Homilía en la Santa Misa ofrecida por las víctimas del Covid-19

Publicado el 26/07/2020
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Sr. Vicario General, hermanos sacerdotes y diácono. Excmos. Sres.: Presidente del Principado de Asturias; Sra. Delegada del Gobierno; Sr. Alcalde de Oviedo. Representante del Presidente de la Junta General del Principado y Portavoces; Sr. Presidente del Tribunal Superior de Justicia. Sr. Presidente de la Audiencia Provincial. Sr. Presidente del Colegio de Médicos; Sr. Vicepresidente de la Cámara de Comercio; Sr. Decano de la Facultad Padre Ossó; Sr. Coronel Jefe de la Guardia Civil de la Zona de Asturias; Sr. Teniente Coronel del Regimiento Príncipe y Comandancia Militar de Asturias; Autoridades Culturales y Sociales. Miembros de la vida consagrada, seminaristas. Queridos hermanos todos: El Señor ponga Paz en vuestro corazón y acompañe vuestras vidas con el Bien. Agradezco con afecto la presencia de todos Vds. a esta celebración en la que ofreceremos la Santa Misa por las víctimas de la pandemia covid-19, que simultáneamente celebraremos en casi todas las catedrales de España a esta misma hora, y nosotros en Asturias en todas nuestras parroquias.

No pocas personas que directa e indirectamente han sufrido la pandemia que nos asola, han querido ver en el coronavirus una especie de maldición, como si de un castigo imprevisto se tratase tras el enojo de no sé qué dioses. El hombre religioso del que nos habla la Biblia, jamás ha hecho una lectura así de despiadada ante las circunstancias que ponen a prueba nuestras certezas y purifican nuestros valores. Ni siquiera el episodio del diluvio universal que narra el libro del Génesis, interpreta aquella catástrofe natural como una aniquilación calculada de la humanidad rebelde y descreída, con aquella tormenta que se llevó por delante tierras y cultivos, plantas y animales, casas y vidas humanas, sueños de una felicidad creíble y alcanzable.

El hombre creyente, ante algo que supera nuestras expectativas y recursos, ante lo que nos deja perplejos y heridos, no reacciona jamás esperando simplemente a ver si escampa para volver a lo de antes, a lo de siempre, como si no hubiera sucedido nada reseñable. Lo ha dicho la primera lectura que acabamos de escuchar en el diálogo entre Dios y Salomón a propósito de la sabiduría. Porque es rara la sabiduría y escasea en nuestro tiempo en donde se confunde a los verdaderos sabios que en el mundo han sido, con los gurús listillos, los sabihondos que hacen alarde de una verdad de la que carecen por sus mentiras. La sabiduría supone ver las cosas en su intrínseca bondad y con toda su amable belleza. Así se alaba este don que supone ser verdaderamente sabios en la hermosa oración que nos acerca la primera lectura, cuando Salomón pide al Señor precisamente la sabiduría: “Da a tu siervo un corazón dócil para discernir el mal del bien” (1 Re 3, 9).

            También a mí, se me ha hecho difícil en estos meses afrontar los inmensos retos que nos han desafiado por tantos flancos, y tener que hacerlo desde el confinamiento que parecía reducir el espacio vital, sin la posibilidad de distraernos, escaparnos, poniendo de tantos modos tierra por medio. Pero son otros los límites que en esta circunstancia están emergiendo, mientras se espera de nosotros una respuesta a la altura de lo que Dios escribe en nuestros renglones torcidos relatando rectamente nuestra historia inacabada. Como ha dicho San Pablo en la segunda lectura, “a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien” (Rom 8, 28). ¡Qué inmensa provocación son estas palabras del apóstol!

      La vida es una casa encendida, decía Luis Rosales, donde somos siempre esperados tras las derivas de todos nuestros naufragios. La historia de la humanidad representa el viaje de vuelta desde que salimos de aquella casa con forma de jardín, en el edén de la primera mañana. Aquella belleza y bondad, con las que Dios pintó la creación salida de sus manos creadoras, quedaron trucadas y truncadas por un pecado de origen cuando el hombre porfió al mismo Dios queriendo ser colega que mercadea, en vez de hijo que agradece. Ante la belleza manchada y la bondad envilecida, Dios no se fue a otra galaxia para probar mejor suerte, sino que se quedó con nosotros reconstruyendo nuestra historia. Siglos de compañía, haciéndonos ver el sueño del inicio que se cambió en fatal pesadilla, rehaciendo lo que se desbarató por nuestras cuitas.

Como cristianos, fuimos invitados cada día a dos citas: a las doce de la mañana, la oración del ángelus mientras en nuestras iglesias sonaban las campanas. Desgranamos las tres avemarías pidiendo a la Santina que no nos dejara de su mano en estos momentos que tanto destrozo nos infligen, tantas lágrimas nos provocan, tantos interrogantes nos asaltan dejándonos pobres de certezas ante el hoy y el mañana, y cargados de melancolía por el tiempo pasado que se nos fue de las manos de esta manera. Hemos rezado por los enfermos contagiados en medio de una incertidumbre insegura, también por los que cayeron en la muerte de su ocaso en unas circunstancias de soledad y desarraigo, y por cuantos los han cuidado como médicos y sanitarios, por tanta gente buena que, desde su lugar y saberes, desde su responsabilidad política y social, han arrimado el hombro arriesgando sus vidas. No en último lugar la callada labor de sacerdotes y religiosas, y de tantos voluntarios de Cáritas dando rostro a la esperanza.

La segunda cita era al caer del día, cuando los relojes tañían las ocho de la tarde. Se abrían las ventanas y balcones, y la gente asomaba su gratitud dejando que desde el confinamiento en los hogares se elevase al cielo una ovación. Aquellas palmas llevaban los nombres de tantas personas con las que otros Ojos divinos nos miraban y con la ternura de sus manos nos cuidaban. Con gestos discretos y generosas entregas, fuimos consiguiendo ir ganando la partida a la pandemia entre las oraciones de nuestro rezo y las ovaciones de nuestro agradecimiento.

Al nacer somos esperados por quienes más nos quieren. Se asoman a ese trocito de vida vulnerable que comienza su vida llorando, para que sintamos el calor que hemos perdido al salir del cálido seno materno y la protección que ella nos brindaba dejándonos crecer en sus adentros. Ellos nos han visto crecer día tras día, levantándonos cuando caíamos, colmando nuestras ignorancias con su sabiduría, transmitiéndonos sus valores que guiasen nuestros pasos en la jungla de la vida, mostrándonos su afecto lleno de sentimiento veraz, su fe cristiana que nos permite ver otros horizontes en las coyunturas limitadas de la vida cotidiana. Con la gente que más queremos y nos quiere somos al final también despedidos. Hoy tenemos un recuerdo especial por las personas que durante este tiempo de pandemia han fallecido: por todos ellos. No entramos nosotros en la batalla de cifras de quienes censuran el número de fallecidos o de quienes hacen de este cómputo una trama arrojadiza. Es triste mercadear con los muertos, mirando sólo la rentabilidad interesada del poder o el cálculo ante unas urnas vacías. Nosotros hoy estamos para otra cosa, y en la casa de Dios no cabe otro homenaje ante la muerte de un ser querido que el que siempre hacemos los cristianos: rezar a Dios pidiendo la salvación eterna, poner unas flores que expresen la gratitud por tanto recibido de ellos durante la vida, y avivar el recuerdo de sus palabras y ejemplos que han sembrado en nosotros la sabiduría.

La pandemia nos ha arrebatado tantas cosas demasiado supuestas, pero se ha cobrado un precio costoso al tener que despedir a nuestros seres más amados, desde la distancia solitaria que nos imponía esta circunstancia. Cosas tan sencillas como una tierna caricia o un agradecido beso, la inocente mirada con la que contemplábamos una vida que ante nosotros se apagaba. Un dolor añadido que la covid-19 nos ha impuesto con despecho: ver que nuestros seres más queridos por los lazos de familia y de amistad, morían en una tremenda soledad, dejándonos a nosotros solitarios en medio de un adiós así de desgarrador y desgarrado. Las lágrimas que vertimos secretamente, los gestos que no pudimos compartir, nos sumieron en un dolor grande que nos laceró el alma.

Los cristianos no creemos en la vida larga como creen los que no tienen fe, mientras sus años irremediablemente caducan dando paso al vacío que termina en el olvido. Los cristianos no creemos en la vida longeva, sino en la vida eterna. Amamos la vida y la deseamos larga y serena, pero nos sabemos llamados a una eternidad que no acaba, junto a Dios y a cuantos aquí en la tierra Él nos puso cerca. Esta es la Buena Noticia que Jesús nos vino a traer venciendo su muerte y la nuestra. Y este es el tesoro escondido del que nos ha hablado el Evangelio de este domingo. En un mundo despiadado como el nuestro donde todo está tasado según el consumo calculado del poder sin pudor, del placer a toda costa y del tener que nos embota, puede resultar extraño ver a Dios que compara lo que nos quiere ofrecer como un tesoro escondido o una perla fina y preciosa.

Pero esta es la deriva final que deseamos para quienes han sufrido en esta pandemia la muerte sobrevenida en esta circunstancia. Los recordamos con la gratitud y en nuestro corazón quedan sus gestos y palabras. Los encomendamos en nuestras plegarias pidiendo para ellos lo que en el cielo les aguarda. Y ponemos en su memoria las flores que no se marchitan cuando las riegan nuestro afecto y la esperanza cristiana.

Llega ahora el trabajo de seguir construyendo cada día nuestra historia inacabada, poniendo lo mejor de nosotros mismos, siendo responsables en lo personal y en lo comunitario, para favorecer que se pueda superar cuanto antes esta difícil prueba que se empeña en rebrotar. A nuestro Presidente y la Consejería de salud, les agradecemos el bien hacer de una difícil gestión, y les brindamos nuevamente nuestra colaboración responsable como Iglesia en estos momentos complicados en la salud y en la economía.

Hoy 26 de julio coincide con la festividad de San Joaquín y Santa Ana, los “abuelos” de Jesús. A las personas mayores dedico estas últimas palabras, como recuerdo emocionado hacia todas ellas que mayoritariamente han sufrido las consecuencias del zarpazo de la pandemia. Los ancianos no pierden su dignidad por llegar a esa edad avanzada, aunque no puedan ya producir lo que a través de una larga vida han entregado a mansalva. Con mucha alegría y gratitud miramos a los abuelos, que siguen sosteniendo en tantos sentidos aquello que permite que la familia siga unida, no pierda sus raíces humanas y cristianas, y representan la sabiduría de quien ha relativizado lo que es secundario, mientras que no renuncian a lo que de suyo es lo único importante cuando del amor, la vida, la fe, la paz, o la fidelidad se trata. Por tanta entrega generosa y gratuita, sincera y entera, por un amor que no ha caducado sino mejorado con el paso de los años, por todo ello: gracias. Amigos y hermanos, Dios escucha siempre nuestras oraciones, nuestras lágrimas son su propio llanto y nuestro brindis es el suyo cuando las alegrías celebramos.

El Señor os bendiga y que nuestra Madre la Santina os guarde.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
26 julio de 2020

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