Homilía en la clausura del año diocesano de la santidad IV Centenario de la muerte de San Lorenzo de Brindis. Villafranca del Bierzo

Publicado el 22/07/2019
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Querido Sr. Administrador diocesano de Astorga, hermanos obispos de nuestra Provincia Eclesiástica de Oviedo y de otras diócesis hermanas, sacerdotes y diáconos, seminaristas,  religiosas y fieles laicos. El Señor os bendiga a todos con la Paz en vuestros corazones y el Bien en vuestras manos.

La larga historia de la Iglesia tiene un relato hermoso de testimonios variados con los que los cristianos han vivido su fe en tiempos y espacios diversos. Los tiempos de las fechas que iban aconteciéndose y los espacios en donde aquella fe prendía por el ardor misionero de quienes anunciaban a Cristo a sus coetáneos.

Ya el primer catecismo de la Iglesia Católica exhortaba a los cristianos diciendo que “cada día hay que contemplar el rostro de los santos para encontrar consuelo en sus palabras” (Didaché, 4, 2). Por este motivo la memoria de los santos no supone olvido del Señor ni sustitución de sus enseñanzas evangélicas, sino precisamente un lugar donde se puede reconocer su belleza y volver a escuchar sus palabras, porque los santos son ese icono y ese eco en donde Dios nos permite reconocer en el tiempo de nuestros días y en el espacio de nuestros lares su misma presencia que en los mejores hijos de la Iglesia nos acerca.

La diócesis de Astorga tiene ese espejo en el que mirarse, cuando nos asomamos a los rostros de tantos hijos e hijas de esta tierra y de esta Iglesia, que vivieron con audacia y sencillez su vida cristiana, dando el alto testimonio de la santidad cotidiana. Es lo que se entremezcla como feliz motivo el año jubilar que estamos clausurando: la memoria de un santo como San Lorenzo de Brindis en el cuarto centenario de su muerte, y el reconocimiento de cómo cada uno de nosotros estamos llamados a escribir con nuestros días esa santidad cristiana.

Es inevitable el recuerdo de vuestro querido obispo, mi buen hermano D. Juan Antonio Menéndez, que con toda la diócesis pensó y abrió hace un año este tiempo de gracia como un «año diocesano de la santidad». La vida es un ensayo general donde a través de los distintos avatares, paisajes y circunstancias, nos vamos abriendo a aquello que Dios quiso desde siempre para nuestro bien y nos propuso como camino dentro de su Iglesia. El Señor nos llama a sí, para darnos ese abrazo que dura la eternidad para la que nacimos mientras pone la belleza de su gracia redentora en nuestros tramos y momentos descoloridos. Ese abrazo, santo donde los haya ya ha comenzado para D. Juan Antonio, al que imaginamos concelebrando con nosotros desde su espera a que Jesús vuelva, mientras nosotros seguimos siendo peregrinos. Descanse en paz y que goce eternamente de la santidad de su vida cristiana el que fuera vuestro querido obispo.

Así lo recordaba él en la presentación del libro «Los santos y beatos de la diócesis de Astorga. Testigos de la fe, modelos de nuestra Iglesia»:

«Los santos bendicen a Dios eternamente en el cielo junto con el coro de los ángeles. Esa es su misión. Una misión gratificante y plena que colma todas las ansias de felicidad que tiene el alma humana. Alguien pude pensar que ser santo, vivir como bienaventurado, es aburrido y triste. No es así́. Vivir en santidad aquí en la tierra y después de nuestra muerte en el cielo gratifica de tal modo a la persona que quien inicia ese camino no quiere dar marcha atrás».

Hemos comenzado la celebración en el monasterio de la Anunciada, de las hermanas clarisas de Villafranca del Bierzo. Allí se custoria y venera el cuerpo de un santo muy querido para toda la familia franciscana y que es gloria de la Iglesia universal: San Lorenzo de Brindis. No deja de ser un hermoso comentario su biografía al reclamo que representa la llamada que cada uno de nosotros hemos recibido para ser santos igualmente en el tramo de nuestro tiempo, el los lares de nuestros espacios y en la trama de nuestros días. Cada uno con su nombre, con su edad y con su circunstancia, hemos sido llamados a consentir que nuestros labios aprendan a pronunciar cada día mejor la palabra que eternamente Dios silenció para decírmela a mí y para decirla conmigo, y a repartir con generosidad con nuestras manos el eterno don que el Señor eternamente retuvo para dármelo a mí y regalarlo conmigo.

En San Lorenzo de Brindis hallamos toda esa coincidencia, por la que un hombre entiende su momento, reconoce sus talentos y se pone a escuchar lo que Dios quiere hacer y decir con él como gloria para el Padre y bendición para sus hermanos. Dotado de una gran capacidad políglota, pudo poner al servicio del Evangelio su capacidad de expresarse en tantas lenguas de oriente y de occidente a través del italiano, español, francés, alemán, griego, latín, siríaco y hebreo. Y así recorrería Italia, España, Francia, Portugal, Hungría, Bohemia, Bélgica, Suiza, Austria y Alemania, desarrollando una ingente labor como predicador, como bien atestiguan los más de 800 sermones litúrgicos que, junto a sus obras de carácter bíblico, patrístico, teológico y mariológico, le merecieron el título de Doctor Apostolicus con el que le honró el papa San Juan XXIII.

El celo de predicar la verdad a los que por gracia vivían y crecían en ella, le llevará a desarrollar una importante labor ecuménica -como diríamos modernamente- debatiendo y refutando con quienes se movían en el mundo del error y la herejía. No obstante, no fue un intelectual que se abstraía en sus ideas y elucubraciones, sino que tuvo también el don de la predicación sencilla acompañando al pueblo de Dios con el testimonio de su sabiduría y el ejemplo de su profunda vida de oración. Por eso representó para sus propios hermanos franciscanos capuchinos un regalo cuando ejerció labores como maestro de novicios, profesor de teología y sagrada escritura, y ministro general de su Orden.

No en vano, el papa Benedicto XVI le dedicó una catequesis que concluía con estas palabras:

«San Lorenzo de Brindis nos enseña a amar la Sagrada Escritura, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar diariamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, todas nuestras actividades tengan en él su comienzo y su realización. Esta es la fuente a la que es preciso acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios».

De la mano de este santo cuyo cuarto centenario de su muerte estamos celebrando, damos clausura a este año jubilar sobre la santidad cristiana en la diócesis de Astorga. Como decía el papa Francisco al comienzo de su carta sobre la santidad «Gaudete et exultate», citando un precioso testimonio de su predecesor Benedicto XVI al comienzo de su pontificado:

«Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión […] Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce» (GE 4).

Con esta preparación nos podemos adentrar en la escena del Evangelio de este domingo que tiene lugar en una casa muy querida por Jesús, en Betania, donde unos hermanos (Lázaro, Marta y María) gozaban de la amistad del Hijo de Dios. Ya es hermoso el apunte hospitalario en donde se habla de una relación amistosa en la que Jesús descansaba. Se desarrolla un célebre diálogo entre las dos hermanas y Jesús, que no podemos leer –como tantas veces se ha hecho– desde una perspectiva reduccionista: María la mujer contemplativa “que no hace nada”, y Marta la mujer activa “que trabaja por las dos”. Desde esta visión dualista y divididora se pretendía arrimar el elogio de Jesús («María ha escogido la mejor parte» –Lc 10, 42-) en beneficio de la vida contemplativa que personifica María, pero contra la otra actitud representada por una Marta demasiado atareada y nerviosilla.

No es esta la finalidad de Lucas, ni tampoco el sentido del elogio de Jesús. No se trata de una polémica entre acción y contemplación, sino más bien el situar qué es lo más medular y prioritario del ser cristiano, desde lo cual se debe vivir y afrontar cualquier otra actividad. María adopta una posición típica de un discípulo en Israel: escuchar la palabra del Maestro sentada a sus pies. Pero en una interpretación sesgada de esta actitud, en medio del apuro de la otra hermana “que no daba abasto”, pudiera parecer que María era una aprovechada, mientras que Marta era el personaje malo de la película, disipada o acaso víctima del privilegio de su hermana. Es decir, María escuchaba al Maestro y Marta pagaba el precio del lujo contemplativo de su hermana.

Sin embargo, lo que Jesús “reprocha” a Marta no es su actividad, sino que realice su trabajo sin paz, con agobio y murmuración, hasta el nerviosismo que llega a hacer olvidar la única cosa necesaria, en el afán de tantas otras cosas que no lo son. Por tanto, Jesús no está propugnando y menos aun alabando la holgazanería de “escurrir el bulto”, sino la primacía absoluta de su Palabra. De hecho, unos capítulos antes, el mismo Lucas nos ha dicho que Jesús reconocía a su familia no tanto por cuestión de sangre y apellidos, cuanto por escuchar y vivir su Palabra (cf. Lc 8, 21), que es lo que cabalmente hizo su Madre desde el momento de la misma Anunciación: hágase en mí tu Palabra (cf. Lc 1, 38), que es lo que la constituye en bienaventurada (cf. Lc 11, 27-28).

Esta escena que hoy contemplamos, con un diálogo tremendamente humano y comprensible (¿quién no se compadecería hasta identificarse con la protesta de la buena Marta?), trata de alertarnos sobre los dos extremos que un discípulo de Jesús debería de evitar: tanto un modo de trabajar que nos haga olvidadizos de lo más importante, como un modo de contemplar que nos haga inhibidores de aquellos quehaceres que solidariamente, hemos de compartir con los demás.

No obstante, creo que hoy corremos más riesgo de olvidar esa actitud fontal de escuchar a Jesús, de dedicar tiempo a su Palabra y a su Presencia. Hijos como somos de una cultura de la prisa y del arrebato, del eficientismo, lo que no está de moda es la gratuidad y por ello tanto nos cuesta orar de verdad, y ello explicaría en buena medida cómo trabajando a veces tanto –incluso apostólicamente– tenga en ocasiones tan poco fruto todo nuestro esfuerzo y dedicación.

La tradición cristiana ha resumido esta enseñanza de Jesús en un binomio que recoge la actitud del verdadero discípulo cristiano: contemplativo en la acción y activo en la contemplación. Dicho de otra manera, que todo cuanto podamos hacer responda a esa Palabra que previamente e incesantemente escuchamos, y al mismo tiempo, que toda verdadera escucha del Señor nos lance no a un egoísmo piadoso que tiene al mismo Dios como coartada, sino a un trabajo y a una misión que edifiquen el proyecto de Dios,  su Reino.

Concluimos desde esa escena familiar y hogareña de una casa de amigos, donde Jesús descansaba y donde indicó con esas dos actitudes de Marta y María, un precioso ejemplo de santidad cotidiana: la que nutre su corazón escuchando las palabras del Maestro y la que se hace servicio concreto a los hermanos.  Una santidad de cada día, puesto que, como con audacia ha dicho el papa Francisco, «la santidad es el rostro más bello de la Iglesia» (GE 9), pero no sólo la santidad oficialmente reconocida y garantizada por la proclamación de la Iglesia, sino también esa otra santidad que sólo Dios conoce y sólo él canoniza, como con frescura nos indicó el Santo Padre en ese mismo documento:

«Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad» […]. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo» (GE 7-8).

Concluyen los actos de un año jubilar, pero prosigue el júbilo de vivir esta gracia cada día, dejándonos acompañar por nuestros amigos los santos, y testimoniando con sencillez cotidiana en nuestros lares, nuestros días y en el surco donde nuestra vida vive y convive, sueña y se entrega, la santidad a la que todos hemos sido llamados.

Que Santa María nuestra Madre, que San Lorenzo de Brindis, nos acompañen en nuestro camino hacia Dios, camino santo.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Villafranca del Bierzo, 21 julio 2019

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