Homilía en la festividad de San Juan de Ávila 2021

Publicado el 10/05/2021
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Hay días de fiesta en los que acudimos como Pueblo de Dios a los lugares señalados donde nuestra fe nos convoca para hacer memoria de la compañía del Señor que jamás nos abandona. No son lugares mágicos, como tampoco lo son las fechas de nuestras calendas cristianas. Pero en esos espacios y en esos tiempos venimos a recordar lo que tantas veces el vaivén de nuestras prisas o el sopor de nuestros cansancios, terminan por secuestrar lo que jamás deberíamos haber olvidado. Es nuestra humana condición la que nos lleva por el retortero de nuestra debilidad. Y precisamente por eso la Iglesia señala en nuestra agenda eclesial estas citas en torno a la salvación redentora de Jesús, o de su Madre bendita, o de nuestros amigos los santos.

Hoy celebramos una festividad particularmente querida por nosotros, por ser el patrono de nuestro sacerdocio diocesano en España, desde que Pío XII lo nombró patrón del clero secular en nuestra Patria. San Juan de Ávila es una de esas fechas en las que como Presbiterio diocesano nos unimos con aires de fiesta para dar gracias y para pedirlas a Dios, que a través de este santo sacerdote nos acompaña con su sabiduría y el alto testimonio de su santidad sacerdotal.

La larga historia de la Iglesia ha escrito un relato hermoso de testimonios variados con los que los cristianos han vivido su fe en tiempos y espacios diversos. Los tiempos de las fechas que iban aconteciéndose y los espacios en donde aquella fe prendía por el ardor misionero de quienes anunciaban a Cristo Redentor del hombre a sus coetáneos. Esto es lo que la liturgia subraya y enseña a propósito de la memoria sanctorum como queda sintetizado en el prefacio de los santos en el Misal Romano: «Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino, para que, animados por tan abundantes testigos, cubramos sin desfallecer la carrera que nos corresponde y alcancemos, con ellos, la corona de gloria que no se marchita». La memoria de los santos no supone olvido del Señor ni sustitución de su enseñanza, sino precisamente un lugar donde se puede reconocer su belleza y volver a escuchar sus palabras, porque los santos son ese icono y ese eco en donde Dios nos permite reconocer en el tiempo de nuestros días y en el espacio de nuestros lares su misma presencia que en los mejores hijos de la Iglesia nos acerca.

En estos días yo he recordado una página de mi diario espiritual cuando llamé a la puerta del Seminario. Me parecía una larga andadura hasta que se pudiera vislumbrar el final de la carrera que me llevaría al sacerdocio que ya había vislumbrado siendo un niño y que por tantas razones se fue posponiendo mi respuesta con sordera calculada para no escuchar la Voz que me llamaba. En aquel momento de mi inicio como seminarista aparecía seis años largos de estudios que se me antojaban interminables. Quedaban atrás otros estudios civiles después de los reglamentarios antes de la universidad, experiencias laborales con mis primeros pasos en el mundo de los adultos, vivencias afectivas de las que llenan el corazón de un joven enamoradizo y enamorado. Sueños y proyectos que quedaban a las espaldas mientras se abría ese camino hasta el altar con mis manos ungidas. Todo un mundo de ilusión e incertidumbre que se abría cada mañana ante la mirada. Y finalmente llegó el día tantas veces soñado, con toda su carga de respeto ante lo desconocido: la ordenación sacerdotal.

¡Cuántas cosas han venido después sin cita previa, cuántas sorpresas inesperadas! No han faltado las gracias con las que el Señor ha sostenido mi respuesta, no han sido tampoco remisos mis debilidades y pecados con los que yo he ralentizado o sorteado la fidelidad cotidiana. Pero en una fecha como esta, cabe entonar nuestro canto de acción de gracias por el don recibido tan inmerecidamente. Aquí están hoy nuestras manos que han bendecido y sostenido a tantos hermanos, las que han acercado el perdón de los pecados, las que se han hecho sacramento de la ternura de la misericordia de Dios. Aquí nuestros labios con los que el Señor ha relatado la Buena Noticia de un evangelio que no engaña, ni coarta con trampa la esperanza de nuestra gente. Aquí nuestro corazón del que brota como entraña esa entrega cotidiana que nos lleva a dar la vida por aquellos que se nos confiaron. Hoy es día para renovar nuestra consagración como sacerdotes de Cristo, pidiendo la gracia de ser de veras imagen viva del Buen Pastor.

Tiene una bellísima expresión nuestro Santo patrono, en una carta que dirige al P. Francisco Gómez, jesuita que la leería en el Sínodo diocesano de Córdoba en 1563. San Juan de Ávila compara la grandeza del sacerdocio con el seno virginal de nuestra Señora, con el pesebre de Belén, con la severidad de la Cruz, para venir a decirnos: vosotros sois más, porque a través vuestro la Palabra y la Presencia del Señor se hace luz y alimento en la vida de los hermanos cuando ejercéis fielmente vuestro ministerio sacerdotal. Y termina diciendo eso que hemos podido leer hoy en el Oficio de Lecturas: «Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales nombres conviene gran santidad. Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él».

Con el sabor de este lenguaje castellano antiguo, se nos pide ser relicarios que llevan en el alma el latido de bondad de corazón del mismo Dios; y casa en la que testimoniar que nuestro interior no está vacío sino habitado por quien ofrece la más dulce hospitalidad a quienes sufren sus intemperies; y criadores de ese Dios que por nuestras manos y labios no deja de venir en cada circunstancia ofreciendo nuestro ministerio como cauce y canal para que Él se vuelva a hacer presente con todas sus gracias.

En el día de San Juan de Ávila podemos este año también homenajear a los que cumplen sus bodas de oro o de plata sacerdotales, y a todos ellos los felicitamos dentro de las restricciones que nos imponen las circunstancias sanitarias. A todos ellos nuestra felicitación más cariñosa y fraterna pidiendo que Dios lleve a su más feliz término lo que tuvo comienzo en el día de la ordenación sacerdotal.

Es un momento para dar gracias por todos y cada uno de los curas de nuestra Diócesis, en estos momentos de dificultad por una pandemia, que están acompañando a nuestro pueblo y sosteniendo la esperanza de tantas personas. A todos ellos, con su edad y situación, a los jóvenes por su estreno del ministerio, a los ancianos por las canas que testimonian las ganas de una larga entrega, a los de edad mediana con el ánimo de seguir bogando en la aventura de llegar al puerto donde se nos espera con los hermanos que nos han sido confiados. A cada uno de vosotros, mi más sentido gracias, mi reconocimiento y mi ánimo para seguir acompañando a nuestro Pueblo, mientras también nosotros sabemos fraternamente acompañarnos. Porque es justo y necesario, es bueno agradecer la impagable labor de nuestros curas, con toda la entrega que por vocación de Dios viven acompañando y bendiciendo a las personas con las que se cruzan sus vidas. Feliz día de San Juan de Ávila, quien decía que un sacerdote debe saber a lo que sabe Dios. Dios con todos sus sabores y saberes con los que quiere seguir siendo por nosotros casa y relicario de su belleza y bondad ¡Qué hermosa vocación, agradecida y renovaba en el día de nuestro patrón!

El Señor, nuestra madre la Santina y San Juan de Ávila, os guarden y os bendigan.

 

X Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM San Salvador. 10 mayo de 2021

Para mejorar el servicio, utilizamos cookies propias y de terceros. Si sigues navegando, entendemos que aceptas su uso según nuestra política de cookies.

Más información sobre cookies