el Señor. Y mientras tanto iremos de aquí para allá, cada cual con su inquietud más pública y patente, o con la más íntima y escondida, pero todos, inquietos, seguiremos buscando a quien nos pueda dar la luz y la lumbre que nos estrenen la claridad y la calidez para la que fuimos nacidos.

Habitualmente encendemos un fuego, que tras la bendición se hace fuego hermano, y pone su chispa en el cirio que nos preside y acompaña en ese breve éxodo desde el pórtico o el atrio hasta el altar, símbolo de lo que andamos por los mil caminos por los que a diario deambulamos. Luego vamos compartiendo la luz que de ese cirio tomamos, como quien recibe una gracia pequeña y adaptada a la oscuridad de cada cual, pero que al compartirla volvemos a ver que servía a los hermanos. Con ellos vamos llenando de resplandor las naves de nuestras iglesias que han ido haciendo paso a la luz de la que cada uno de nosotros era un humilde portador. Este año se ha visto reducido este sugestivo y bello rito por las indicaciones que nos ha hecho la Santa Sede ante las restricciones de la pandemia que han aligerado la liturgia celebrada con poca gente presente.

El himno del exultet, de tan antigua tradición como plegaria ante el cirio pascual, ha levantado acta en su belleza de texto y de canto, de cómo todo ha conspiradopara nuestro bien como decía el poeta Rilke, y con sus versos venía a remachar lo que Pablo en la carta a los Romanos atestigua para aquellos que aman a Dios: que todo, absolutamente todo, sirve para el bien…, si sabemos mirarlo, acogerlo y comprenderlo como don que Dios nos da. Esta es la osadía de una libertad que no censura las circunstancias, sino que en todas ellas es capaz de leer lo que Dios escribe en ellas y de escuchar lo que en ellas Él nos canta.

Una larga historia sagrada nos ha hecho escuchar sentados el itinerario que ha seguido el Señor con sus hijos. No es una historia conocida pero extraña, sabida pero ajena, sino que en esas páginas se estaba hablando también de nuestro itinerario. Fuimos pensados, queridos y soñados desde siempre, y el Creador puso su firma al hacerlo, rubricando en nuestra vida la bondad y la belleza con las que nos creó. Los avatares que luego ha seguido la larga historia de la humanidad, y los que cada uno de nosotros ha ido describiendo según el paso de su edad, nos dicen lo que ya nos han contado las hazañas y pruebas, las gracias y pecados, el celo y la paciencia con la que Dios se iba haciendo presente a través de los profetas. Leer la historia sagrada como se nos ha recordado en esta noche santa, y hacerlo de modo biográfico reconociéndonos dentro de ella, es lo que siempre nos permite a los creyentes pedir perdón y acogerlo, alabar al buen Dios y saber agradecerlo.

Una historia que no ha terminado en un callejón sin salida como si hubiera sido una vida truncada la de quien pasara haciendo el bien, el Señor Jesús. No, su vida no acabó amordazada por la muerte y sepultada en el vacío de la nada. Porque al tercer día, según había dicho Él mismo, el templo de su cuerpo macilento sería reconstruido una vez que en la cruz lo destruyeron. La palabra última no le corresponde al mutismo de los infiernos a los que bajó Cristo muerto para denunciar el mal supremo desde el anuncio del sumo Bien. No fue mutismo, fue simplemente silencio en donde su Palabra resucitada se dejó de nuevo escuchar para no enmudecer jamás. No fue vacío o fuga, fue simplemente soledad en donde su Presencia se dejó de nuevo contemplar para no ocultarse jamás en toda su Belleza.

En este sábado santo que ya atardece para entrar en la noche de pascua, hemos sido acompañados por María en medio del silencio asustado que nos envuelve, y con ella creemos que Dios pronuncia una palabra creadora sembrando en el surco de la muerte la semilla de la vida que no acaba. Es la historia nueva que estamos celebrando aprendiendo a situarnos a nosotros, todos nosotros, dentro de ella. No es un recuerdo ritual que escenifique algo lejano, algo que no nos corresponda, sino que estamos actualizando con el sabor de un único e idéntico estreno la gracia resucitada que nos permitió nacer de nuevo.

El agua que normalmente vertemos en nuestras cabezas tras bendecirla en la fuente bautismal, será una aspersión de deseo en esta noche de confinamiento, pero las promesas que hicimos o que hicieron en nombre nuestro al ser bautizados antaño y que ahora vamos a renovar, nos permitirán dar gracias por nuestro bautismo, sabiéndonos invitados a salir de los pecados, y a ser testigos de la Resurrección del Señor.

Hay noches que no se terminan en nuestro mundo, como también hay muertes que no aciertan a resucitar por no tener un Salvador al que quieran invocar para que las salve, hay heridas que siguen sangrando en este mundo enfrentado y violento, corrupto y desalmado. Todo nuestro mundo que sigue empeñado en caminar los senderos que llevan a ninguna parte. Para todos ellos Cristo ha muerto y resucitado también. A todos ellos somos nosotros enviados con este anuncio de una buena noticia, que suena a aleluya y que pone la alegría esperanzada en nuestros labios. Porque la Pascua de Jesús ha venido para iluminar el maleficio de lo oscuro llenado la noche de luz bendita y resucitada.

Queridos hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado. Estamos de enhorabuena. Dejémonos conmover por el regalo que nos hace con su Palabra y su Presencia como verdadero anuncio de una Buena Nueva. Feliz Pascua.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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