Homilía en la fiesta de la Inmaculada Concepción                        

Publicado el 10/12/2019
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Coinciden en esta fecha dos citas a la que nos convoca el calendario cristiano: la fiesta de la Inmaculada Concepción de María y el segundo domingo de Adviento. Estamos surcando a toda vela los días de diciembre, y parece que hay una prisa invisible que nos apresura el paso y el ritmo según declina el último mes del año. Un mes que rodea nuestra conciencia creyente con un itinerario ya conocido: el tiempo de adviento con el que preparamos cristianamente la próxima celebración de una navidad que deseamos cristiana también. Siempre hay un aire de magia al llegar estas cuatro semanas del adviento, que como cuatro escalones nos permiten llegar a la esperada fiesta navideña.       Miramos hacia atrás, y nos asaltan esos momentos dulces y agradables que ponen la gratitud en los labios, o también otras situaciones que cuando las recordamos nos siguen provocando la tristeza y el llanto. Es un recorrido imborrable e inmodificable que ha ido salpicando en todos nuestros renglones, la historia de nuestra vida reciente, el relato de nuestros logros y fracasos, iluminados con todas sus luces y gracias, o ensombrecidos con las penumbras y pecados.

Pero llega el adviento, y la Iglesia pone en nuestros labios la palabra que más puede definir el corazón y sus pálpitos: la espera. No es posible renunciar a esta actitud que nos empuja a aguardar que algo suceda. Somos indómitos, rebeldes tal vez, pero algo irresistible nos empuja a seguir esperando que algo verdaderamente grande y hermoso nos pueda acontecer más allá de toda la maraña que nos envuelve y aplasta entre la mediocridad y el cansancio.

El adviento cristiano pone música a la letra de nuestra espera. Y cuando tantas cosas nos caducan, tantas noticias nos saturan, tanto horizonte se nos achica y empequeñece, aparecen estas cuatro semanas acabando cada año, que nos ponen en vilo, nos levantan con brío, dando la razón a nuestro corazón que canta un cántico nuevo, poniendo en nuestros labios el grito de ¡ven!, a quien sentimos que no tenemos cerca en tantos de nuestros rincones y pliegues cotidianos. ¡Ven, Señor Jesús!: este es el canto, este nuestro grito, esta nuestra pasión y rebeldía. Decimos ¡ven! porque nos falta, porque tenemos huecos en los afectos, los sueños y los recuerdos, en los que Dios no logra entrar.

De este adviento, de todos los advientos, María ha sido una protagonista providencial que nos acompaña en la marcha y la tarea. Y en este caminar de espera y esperanza que hemos comenzado con el adviento cristiano, la liturgia nos sorprende con esta fiesta de la Virgen particularmente querida en nuestra tradición cristiana. Esta solemnidad es una invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.

Que María haya sido preservada del pecado original y originante, significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y de belleza como leemos en el relato de la creación en el libro del Génesis, no fue del todo truncado ni fatalmente contradicho con la aparición del Tentador y sus mañas ante el cual sucumbirá Eva (Gén 3, 9-15.20).

Ha habido alguien que, por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien. Nos reconocemos en esa elección que hizo para nosotros el Padre Dios antes de la creación del mundo, al elegirnos en la Persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor como nos ha dicho San Pablo (cf. Ef 1, 3-6.11-12). Lo que en nosotros ha sido y sigue siendo un anhelo y una llamada incesante que nos reclama a la conversión, en María ha sido una feliz realidad de la que nos viene a nosotros la posibilidad de ser redimidos.

Acabamos de escuchar en el Evangelio de esta fiesta (cf. Lc 1,26-38) cómo los imposibles pueden hacerse posibles. Lo imposible es posible cuando no queremos ser como Dios: vieja y única tentación del hombre. Cada cual sabe cuáles son sus árboles de fruta prohibida con los que sustituir a Dios, o cuál su torre de babel con la que conquistarle, o ante qué becerros de oro de dioses que no lo son se postra.

¿Qué significa en este momento hablar de imposibilidades? La lista se haría tan enojosa como prolija de las muchas cosas que nos desafían imponiéndonos su rostro más severo en donde quedan acorraladas la esperanza y la dicha, esas que en otros momentos parecían claras y definitivas. Caducan las promesas que se levantan en falsas expectativas, se rompen los acuerdos que se firmaron con la seriedad de un pacto verdadero, y parece que todo salta por los aires cuando aún nos queda aire y algo por lo que saltar.

Todos tenemos un sinfín de imposibilidades, algo que no llegamos a controlar hasta el fondo, en lo que nos sabemos y somos en verdad pobres y pequeños. Podemos desesperarnos hasta la rebeldía, podemos resignarnos hasta la pasividad, pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda del todo y enseguida. Importa únicamente que yo me deje guiar por el Señor y que lo acepte.

La Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días, Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de la cosa pública, aunque haya violencia que no sepamos de verdad erradicar en las mil guerras y los mil terrores, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, aunque tengamos tantos “aunques” que nos delatan y entristecen, hay alguien que nos señala un camino diverso. Porque, aunque todo eso se da en nosotros y entre nosotros, la Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que en María se hizo verdad y belleza, una historia que nos pertenece porque por ella la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos renunciar.

En María la Palabra se hizo voz, y este mensaje nos abrazó para sacarnos de la condena que el pecado original y originante provocó. Esa misma Palabra quiere también encontrar nuestros labios, los que coinciden con nuestra biografía, para poder hablarnos y desde nosotros hablar. Mirando a la Inmaculada decimos nuestro sí, pidiendo como ella que en nosotros se haga vida la eterna Palabra.

 

Reina y Madre, Virgen pura,

que el sol y cielos pisáis,

a Vos sola no alcanzó

la triste herencia de Adán.

¿Cómo en Vos, Reina de todos,

si llena de gracia estáis,

pudo caber igual parte

de la culpa original?

De toda mancha estáis libre,

¿y quién pudo imaginar,

que vino a faltar la gracia

donde la gracia está?

Si los hijos de sus padres

toman el fuero en que están,

¿cómo pudo ser cautiva

quien dio a luz la libertad?

Antes del día os guardaron,

y aunque al paso natural

madruga en todos la culpa,

pero en Vos la gracia más

(Francisco de Borja, príncipe de Esquilache)

 

 

 

 

 

 

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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