Homilía funeral diocesano por Mons. Juan Antonio Menéndez Fdez. Catedral de Oviedo. 27 mayo de 2019

Publicado el 28/05/2019
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Queridos hermanos y hermanas, deseo que el Señor llene vuestros ojos de la luz que nos permite andar los caminos que Él frecuenta. Paz y gracia a todos.

Han sido intensos estos días pasados, desde que nos dimos cita tantos de nosotros en la Catedral de Astorga, para despedir cristianamente a su obispo, nuestro querido D. Juan Antonio Menéndez Fernández. Algunos no pudieron asistir y hemos querido hacer también aquí un funeral. Os agradezco de corazón vuestra presencia.

En esta misma iglesia Catedral fue consagrado obispo el 8 de junio de 2013. Aquí este grupo de cristianos celebramos por él la santa Misa pidiendo para D. Juan Antonio el eterno descanso. Como un niño que se deja llevar, que pide ser acompañado y sostenido, que se fía de los hilos de la divina Providencia que van tejiendo el telar de su biografía, así le vi llegar aquella mañana de primavera hace seis años para imponer mis manos en ese buen hermano que se me regalaba poniéndole a mi vera como obispo auxiliar de Oviedo.

Fueron algo más de dos años de trabajar juntos desde nuestro ministerio episcopal para acompañar a los hermanos que se nos confiaban. Una fraterna colaboración que se fue transformando en recíproca compañía, la propia de dos buenos hermanos que viven en amistad cristiana y eclesial, todo lo que la vida nos ponía delante como gratificante reto o como áspero desafío. Con desigual sorpresa recibí desde Nunciatura los dos avisos en nombre del Papa Francisco: que se me daba como hermano obispo a Juan Antonio y, dos años después, que me lo quitaban para llevarlo a Astorga. En ambos casos tuve que darle yo la noticia anticipadamente, como se me pidió que hiciera. Y, tanto él como yo, obedecimos diciendo nuestro sí, vinieran como vinieran dadas las cosas de la vida.

La noticia de su repentino desfallecimiento llegaba en el mismo día, sólo unas pocas horas después, de morir su amigo y compañero D. Herminio que fue, sin duda, un factor que aceleró la presión interior sumida en el dolor para un corazón ya tan maltrecho. Nosotros levantamos acta del desenlace sin poder hacer nada, mientras fuimos compartiendo, como pudimos, con palabras acalladas por la pena, nuestra sorpresa por esa noticia, nuestra duda ante lo sucedido, nuestra aceptación creyente y herida. Dos queridos hermanos que en el mismo día y hora nos dejaban, ante la inapelable llamada de Dios que les nombraba por sus nombres para decirles ¡ven!, por última vez.

La vida es como un banco de pruebas, un ensayo general que, con luces y sombras, gracias y pecados, vamos escenificando en la palestra de nuestros días y lugares. Quiso Dios silenciar eternamente una palabra para decírmela a mí y decirla conmigo. Quiso Él retener una dádiva para dármela a mí y repartirla conmigo. Así de únicos e irrepetibles somos cada cual. Y para esa palabra que supo aguardar, para ese don que se contuvo, nacieron mis labios y se nos dieron nuestras manos. La pregunta es si nuestra boca acierta a bendecir cuando habla o si nuestras manos son capaces de construir y acariciar. Porque examinando nuestra vida, nos encontramos que no siempre aciertan nuestros labios en lo que narran, ni tampoco nuestras manos son siempre capaces de repartir regalos.

Los trompicones de todos nuestros altibajos nos ayudan a aprender, nos invitan a pedir perdón, y a pedir al buen Dios que nos conceda la gracia de no hacer estéril e inútil la vida que Él nos dio, sino que se cumpla en nosotros aquello para lo que nacimos, para lo que se nos dio un temperamento, un contexto familiar y social, una educación y unos amigos, una inquietud por hacer mejor las cosas y una vocación en la vida que coincide con nuestro lugar en la sociedad y dentro del pueblo de Dios.

La parábola de los talentos que hemos escuchado en el Evangelio es un modo plástico de explicar nuestra tarea en la vida, la aventura de ir creciendo en esa responsabilidad humana y eclesial de quien se esmera en dar gloria a Dios con su vida mientras es apoyo y compañía para todos sus hermanos (Mt 25, 14-30). En esta parábola se cuenta que un rey dio dinero a sus súbditos antes de salir de viaje, y al volver quiso saber qué habían hecho con ello. Todos intentaron acrecentar en algo lo que recibieron, menos el último, que por miedo lo enterró. La parábola es severa con este hombre cuya historia acaba mal.

Es justo plantearnos en estos días, precisamente desde el dolor por un hermano que nos falta por haber sido llamado por Dios, qué dones ha puesto el Señor en mis manos, en mis labios, en mi corazón. El talento como don de Dios en nosotros, se hace palabra, se hace gesto, se hace pan y se hace hogar. Porque Él ha querido necesitar de nuestras manos para bendecir de tantas formas, quiere valerse de nuestros labios para comunicar palabras de vida que no engañen, y se esconde en nuestros latires para palpitar así la vida, a corazón abierto, poniendo en ellos el secreto de su divino Corazón. Lo dirá bellamente la carta de San Pedro: cada uno con el don que ha recibido se ponga al servicio de los demás (1 Pe 4, 10).

Juan Antonio ha vivido su historia, quiso que Dios narrase con ella una biografía bella y sencilla que pondría bondad y horizontes de esperanza en tantos que acudieron a su lado. No vivió encerrado en sus cosas, en sus pretensiones, en sus heridas que no tuvo pocas últimamente, sino que fue dejando que ese Dios escribano nos relatase su biografía de sacerdote y de obispo, como un regalo por donde fue pasando sembrando el bien y la paz. Quizás haya habido algunos renglones torcidos como cuando aprendemos nuestras primeras letras, acaso se hayan dado borrones pequeños como cuando no hay firmeza en donde nos apoyamos. Pero el Dios escribano sabe contar su historia en nosotros, aún en medio de los renglones que se nos tuercen y en las tachaduras de nuestras dudas o errores.

Encomendamos a Juan Antonio en nuestras plegarias para dar gracias a Dios por su vida entre nosotros, para no olvidar sus palabras amables ni sus gestos de cercana humanidad como un verdadero hermano. Junto a la gratitud, elevamos también nuestras oraciones para que la misericordia de Dios haya sido el abrazo de un buen Padre que acoge al hijo que finalmente llega a la casa eterna. Es el Señor quien se reserva la palabra final sobre nuestra vida, y también para Juan Antonio será la palabra del Buen Pastor. En este recuerdo fraterno que se hace plegaria agradecida y oración que pide para este hermano la gracia redentora, se encuadra en esta tarde nuestra celebración por su eterno descanso.

Hubo flores el otro día en Astorga, muchas flores y coronas con escuetos mensajes llenos de afecto y reconocimiento. Diez días después esa sincera y noble expresión ha quedado deslucida y desflorada. En algunas culturas orientales, como la hebrea, no ponen jamás flores sobre las tumbas sino sencillas piedras que no caducan ni se marchitan. Nosotros encendemos el cirio de la esperanza, tenemos vivo el recuerdo agradecido por este buen hermano que tanto bien nos hizo, y pidiendo para él la vida eterna que Jesús resucitado nos abrió para siempre, lo encomendamos a la Virgen nuestra Santina de Covadonga, y a todos los santos pastores.

Descanse en paz este querido hermano y amigo que fue nuestro obispo auxiliar, vicario general y episcopal y párroco en varias comunidades cristianas. En esta travesía que es el vivir, él ha llegado a la orilla en la que Jesús le estaba esperando. Como hizo con los discípulos aquella mañana, tendrá unas brasas encendidas para el banquete que no acaba y a la luz que no declina se podrá asomar a las cosas, a nosotros, tal y como los ojos del mismo Dios nos contemplan. No nos quedamos mirando al cielo, por más que podamos sentir una santa envidia, sino que seguimos escribiendo nuestra historia asignada los que aún peregrinamos entre pañuelos de silencio y la certeza de la esperanza. Descanse en paz.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm. Arzobispo de Oviedo

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