Homilía en la Misa In coena Domini (18 abril de 2019)            

Publicado el 18/04/2019
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Hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada, fieles laicos: Paz y Bien.

La cuenta atrás comenzó tres años antes tras la muerte del Bautista Juan. Fue entonces cuando Jesús comprendió que había llegado su hora: después de treinta años de silencio y discreción, dio comienzo la Buena Nueva tejida de gestos y palabras junto a aquellos que con su nombre y su mote Él mismo escogió como compañeros de camino y discípulos de su magisterio.

Pero las cosas se fueron tensando, y el advenimiento de su Reino fue cobrando esos tintes de entusiasmo por los más sencillos y de rencor para los más violentos. De modo que fueron pasando los días y los meses en aquellos tres años intensos, y mientras cruzaron la Galilea y la Judea de entonces, la Decápolis fronteriza sin salirse del mapa asignado, Jesús y sus amigos discípulos se fueron encontrando con la vida real que hay en las personas y ciudades que fueron encontrando.

Los grandes amores y las tremendas miserias, las esperanzas ciertas y los resabios escépticos, la inocencia tierna y la picardía amañada. Todo el espectro de los sentimientos y actitudes humanas, se dieron cita ante el paso del Nazareno. No faltaron los gozos de unas bodas y los llantos de un entierro, la coherencia de gente honrada y las trampas de aquellos deshonestos, las miradas de los niños y la curiosidad de los perversos, la fe de creyentes sinceros y la codicia de los que sólo creían en ellos.

Pero llegó aquella noche especial, noche última por postrera, y Jesús quiso preparar una cena como se hace una despedida. No era cena de empresa, sino la cena final de la salvación emprendida. Había prisa, como la cena pascual de la que nos habla el libro del Éxodo cuando la salida de Egipto. Pero en tan poco tiempo no hubo momento para contarlo todo y entonces dijo aquello Jesús: mucho me queda aún por deciros, pero no podríais cargar con ello. Se le acababa la vida, se terminaba el tiempo, y quedaban palabras por decir y gestos por ofrecer. Podemos imaginar la cara de pasmo, el miedo helador que se dibujaba en aquellos rostros que intuían sin saber el qué, que allí estaba pasando algo, algo grave y diferente a la entrada tan triunfal que sólo unos días antes había supuesto la llegada a la santa ciudad de Jerusalén.

Y se preguntarían con muecas, con gestos, con miradas, qué estaba pasando entonces. Pero Jesús tan sólo quiso hacer un resumen, un acopio de recuerdos como cuando en los días de clima desapacible las familias sacaban la caja de las fotos para recordar otros tiempos mirando las escenas sobre las que los más pequeños hacían todas las preguntas del cuándo, del quién y del porqué. Eso hizo Jesús aquella noche al hablar del amor del Padre Dios y del amor a sus amigos discípulos que se le confiaron hasta el extremo de los amores. Me gusta imaginar cómo ellos preguntarían cosas, recordarían frases, traerían a la memoria escenas y tantos viajes, mientras Jesús iría subrayando esos recuerdos para venir a decirles que no lo olvidaran y que en esa buena nueva que encendió la esperanza de tanta gente, ellos fueran fieles al contarlo, al darlo y compartirlo.

Un pan partido, un vino escanciado. Así de sencillo, sobre unos manteles de fraterno cuidado. Los trigos de todas las mieses, las uvas de todas las vides, se hacían en aquella noche un bocado tierno y hasta un sorbo atrevido, porque en ese gesto de pan y vino, Jesús quería dejar el signo de una presencia eterna, tan milagrosa como cierta, tan increíble como inmerecida.

Pero también sus amigos discípulos fueron abrazados en un gesto chocante. Ellos serían los que a través del tiempo y a lo largo de los espacios debían contar las maravillas que habían visto y oído, habían palpado y tocado con sus manos, como nos dirá San Juan en su primera carta. Ante una confidencia cercana así, les estaba diciendo no fueran funcionarios que aprenden una fórmula que repiten cansinos y descreídos, sino testigos de un abrazo que estrechó sus vidas para siempre. Entonces, Jesús se ciñó la cintura, y se puso a lavarles los pies para sorpresa de Pedro y resistencia de otros tantos. Pero terminaron cediendo, aprendiendo la lección penúltima que el Maestro les acercaba como discípulos siempre. El ministerio que les confió haciendo memoria de todo aquello que en esa cena recordó, de aquel pan partido y compartido como su propia carne santa, de aquel vino brindado como su sangre derramada y dulcemente embriagada de redención, sería un ministerio que no tomaría la guisa del poder, la actitud prepotente y soberbia, sino más bien un ademán sencillo como se dispone un siervo a lavar los pies a sus señores pagaderos. Así vosotros, servid como ministros del perdón y la misericordia a los hermanos que se os confíen. Es el sacerdocio cristiano.

Hace unos días, en una Catedral llena el martes pasado y acompañado por tantísimos sacerdotes de nuestra Diócesis, dije bien alto que me he encontrado con curas llenos de ilusión, con ganas de seguir trabajando por Dios y por los demás, cuidando todo lo que implica una vida sacerdotal por dentro y por fuera; curas que rezan, que estudian, que se dan de veras a quienes como ministros del Señor están sirviendo; que aman a la Iglesia a la que nunca pretenden dar lecciones; que están dispuestos y disponibles para lo que Dios precise y la diócesis esté necesitando de ellos. Curas muy jóvenes o tal vez con muchos años, sanos y lozanos o enfermos y con achaques, que dan ese testimonio sencillo y precioso de seguir en la brecha, con buen humor y mucho amor, sin poner ningún precio a su tiempo y a su entrega. Es precioso ver en la mirada casi sin estrenar de un sacerdote joven o en la mirada gastada de un cura de mucha edad, la alegría que contagia esperanza y gusto por la vida, que sabe acompañar a la gente más machacada y herida, que sabe brindar por lo que es hermoso y sabe ofrecer lo que nos pone a prueba y purifica.

Rezad por vuestros sacerdotes, rezad por todos nosotros, tan expuestos a confundirnos y tan a la intemperie de acosos y derribos por parte de quienes quieren hacer daño a la Iglesia precisamente acorralando a los ministros del Señor, difamándolos con calumnias. Es verdad que también hay sacerdotes indignos y pecadores, que siendo pocos son demasiados cuando se trata de los abusos que algunos han hecho de los más inocentes como son los menores de edad. Pero estamos ante una desproporcionada atención mediática, cuya focalización pretende imputar tan sólo a la comunidad cristiana. Estamos de la parte de las víctimas que han sufrido tan injusta y tan increíblemente por parte de quien menos debían haberlo hecho, pero también es cierto que hay que salir en defensa de los sacerdotes y obispos que viven con sencillez su ministerio, que atienden a los ancianos, a las familias, a los niños y jóvenes, a los enfermos, a todos los pobres de todas las pobrezas, que viven con fidelidad su ministerio cuidando la liturgia, la caridad y la catequesis. Si alguno de los sacerdotes comete este horrible pecado y cae en este execrable delito, es algo terrible, pero no es la tónica ni la praxis de una Iglesia que sigue escribiendo entre gozos y penas su página histórica en nuestros días.

Por eso hago mías las palabras del papa Francisco: “Permitidme ahora un agradecimiento de corazón a todos los sacerdotes y a los consagrados que sirven al Señor con fidelidad y totalmente, y que se sienten deshonrados y desacreditados por la conducta vergonzosa de algunos de sus hermanos. Todos —Iglesia, consagrados, Pueblo de Dios y hasta Dios mismo— sufrimos las consecuencias de su infidelidad. Agradezco, en nombre de toda la Iglesia, a la gran mayoría de sacerdotes que no sólo son fieles a su celibato, sino que se gastan en un ministerio que es hoy más difícil por los escándalos de unos pocos —pero siempre demasiados— hermanos suyos. Y gracias también a los laicos que conocen bien a sus buenos pastores y siguen rezando por ellos y sosteniéndolos”.

Jueves santo, jueves de amor fraterno, de gratitud eucarística y de sacerdocio renovado junto al Pastor Bueno. Jueves Santo, noche bendita para recordar conmovidos una hora y más, el amor cristiano, el sacerdocio santo y la eucaristía que nos nutre y santifica.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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