Homilía de Jueves Santo, 9 de abril 2020    

Publicado el 09/04/2020
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Qué extraño Cenáculo el de este Jueves Santo tan recoleto y confinado. Hemos llegado a este día central de la Semana más Santa del año. En esta catedral verde de la Santa Cueva en Covadonga, a este puñado de fieles aquí presentes y a los miles que nos acompañáis desde la ventana de las pantallas de vuestras casas, mi saludo de paz y bien.

Podemos decir que hoy la cena se adelanta, como queriendo anticipar una noche que de suyo iba a ser la más larga. Una cena distinta a todas las primeras precisamente por ser esta la última de todas ellas. Fue desde siempre deseada esa cena en la que habría por parte de Jesús intimidades y entregas. Y da comienzo a los tres días santos en los que se nos declara la entrega amorosa de un amigo con mayúsculas: el que da la vida suya por entero para que nosotros no perdamos la nuestra. Triduo Pascual en el que rememoramos el desenlace de una historia de amor por la que Dios quiso mostrarnos en su Hijo Bienamado su decisión de salvarnos. Quedan atrás tantos momentos: los que conocemos por los evangelios, y los que quedan sin escribir pero no por eso menos ciertos. Mil situaciones en las que había lágrimas que enjugar, interrogantes a los que dar respuesta, deseos sinceros que se tornaron verdaderos, y un sinfín de inquietudes que palpitaban en los corazones y a los que Jesús regaló el cauce, les puso nombre y sobre todo un destino resuelto.

            La oración central de esta Misa de la Cena del Señor, nos dice ya de entrada que hemos sido convocados en esta tarde para celebrar aquella misma memorable Cena en la que tuvo lugar un apretado recordatorio que se hará memorial para los cristianos. No es una cena más, sino aquélla, justo aquélla en la que misteriosamente todos éramos comensales en el mantel inmenso de la historia de la humanidad venidera.

            La cena remite a un gesto del pueblo judío en el que cada año rememoraban el paso de Dios en sus vidas que arrancó sus esclavitudes, sus exilios, todos sus sufrimientos y sus pecados. Era una cena rápida, casi con prisa, porque había que comer el cordero en familia, compartiendo ese don con el de al lado, habiendo rociado con la sangre las jambas de las puertas para que el ángel exterminador pasase de largo en aquel Egipto de cadenas, abusos y menosprecios. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro del Éxodo (cf. 12, 1‑8. 11‑14).

            Aquella era como un anticipo de otra cena, en la que otro cordero se dejaría también comer como alimento eterno, y cuya sangre se vertería de modo colmado en las jambas de las puertas por donde entramos y salimos, por donde adentramos lo más grande y bello o por donde con alevosía y nocturnidad metemos nuestro costo para mercadear con lo que ofende al Señor, hace daño a nuestro prójimo y a nosotros nos hiere profundamente en nuestra conciencia por dentro. Aquella escenificación simbólica supuso no el paso anónimo de un Dios que con su ángel extermina, sino el paso de un Dios que abre su corazón para que con palabras y gestos, vuelva a declarar el amor a una humanidad esquiva, torpe, extraña al amor del mismo Dios.

            Fue una noche de intimidades. Jesús comenzó a orar al Padre diciendo lo mucho que le importaban aquellos que el Padre le confió. Mi vida también le fue confiada, aunque no hubiera nacido todavía. Mi vida le importaba, con su nombre, su edad, sus verdades y gracias, sus mentiras y pecados. En ese memorial de amores estábamos todos en su lista. Eran los afectos con los que por amor al Padre Dios, Él se entregaba a sus hermanos. Ahí estaban los dos amores de Jesús que llenaron sus días: el Padre y los hermanos, dos amores distintos pero inseparables. Fiarse del Padre para darnos a los hombres su abrazo y su palabra. Entregarse a los hombres para intentar que comprendiésemos en su entrega el gesto supremo. Una noche que vino a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida de mil modos había entregado y narró de hecho.

            El amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos lo dijo, así nos lo dejó escrito de tantas maneras como estrofas de su más hermoso canto. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y roto el ensueño. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa aburrido, o que se hace tan extraño que termina siendo al final ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa: mucho más que doce cestos de panes y peces, fue su corazón abierto y su entraña partida. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida. Su Cuerpo y su Sangre, en el horno y el lagar de su Corazón se hicieron santa Eucaristía, humilde como el trigo y la uva, y silencioso y discreto como un Sagrario que con su luz candelaria siempre encendida nos invita a la gratitud y a la visita.

            Amor de hermano, amor eucarístico, que se hace gesto al ponerse a lavar los pies de los discípulos. Aquellos pies de ellos, como los nuestros, que no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentaron los caminos ciertos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado poniendo luego en ellos un beso rendido. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? ¿Dónde están los pies peregrinos de tantos refugiados que van a la intemperie de todos los campos? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados. Hoy lavamos esos pies en los enfermos de la pandemia, en los que acuden a curarlos, en cuantos nos ayudan a poner mesura en el contagio que no deseamos. Son los pies que en estos cenagales malhadados nos hunden en la tristeza y el desencanto. Pero hay quien se arrodilla ante nosotros y se pone a lavarlos emulando el gesto samaritano de un Jesús que no tuvo ascos de colocarse con siervo ante todos nuestros pecados.

            Finalmente, a aquellos discípulos les quiso confiar lo más sagrado. Y los hizo ministros, sí, ministros de otro modo, sin cartera de poderes, de engañifas y de estragos, sino ministros que sólo sirven para servir a los hermanos. Como el Padre le envió a Él, así ahora Él enviaba a aquellos pescadores otrora, recaudadores de antaño, gente tosca, iletrada y ruda, que tuvieron el privilegio raro de haberse encontrado con Jesús, el Mesías anunciado y esperado. El Sacerdote Jesús, el Sacerdote Único y Eterno, invita a aquellos discípulos a seguir su ejemplo confiándoles su secreto y compartiendo con ellos el divino encargo. El Buen Pastor que les hace pastores buenos, para repartir con sus manos pequeñas la grandeza de su Gracia redentora, para proclamar con sus labios torpes las palabras que dan vida y encienden la esperanza.

Jueves Santo en el que dar gracias por el amor fraterno, por la Eucaristía, por el sacerdocio santo. Tres rasgos de la mirada de Dios, de su compañía, de lo mucho que nos quiere a cada cual año tras año en esta historia de veinte siglos, sea cual sea nuestro nombre o edad, nuestro momento aciago o nuestro gozo sereno. Tarde de intimidad junto al Maestro que vale la pena pasar en adoración silenciosa como quien sin palabras se embelesa mirando a Jesús sacramentado lo que en aquella Cena postrera dijo Él a los suyos para que nosotros lo hiciésemos nuestro. Venid, adoremos al Amor de los amores. Es el día del Amor más grande que sin dejar de ser divino, quiso hacerse fraterno y humano. Que María os acompañe. Que Dios os bendiga y os guarde.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santuario de Covadonga

 

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