Homilía en el funeral de D. Ramón Platero            

Publicado el 07/03/2021
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El tiempo de cuaresma es una subida a Jerusalén. Entre sorpresas pandémicas y guisas humanas, hay alguien que se distancia de la maraña cotidiana para atravesar sereno la meta de su vida en el encuentro con el Señor. La vida es un viaje que tiene su cuesta arriba, sus llaneos placenteros y sus bajadas inadvertidas. La vida es una subida hasta la Jerusalén celeste, que va inscribiendo con sus fechas y lugares los jalones de una biografía humana. Vamos subiendo las veredas adentrándonos en los bosques, sorteando los altibajos, quizás distrayéndonos en extravíos, saltando los abismos, refrescándonos en las fuentes, oteando más o menos lejana la cumbre de nuestro destino.

Noventa y cinco años es una cifra respetable de una vida tan largamente vivida como ha sido la de nuestro querido D. Ramón Platero. Da pie para tantas cosas cuando se aprovecha cada instante, cuando de entrega uno a lo que vale la pena, cuando se ponen en juego los talentos y dones que Dios nos concedió para realizar nuestro viaje. Es verdad que también una vida larga puede tener muy corta su mira, y haber perdido durante años y años la oportunidad que termina siendo marchita. No es el caso de D. Ramón.

Yo le conocí en mi primera visita a Oviedo, cuando todavía no era Arzobispo. Me acerqué para saludar a D. Gabino, D. Raúl y D. Juan Antonio, y a algunos colaboradores que querían conocerme de cerca y tener conmigo un primer contacto semanas antes de que tomara posesión de esta sede catedralicia como nuevo Prelado. Es entonces cuando D. Ramón se me presentó de improviso para pedirme “un favor”, como me dijo. Se trataba de que yo escribiera un prólogo-introducción para el Catálogo del Museo diocesano de Oviedo. Una edición realmente preciosa y precisa, verdadero exponente del trabajo de muchos años. Rápidamente le dije que sí, que lo haría con mucho gusto. Y nos pusimos a hablar del arte y del patrimonio que él velaba y custodiaba como director del museo diocesano. Bromeé preguntándole por sus musas, dado que él era el guardián de tamaño y precioso museo. Resultó ser mi requiebro un agradable pretexto para que me pudiera contar lo que, en su ya larga carrera vital, había representado en su camino lo que inspiraba y sostenía sus valores, sus certezas, sus fortalezas, así como una ayuda humilde para sus escollos y dificultades. Las musas de D. Ramón, no eran otras que su fe y su esperanza, que le permitían aparecer y presentarse como alguien de una exquisita caridad. Esta era su altura humana así de grande, esta era su porte eclesial como buen sacerdote.

Un museo siempre recoge obras de arte de diferente factura hermosa. Saber ordenar ese patrimonio, cuidarlo, presentarlo y, de algún modo, dejar que nos hable a través de sus lienzos, de su orfebrería, de sus telas, de su escultura, de sus libros miniados y códices, es un oficio precioso. Porque quien consigue hacer esto, nos educa en la belleza permitiéndonos asomarnos a lo que dilata la mirada, ensancha en corazón y nos propone el encanto estético de algo que no acorrala, ni achata, ni aplasta, ni roba o distrae los motivos de nuestra esperanza. Saber dirigir un museo de la Iglesia, es una responsabilidad que se contrae ante nuestras miradas tantas veces zafias y apagadas, ante nuestros desánimos vapuleados por un vaivén que zarandea la esperanza confiada.

D. Ramón hizo todo esto desde el Museo diocesano que dirigió durante no pocos años. Para ello se había preparado con sus estudios superiores en Roma, licenciándose en Arte Sacro y Arqueología cristiana. Aquellas aulas también las frecuentamos otros más tarde, nos permiten entender cómo marca carácter esta dedicación a la belleza noble de los artistas cristianos que han logrado expresar con sus pinceles y lienzos, sus cinceles y gubias, sus agujas y cálamos, lo que nos deja lleno de asombro agradecido el corazón.

En aquel nuestro primer encuentro semanas antes de que yo viniera ya para Asturias, apareció un aspecto importante que luego lo he seguido comprobando durante todos estos años: su amabilidad delicada, su exquisito trato lleno de respeto y elegancia. No se trata de ver en D. Ramón simplemente una persona fina en sus relaciones –que lo era–, sino que aparecía como un don del cielo esa bonhomía apacible, discreta, atenta, que dejaba traslucir una humanidad tan llena de los mejores valores cristianos y sacerdotales.

El buen humor y la ironía tierna, con un cariñoso respeto, hacía que su cortesía fuera un valor que no pasara desapercibido ante nadie. Y esto lo pudo ir paseando por los distintos destinos que él asumió en su larga trayectoria sacerdotal al servicio de la Iglesia: primero aquí en Oviedo, luego durante cinco años en la diócesis de Barbastro donde dejó honda huella por su buen hacer, así como volviendo de nuevo a Asturias. Fueron quehaceres como la liturgia, el acompañamiento de la vida consagrada y los laicos, la archivística, la secretaría personal de varios obispos, la docencia en el seminario y otros centros, la vicaría de la Curia, el patrimonio diocesano, el museo, y su canonjía en esta querida Catedral a la que dedicó tanto tiempo con esmero y fecundidad. Ese talante humano y sacerdotal, nos ha dejado una impronta en cuantos pudimos tratarle de cerca, pudiendo unos y otros testimoniar esa calidad y esa caridad que adornó todo su recorrido como hombre cristiano y como sacerdote ejemplar.

Llega ahora el momento de un adiós. Una despedida cristiana a un querido hermano que parte para el cielo prometido del que fue claro y clarividente peregrino. Lo hacemos con el dolor que siempre entraña separarnos, poniendo en nuestros ojos el llanto inevitable de todo adiós, pero lo hacemos también con la certeza esperanzada de que llegará bien pertrechado este buen hombre que fue también un buen pastor.

Lo ha dicho Jesús en el Evangelio que hemos escuchado: la vida es como una sementera. En el surco de nuestra tierra se van sembrando semillas que Dios mismo esparce. Van dando fruto a través de la historia vivida, y también desde el cielo que nos espera seguirá alumbrando nuestro camino de penumbra con una luz que seguirá brillando en el recuerdo agradecido de una larga vida, y en el empeño de continuar la historia inacabada donde Dios sea glorificado y los hermanos bendecidos.

Decía el poeta jerezano Manuel Ríos algo que eligió como epitafio: “Dejadme solo esta tarde / que tengo que hablar conmigo / y tiene Dios que escucharme”. Así, solos en el encuentro eterno para el que nacimos; solos pero esperados desde siempre por quien más nos quiere; solos con una vida en las manos y un corazón lleno de tantos queridos nombres. Es el ligero equipaje de un pastor bueno cuando llega el momento de ponerse ante el Buen Pastor, y allí sin prisas, con ese tiempo que se sucede ya eternamente, poder asomarse a la propia historia tal y como la vieron los ojos de Dios: para dar gracias por tanto, para por tanto pedir perdón. A D. Ramón no le faltará ni la gracia de la gratitud como tampoco el perdón de la divina misericordia.

El cielo es un museo donde los santos son las obras de arte del mismo Dios. Él nos da la vida como una obra maestra que poco a poco hemos dejar que salga a la luz en su expresión más bella como canto y poema que en nosotros quiso escribir Dios. Así llega D. Ramón al Paraíso de los ángeles, con nuestro afecto agradecido y nuestras humildes oraciones, con la misericordia del buen Dios que ahora le espera, junto a la piadosa cercanía de María, la Santina que él tanto amó. A ellos se lo encomendamos. Descanse en paz este querido hermano, este buen sacerdote.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. San Salvador.
Oviedo, 6 marzo de 2021

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