Homilía de Navidad 2021

Publicado el 25/12/2021
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Ha vuelto a suceder. Anoche, el pueblo cristiano se volvía a sombrar de la insólita manera con la que Dios respondía a nuestros desafíos indicándonos un recién nacido como motivo para nuestra esperanza. No era el sabelotodo sabihondo que venía a darnos lecciones, ni el prepotente mandamás que nos imponía sus condiciones, ni el guerrero armado hasta los dientes que venía con sus cláusulas de paz. Era un niño, un bebé apenas nacido, a las afueras de un pueblecito sin mapa, desconocido para casi todos, en aquel Belén que significa “casa del pan”.

Una joven mamá, primeriza en todo. Un asombrado José que prestará su apellido y su cuidado con todo el amor enamorado a pesar de no entender del todo lo que había sucedido en su prometida esposa, pero que sencillamente se fio de Dios. Y el pequeñín, como todos los pequeños recién nacidos, como todos nosotros cuando lo hicimos, se iría asomando a la vida entre las miradas curiosas de extraños adoradores que con zurrones de pastor se apremiaron a acudir por indicación del ángel, y tamborileros que llegan con su fanfarria bulliciosa. La mirada más buscada por aquellos ojillos apenas abiertos, era la de María, a la que aprendería a llamar con toda verdad: “mamá”. Su regazo materno, la leche de sus pechos, los besos de su ternura, y el asomo sorprendido cada día ante aquel pequeño que siendo Dios… se parecía a ella, Virgen María.

Hay una burra que con su rin-rin va hacia Belén cargada de chocolate. Así lo hemos cantado tantas veces en el villancico popular. El pequeño Jesús la espera y se relame, como nuestro imaginario piadoso e infantil lo ha podido entrever en medio de las estrofas de la vida. Son muchas las navidades que nos contemplan desde los años que hemos ido dejando atrás. Y al llegar esta inédita Navidad que nunca antes había sucedido y que nunca después se repetirá, nos volvemos a situar en torno a las mesas de comidas o cenas primorosamente preparadas, y acudimos a la iglesia para cantar nuestra fe con alabanzas, mientras que echamos en falta las sillas vacías que personas queridas nos dejaron ya, o que ya no nos acompañan por las calles y plazas hasta llegar a este altar en un día de tan señalada fiesta navideña.

En estos tiempos como los nuestros, no todo sopla a favor, y hay vientos pertinaces que se empeñan en avivar los rescoldos de algunos incendios que nos asolan con susto y disgusto. Pero, a pesar de los pesares, hay un aire distinto en esta época del año que nada ni nadie es capaz de censurar. Es cierto que los avatares de la vida a veces nos imponen escenarios duros y complejos, que desbaratan las agendas, se llevan al traste los quereres que soñamos eternos, perdemos personas y haciendas. Basta asomarse al reguero de esta todavía inacabada pandemia, o contemplar las secuelas de la lava destructora en la preciosa isla de La Palma tras lo que han sufrido semanas atrás.

Y, sin embargo, a pesar de los reveses con los que las circunstancias nos oscurecen o nos acorralan, este tiempo de vivencia de la Navidad cristiana es capaz de encender una luz diferente, esa que se hace cálida en nuestras intemperies tiritonas, la que se hace luminosa en nuestras penumbras y oscuridades. Por eso el adviento cristiano tiene esa maravillosa fortaleza, humilde y discreta a la vez, que consigue devolvernos la esperanza mientras nos sostiene en el empeño de seguir escribiendo la historia para la que nacimos. Una historia que tiene renglones torcidos, en la que no faltan algunos borrones, pero en la que lo más importante y hermoso se sobrepone a cuanto nos deja perplejos y nos impone sus contradicciones. Siempre hay una palabra final, después de todas nuestras penúltimas pronunciadas, en la que es posible escuchar el canto de la esperanza.

Tiempo de espera ha sido esta andadura que nos mete de bruces en la Navidad cristiana, momento de esperanza marcando los pasos de la alegría que no defrauda. Son las calendas en las que, con sabor a turrón y mazapán, con las castañas asadas y nuestra sidra dulce, ensayamos los villancicos propios de esta época mágica en la que el niño que llevamos dentro parece revivir ante la conmemoración del Niño Dios que nos nació como chiquillo. Es lo que representa esa preciosa tradición de sabor franciscano, con la construcción de nuestros nacimientos y belenes, desde aquella nochebuena de 1223 en la que San Francisco de Asís quiso escenificar en un Belén viviente lo que luego se ha ido adentrando en nuestros hogares e iglesias, en nuestras calles y plazas haciendo de mil modos un nacimiento. Desde nuestra más tierna infancia lo hemos visto en nuestros hogares, como una hermosa tradición que nos heredaban nuestros mayores, poniendo un  paisaje a lo que aconteció hace dos mil años, y que vuelve a suceder si le dejamos a Dios entrar en nuestros cruces de camino, en nuestras cuitas, en nuestros círculos familiares y de amigos, en lo que nos permite soñar a velas desplegadas dibujando nuestra mejor sonrisa o en lo que nos arruga poniendo en vilo la confianza con el llanto de nuestras lágrimas. En todo ese vaivén que es justamente el de la vida, ahí se señala el significado del Belén como acontecimiento de un Dios que siempre nos acompaña.

Sí, la vida es como un ensayo general de ese Belén viviente que es nuestra existencia. Ahí Dios se hizo hueco, y se sigue haciendo todavía, como cuando vino a morar humanamente naciendo de la Virgen María. En la Señora se hizo sitio para poder anidar en mi vida si recordando lo que sucedió entonces, dejo que vuelva a suceder nuevamente en el presente de mis días. Lo describe un bellísimo poema de un poeta andaluz, Antonio Murciano, que nació también en una Navidad. Los versos describen el encuentro entre Eva y María.

 

La visitadora

Era Belén y era Nochebuena la noche.

Apenas si la puerta crujiera cuando entrara.

Era una mujer seca, harapienta y oscura

con la frente de arrugas y la espalda curvada.

Venía sucia de barro, de polvo de caminos.

La iluminó la luna, y no tenía sombra.

Tembló María al verla; la mula no, ni el buey, rumiando paja y heno igual que si tal cosa.

Tenía los cabellos largos color ceniza,

color de mucho tiempo, color de viento antiguo.

En sus ojos se abría la primera mirada,

y cada paso era tan lento como un siglo.

Temió María al verla acercarse a la cuna.

En sus manos de tierra, ¡oh Dios!, ¿qué llevaría…?

Se dobló sobre el Niño, lloró infinitamente

y le ofreció la cosa que llevaba escondida.

 

La Virgen, asombrada, la vio al fin levantarse.

¡Era una mujer bella, esbelta y luminosa!

El Niño la miraba. También la mula. El buey

mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.

 

Era en Belén y era Nochebuena la noche.

Apenas si la puerta crujió cuando se iba.

María al conocerla gritó y la llamó: «¡Madre!»

Eva miró a la Virgen y la llamó: «¡Bendita!».

¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella!

Afuera aún era pura, dura la nieve y fría.

Dentro, al fin, Dios dormido sonreía teniendo, entre sus dedos niños, la manzana mordida.

 

Antonio Murciano

 

Queridos amigos y hermanos, es un motivo de recuerdo y gratitud, que colman con santa alegría nuestra esperanza. Deseo de corazón que todos tengáis una santa y feliz Navidad, porque Dios nació y renace cuando le abrimos las puertas de par en par y a todos a los que Él ama. Con mi bendición, mis augurios más gozosos para el año venidero.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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