Homilía en la Vigilia Pascual            

Publicado el 22/04/2019
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El fuego precede la liturgia más importante del año cristiano. Es bendecido cuando vamos al su encuentro desde nuestra oscuridad en la mirada y tibieza en las entrañas, para encontrar en él una luz y una lumbre que nos pueda acompañar. Pero no se trata de un guiño exótico de corte naturalista con ecología barata para poner una nota cultural con uno de los elementos que nos definen como criaturas junto al agua, al aire y a la tierra, como decían los hermanos Böhme en su célebre ensayo de hace sólo unos años. No, nosotros traemos aquí el fuego como quien enciende una llama que ilumina y caldea la penumbra y la frialdad que en nuestra vida se dan.

Así hemos dado comienzo en el claustro los primeros ritos iniciando casi a oscuras una procesión a tientas como intuyendo el camino, adivinando la salida, soñando aquello para lo que nacimos en una bendita amanecida donde poder descubrirnos, reconocernos, amarnos tal y como Dios mismo nos descubre, reconoce y nos ama a la hora de la brisa, tal y como bellamente nos relata el libro del Génesis.

Poco a poco nos hemos adentrado en este templo sin más luces casi, que nuestras llamas. Se me iba la imaginación a esa hermosa catedral parisina de Notre Dame que tantas veces he visto y en la que pude rezar. No vale cualquier fuego para hacer el gesto que en esta noche estamos haciendo con la vigilia de pascua. Los cristianos de París deberán acudir a otro escenario donde las llamas sean sólo y siempre hermanas.

El canto del exultet pone su alabanza por la historia que aquí se va a narrar en torno al cirio que nos presidirá como símbolo durante toda la pascua. Es el cirio que encendemos cuando bautizamos a nuestros catecúmenos, tengan la edad que tengan, y cuando decimos el adiós de un “hasta el cielo” a los hermanos a los que Dios llama. En torno a este cirio se nos ha recordado una historia que trae salvación, y a la que nosotros pertenecemos formando parte de ella desde nuestra vocación cristiana particular. “Esta es la noche en que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos”. ¡Qué hermosa manera de contarnos lo que hemos cantado!

El relato de la creación, y los avatares de un pueblo a cuyo encuentro no dejó de salir Dios, los hemos escuchado en la lectura larga de la Palabra de Dios que esta noche se proclama con calma. Es una historia en la que nosotros escribimos también nuestra página, con nuestros renglones a veces torcidos, con los borrones del alma, pero en donde Dios no deja de narrar una vieja historia sencilla y bella que nos vuelve a proponer a trancas y barrancas según vamos viviendo tantas cosas, con tanta gente, en el paso imparable de nuestros días y hazañas.

La muerte no muere más, nos ha dicho la lectura de Pablo a los Romanos (Rom 6, 3-11), ha perdido su dominio. El último chantaje ya no tiene veneno mordaz que mata, aunque duela tanto cuando muerde. Jesús ha vencido su muerte y la nuestra, y tras todas nuestras penúltimas palabras, Él se reserva siempre esta palabra que suena a victoria invicta y eterna en el cielo que nos viene.

El evangelio de la noche de pascua es siempre conmovedor por su trama tras lo que en estos días atrás hemos ido viviendo. La escenografía que nos dibuja san Lucas es precisa en detalles: unas mujeres tempraneras, con aromas para su amado Señor muerto, decidieron así salir a su encuentro. Iban a embalsamar un difunto, aquel cadáver que es lo que ellas pensaban que les quedaba. Quedaban atrás tantos momentos, tantos gestos, milagros y palabras. Ellas con su pena y sus ungüentos, iban a tener ese requiebro final como homenaje piadoso y póstumo a quien tanto amaron y tanto bien les hizo.

Se reconoce el intento, se agradece el gesto, pero la pregunta que ante su desconcierto por la piedra rodada y el sepulcro vacío les formulan aquellos dos hombres revestidos de luz, les dejaría perplejas y sin entender nada. Pero la pregunta vale por todo un examen de la vida: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Es la gran pregunta que se nos hace también a los cristianos en esta noche santa. Buscar entre los muertos al que vive para siempre.

Los apóstoles no estaban mejor cuando fueron a contarles lo que les pasó. Y con desdén escéptico resolvieron la cosa como delirios de mujeres. Así de cortos estuvieron. Todos menos Pedro que arrancó a correr hasta el sepulcro y comprobó que sólo quedaban los lienzos, quedando admirado por lo que sucedió.

En esta noche encendemos los cristianos este cirio de la luz amanecida. Ella nos acompaña en nuestros vericuetos y nos perdona nuestras cuitas. La luz que nos habla del perdón, de la gracia, del abrazo del mismo Dios que en su Iglesia nos bendice, nos acoge y nos guía. Por eso entonamos el canto de los vencedores, el canto de la verdadera alegría, la que no es fruto de nuestro cálculo, la que no responde a nuestra pretensión, a nuestras nostalgias o a nuestras insidias. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita siendo nosotros librados por ella, y ha terminado la mentira la diga quien la diga; y no tiene hueco ya lo que nos enfrenta por fuera y por dentro nos astilla.

Fue al alba, sí, sucedió al alba. Y desde entonces, a pesar de nuestros cansancios, nuestros pecados, nuestras lentitudes y cobardías, sabemos que Dios nos ha abierto su casa, nos acoge, nos redime y nos regala su vida. Por eso cantamos al alba el aleluya de nuestra mejor albricias con María Reina de los cielos.

Queridos hermanos, la noche ha pasado, la nueva mañana ya es llegada. Recibid mi más cordial felicitación por esta Pascua resucitada. El Señor os bendiga y os guarde.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santa Iglesia Catedral Metropolitana
20 abril de 2019

 

 

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