Homilía en el día de Navidad 2020

Publicado el 25/12/2020
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Queridos hermanos: paz y bien.

Algunos lo han dicho en medio de la circunstancia que estamos viviendo, y quizás más de alguno de nosotros lo hemos pensado: ¿podemos este año celebrar la Navidad como fiesta con la que está cayendo? La pandemia intrusa que se nos ha colado en la vida sin pedirnos permiso, nos está quitando tantas cosas. Nos quita la salud, nos llega a quitar la vida, como hemos visto en tanta gente querida que ha quedado tocada o que nos ha dejado. Ha llevado al traste el trabajo de personas sencillas que vivían del sudor de su frente, sumiendo a sus familias en situaciones donde no se puede llegar a fin de mes, ni pagar las deudas de la farmacia, o las de comestibles. Niños que no entienden el llanto de sus mayores ante algo que ellos no acaban de comprender en su gravedad más fiera. Hay mucha gente asustada, que tiene miedo y ha perdido la esperanza. Hay otros que se están aprovechando para otras cosas en medio de una situación así de dura, para imponernos sus ideologías políticas, sus leyes abusivas, sus interesadas historias. Cuando todo esto sucede, cabe preguntarse si es posible celebrar estas fiestas cristianas tan entrañables. Por eso nos cuestionamos si en medio de nuestra situación es posible la esperanza, si podremos volver a comenzar cuando aparezcan las vacunas varias que necesitamos para las varias pandemias. Es evidente que los cristianos creemos que podemos y hasta debemos celebrar la Navidad, precisamente cuando más arrecia lo que nos puede acorralar la alegría y ensombrecer nuestra esperanza. La Navidad no es sólo algo que sucedió hace dos mil años y que nosotros cada 25 de diciembre recordamos. Es algo que sigue sucediendo cada día. Hay una luz más grande y poderosa que todas nuestras oscuridades juntas. Hay una ternura capaz de superar la dureza de nuestra existencia. Hay una paz que viene a desarmar nuestros conflictos y violencias. Y tamaña gracia Dios la ha querido ofrecer a través de un pequeño y divino bebé, que nace de una joven doncella que se fio de Él, y de un artesano carpintero llamado José que, enamorado de María su prometida, supo respetar hasta el extremo lo que el Señor había dispuesto de ella. Ellos tres, hace dos mil años, en aquella cueva de pastores ofrecían al mundo de todos los tiempos este regalo.

¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz sobre los montes y trae la buena nueva!, hemos escuchado en la primera lectura. Y de las muchas maneras con las que Dios hace las cosas al hablarnos, nos ha querido narrar la historia de nuestra felicidad haciéndose un pequeño para comenzar a contárnosla. Palabra acampada, palabra hecha tienda en los valles de nuestras contiendas. El Verbo de Dios que se hace palabra nuestra. Esto es lo que celebramos hoy. La escena es conocida y la volvemos a contemplar mirando los belenes y nacimientos que colocamos en nuestras casas, en nuestras calles, en nuestras iglesias. Era joven aquella mujer, joven mamá que había dado a luz nada menos que a su Redentor. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción le cantaba María a aquel pequeño? Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios, nacido en la noche más buena de la historia, noche de Paz, noche de Dios, noche que alumbra este precioso día.

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande: habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”, nos dice el profeta Isaías. Toda la liturgia nos ha hablado de la luz, de una luz que ha sido la respuesta de Dios para nuestras tinieblas y oscuridades. Pedimos que esta claridad disipe todo cuanto nos pudiera o nos pueda hacer extraños ante Dios y ante los demás. Hay un texto del libro de la Sabiduría que hemos escuchado al final del Adviento y que volveremos a escuchar el día de la Sagrada Familia, especialmente bello y rico que nos permite comprender a fondo lo que ahora estamos celebrando: “Cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su camino, tu palabra omnipotente, oh Señor, se acampó en una tierra condenada al exterminio” (Sabiduría 18,14-15). Toda la historia de la salvación pende de esta verdad expresada por el autor sapiencial: un silencio y una oscuridad que han sido vencidos, ganados por una palabra acampada que nos ha traído la luz que no conoce ocaso.

Aquella noche en Belén de Judá nos arrimó el viejo sueño de Dios. ¡Qué incomparable regalo! ¡Qué inmerecido don! No sé qué habríamos hecho nosotros para “ayudar” a Dios a salvar a la humanidad sugiriéndole nuestras ocurrencias. Tal vez habríamos escogido a algún poderoso adinerado para utilizar su generosidad en beneficio de tantos hombres pobres, parias de la historia; o a algún filósofo renombrado para poner buenas ideas en nuestro confuso mundo; o a algún político honrado para organizar la cosa de un modo eficaz; o a algún santón de la mejor galería para asombrar con buenos ejemplos… o algún qué sé yo qué.

Pero Dios hizo otra cosa. Escogió un niño, se hizo niño. Todo el poder, toda la sabiduría, todo el arcano del eterno Dios, hecho lágrima de bebé, llanto de hambre y frío de un niño divinamente común, al amparo de una mujer joven que consintió ser tan especial madre, de un joven varón que, sin conocer a su esposa, se fio de Dios y actuó de amoroso protector de ella y de su pequeño infante. Una historia humana y divina, asombrosamente habitual y misteriosamente única.          Quienes nos hemos asomado mil veces a la cuna de un bebé (privilegio de ser el mayor de ocho hermanos) nos hemos hecho un sinfín de preguntas que desde la inocente provocación que tanta belleza y tan inefable bondad nos brindaba con toda su desarmada ternura.

Hay un poema insólito de alguien que se mete por un instante en esa mirada de materna curiosidad de María ante su pequeño Jesús: Dios verdadero y su hijo verdadero a la vez. La concretez de las observaciones del poema, la agudeza de sus detalles, la delicadeza de sus interrogantes, y la ternura de su osadía, nos permitiría adivinar que se trata de una autora: una mujer, madre tal vez, contemplativa y mística quizás, que con toda su fuerza femenina ha interpretado como nadie esa curiosidad de la mirada de María. Leyendo el poema, escuchando estos versos, nos parecería que estamos ante una mujer dotada de una finísima sensibilidad y una acendrada fe. Y, sin embargo, esta es la sorpresa, se debe a una pluma bien distinta. Escrito el poema en una cárcel, sin ningún tipo de soporte ambiental. Fue durante una Navidad. La autoría se debe nada menos que a Jean Paul Sartre, agnóstico.

Siempre he pensado que este aguerrido existencialista francés, conservó en los pliegues más hermosos de su corazón ese reducto de fe o de apertura al Misterio que le permitió escribir algo tan tierno y tan verdadero. Este poema, le habrá servido de intercesión por parte de María, cuando se haya presentado ante Dios con todas sus carencias. No puedo no pensar que su evidente falta de vino en las bodas de su existencia atribulada, encontraría nuevamente a la Virgen dispuesta a susurrar a Jesús, su Hijo, como hizo en Caná: este que llega, no tiene vino. Y ese sería el inmerecido pago de la Madre de Dios a su improvisado pintor poeta, que la sorprendió furtivo abismada ante la ternura de Dios. Dicen así estos versos:

«La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “¡Mi pequeño!”. Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten como exiliadas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como éste, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.

Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces, en los que siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí.

Y ninguna mujer ha tenido la fortuna de tener a Dios sólo para ella. Un Dios pequeñísimo, hasta poder estrecharlo entre los brazos y llenarlo de besos. Un Dios lleno de calidez, que sonríe, que respira, un Dios que se puede tocar y que ríe. Y es precisamente en estos momentos que yo pintaría a María… si fuera un pintor». (J.P. Sartre, Barioná. El hijo del trueno. Madrid 2004, 125-126).

¡Qué hermosas palabras las de este escritor! La historia real es todavía más hermosa. Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduque jamás ni dependa de las circunstancias. Una Buena Noticia capaz de sembrar esperanza en el nombre de Dios, luz, calor, ternura, paz, amor.

Día de Navidad, día del regalo inmerecido de Dios mismo. Damos gracias por lo acontecido hace 2000 años y pedimos que siga aconteciendo en nosotros y entre nosotros. Que seamos testigos de aquello que ya sucedió y que sigue sucediendo. Como los pastores, dejémonos asombrar por los ángeles-enviados de hoy, vayamos a adorar al Niño Dios, y seamos sus testigos en medio de nuestro mundo.

Queridos amigos, tanto vosotros, como yo, necesitamos esa Luz bendita en nuestros apagones diarios, y esa ternura que ponga amor en nuestras intemperies vacías, y que acerque la paz a nuestros miedos y sobresaltos perdidos. Es la gracia de la Navidad que cada año se nos concede y se nos da a quienes la pedimos, a quienes la esperamos, a quienes la recibimos de parte del buen Dios. La pandemia ha puesto en jaque tantas cosas hermosas, pero no podrá arrugar ni manchar la esperanza si hacemos de nuestra vida en este momento, un pequeño portal de Belén donde Dios nazca de nuevo. Por todo esto, a todos vosotros, a vuestras familias y amigos, os deseo en esta fecha tan especial, una feliz Navidad.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
25 diciembre de 2020

 

Para mejorar el servicio, utilizamos cookies propias y de terceros. Si sigues navegando, entendemos que aceptas su uso según nuestra política de cookies.

Más información sobre cookies