Homilía en la Misa de Acción de gracias por el decreto de beatificación de las enfermeras mártires de Somiedo

Publicado el 15/09/2019
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Querido Sr. Administrador diocesano de Astorga, Cabildo de la Catedral y demás hermanos sacerdotes, autoridades civiles y militares, seminaristas, religiosas, cofradías y hermandades, fieles cristianos laicos. El Señor os bendiga a todos llenando con la Paz vuestros corazones y encaminando vuestros pies por la senda del Bien.

En Somiedo hay un Parque natural que es todo un regalo para la biosfera. Sus bosques tupidos, sus brañas antiguas, los lagos de Saliencia, hacen de aquellos valles y montañas un enclave particular como verdadero ventanal que nos asoma a la belleza. Fue en ese rincón particular donde tuvo lugar una belleza distinta e inimaginada, cuando la entrega generosa de unas jóvenes enfermeras, se culminó con el máximo testimonio que los cristianos pueden dar al ofrecer sus mismas vidas.

Acabamos de escuchar los retazos de sus vidas. María Pilar, Octavia y Olga son tres nombres que tienen que ver con esta querida comunidad diocesana de Astorga: nacidas en Madrid, Astorga y París, respectivamente, están vinculadas a esta tierra y esta Iglesia, donde fueron creciendo como mujeres cristianas con el compromiso de su fe.

Tiempos bélicos de contiendas fratricidas hicieron que se organizase no sólo el frente de la guerra, sino también la retaguardia en la que acoger tantos heridos. Esta fue la ocasión que se les brindó a nuestras enfermeras para expresar heroicamente la caridad de una entrega que terminará con el sacrificio de sus vidas. Podían haberse escabullido, podían haber mentido, podían haber traicionado sus convicciones religiosas para salvar comprensiblemente la piel de sus jóvenes días. Pero ellas, no sólo acudieron a un lugar de alto riesgo, sino que voluntariamente quisieron quedarse en él, a sabiendas del riesgo que entrañaba tamaño ofrecimiento de su dedicación sanitaria como enfermeras.

Sobrecoge el cálculo con el que fueron detenidas con alevosía, abusadas hasta la vejación más violenta y violadora, y finalmente fusiladas por las milicianas que se quedaron luego con sus ropas. Todo un viacrucis que recuerda al del Maestro Jesús, nuestro Salvador con escarnio y expolio hasta su último aliento. Y en aquel Hospital de Sangre al que ellas acudieron para cuidar y curar a heridos del frente, terminarán derramando la suya propia poniendo en sus labios el dulce nombre de Cristo Rey.

Por este motivo damos gracias hoy aquí en la Catedral de Astorga como mejor sabemos los cristianos al celebrar las cosas: una santa Misa de agradecimiento al Señor que es glorificado en estas jóvenes María Pilar, Octavia y Olga, cuyo martirio ha sido reconocido por la Iglesia a través del decreto que el Papa Francisco ha firmado.

La fe no se profesa sólo con los labios, sino con toda la vida que llega incluso a entregarla como supremo acto de amor. Jesús se atrevió a llamar dichosos a quienes sufren las lágrimas, el hambre, la acechanza… haciendo de su llanto un canto sereno, vistiendo sus penurias de galas inimaginables, saciando sin empacho el corazón, y suscitando en la persecución peregrinos de la eternidad que ya nadie ni nada detendría. Sin duda alguna, estamos ante una revolución de los valores con esta proclama de las bienaventuranzas: lo que paradójicamente llama el Señor dicha y felicidad, el mundo lo reconoce como infeliz desdicha. ¿Cómo es posible semejante trueque y trastoque? ¿cuál es el secreto por el que una maldita malaventuranza se convierte en bienaventuranza bendita en tres jóvenes mujeres? Son las paradojas de Dios. Nunca lo entenderán quienes no caminan por los caminos que Dios frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad mortecina que no aman ni la luz ni la vida.

Estas hermanas nuestras que dieron su vida por Dios perdonando a quienes se la arrancaban tan cruel y violentamente, fueron víctimas de una terrible confusión llena de resentimiento que fijó su diana en personas inocentes que vivían sencillamente su fe sin hacerlo contra nadie. Fue una persecución enloquecida que acabó en fratricidio, una represión que en nombre de una falsa libertad se trocó en liberticida.

¿Cuál fue su presunta fechoría que había que reprimir con el exceso de quien siega la vida? Su ridículo delito en la mente de sus asesinos fue la fe que las mártires abrazaron, su vocación vivida como laicas cristianas, el testimonio católico en todas las vías. No se encontró en sus vestidos de enfermeras un carné de partido porque nunca militaron en política, ni armas defensivas quienes eran instrumentos de paz rendida, ni odio en su mirada quienes se asomaban a la vida desde los ojos bondadosos del Señor, ni siquiera una resistencia legítima que hubiera podido resolver la tragedia con una comprensible huida. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor les proponía, a lo que los hermanos heridos necesitaban.

Cuando llegue el momento de tener la beatificación de estas mártires tendremos la celebración que presidirá en nombre del Santo Padre el Cardenal Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos. Celebración que tantas veces soñó nuestro querido D. Juan Antonio Menéndez, obispo vuestro que fue hasta que fue llamado por el Señor hace hoy mismo cuatro meses, quien supo de la inminencia del Decretum super martyrio que nos llegó de Roma el pasado 11 de junio. Pero como comunidad diocesana anticipáis ese agradecimiento, que no dudé en aceptar a acompañaros por ser el Arzobispo Metropolitano en cuya diócesis sucedieron los hechos y por tener la relación fraterna de verdadera amistad con todos vosotros, queridos hermanos.

Al hacer este tipo de celebraciones no relatamos los cristianos el escarnio de mofa y befa que sufrieron antes de morir nuestras mártires, no queremos reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera pronunciaremos el olvidado nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye nuestra memoria histórica, porque en el corazón cristiano tan sólo cabe la gratitud conmovida por el testimonio de los mártires y no el ajuste resentido de cuentas de quien quiere reescribir la historia sucedida. Nuestro recuerdo es paradójicamente mucho más subversivo, porque no nace del rencor ni trata de imponer el olvido. No esgrime la provocación sino el reconocimiento que nos abre a la reconciliación que en estos mártires aprendemos. En el paredón del odio no salió queja alguna de ellas, sino que murieron amando a Dios testimoniando así su belleza, y como hizo el Maestro, miraron a quienes no sabían lo que hacían, implorando a Dios para ellos el perdón que no obtuvieron en aquella violencia enloquecida.

Así elevamos esta mañana nuestra oración, conmovidos por tan supremo testimonio de quienes creyeron con fe hasta el extremo de dar la vida, que se torna en testimonio no sólo de fe, sino también de amor, al morir perdonando a quienes les arrancaban absurdamente la vida. Se podrán escribir panfletos, rodar películas, vociferar en tertulias y dictar leyes que reabren las heridas, pero todo eso caduca con el implacable paso de los días cuando lo que se dice, se escribe o se filma no hace las cuentas con la verdad. Al final sólo quedan los nombres laureados con la corona de la santidad y la palma del martirio de estas hermanas nuestras. Con dulzura, sin acritud, sin revancha, ellas han escrito con su sangre la página impresionante de una humanidad nueva y redimida desde aquel primer mártir cristiano por antonomasia que dio su vida en la cruz.

Hoy los martirios siguen existiendo en tantas partes del mundo, en donde los cristianos siguen siendo perseguidos, torturados y asesinados. Un verdadero cristiano siempre será un peligro para quienes no aman la libertad, la justicia, la paz o sencillamente la vida. Pero hay también otros martirios que se infligen de modo incruento cuando se banaliza, se cercena, se censura o se penaliza el poder vivir nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza. La cruz o el paredón pueden tener tantas formas, aunque respondan siempre a una persecución de Cristo y de los cristianos. Nuestra respuesta no puede ser otra distinta a la del Señor y a la de sus mártires que hoy celebramos.

Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estas hermanas nuestras que, siendo víctimas del odio mortal por su fe confesada y vivida, representan para nosotros un reclamo de perdón, de reconciliación, de vivencia cristiana audaz y sencilla. Son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida.

Ellas son la oración viva que hemos escuchado en la primera lectura con la que Moisés se dirigía a Dios a favor de su pueblo lento, frágil y pecador. Pero la oración de un justo llegará a conmover el corazón de Dios, cuando el hombre se abre a su Señor desde su rincón más oscuro, más vulnerable y torpe: el rincón de su pecado. Pero cuando tras haber vuelto a gritar o balbucir su traspiés débil y su trastienda humilde, espera una palabra postrera que acerque un perdón verdadero que ponga salvación y gracia allí donde antes abundó la perdición de la tragedia, entonces surge el milagro de saberse perdonado y alzado para seguir la vida con dignidad cristiana. El testimonio martirial de nuestras enfermeras es el más bello comentario a la bella parábola de misericordia que hemos escuchado en el Evangelio. Dios nos espera, madruga por nosotros cada día, para ver si volvemos de nuestras correrías pródigas a la casa para la que nacimos. Esa casa es el hogar del Buen Dios, donde con María y los Santos, con estas hermanas nuestras que dieron su vida martirialmente, el Señor nos aguarda.

Que estas enfermeras mártires que pronto serán beatificadas intercedan por nosotros, por nuestro pueblo, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estas beatas el consuelo, la fortaleza y la compañía. Que sean para nosotros una dulce compañía en el camino hacia la casa encendida y habitada de ese Dios que nos espera. Amén.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Catedral de Astorga, 15 septiembre de 2019

 

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