Homilía en el funeral de D. José Manuel Feito           

Publicado el 30/06/2020
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Queridos hermanos sacerdotes, familiares de D. José Manuel, Sra. Alcaldesa de Avilés, religiosas, hermanos todos en el Señor. Paz y Bien.

Estamos celebrando unas exequias cristianas, por un cura que hizo gala sencilla de la palabra como si fuera parte de su ministerio más cuidado. El relato de la creación con que abre el Génesis la Biblia, nos presenta a Dios que hizo las cosas… diciéndolas. Los labios creadores de Dios hicieron que la palabra fuera madre de las cosas. Nosotros al nacer, lo hacemos infantes, es decir, sin pronunciar palabra porque no sabemos. El llanto de un recién nacido representa su primera voz al llegar al valle de lágrimas que tantas veces es la vida. Pero se nos da una existencia entera para aprender a balbucir, hasta que llegamos a rezar oraciones sentidas, a enhebrar enamorados piropos, a comunicarnos los íntimos secretos, con las palabras que aprendemos mirando los labios de quien nos ama. Hoy hace años que falleció mi propia madre, en cuyos labios fui el hijo de sus besos, y discípulo de los versos de su alma.

José Manuel ha sido un cura lleno de una gran humanidad, fácil de querer, cuyos hombros supieron llevar el peso fraterno de quienes a él se allegaban buscando una luz, un consejo, un compartir humano que nos abriera a los dones de Dios. ¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia las buenas noticias de la paz de un Dios bueno, como decía conmovido el sabio profeta Isaías (Is 52, 13)! ¡Qué bellos los labios que saben cantar y contar con su música y letra lo mucho que Dios nos quiere!

Toda una vida para aprender a balbucir nuestra palabra, esa que eternamente Dios silenció para decírmela a mí y susurrarla conmigo, la palabra que guarda mis secretos, la palabra con la que Dios acaricia a mis hermanos, la palabra que enciende luz en mis penumbras y pone en mis heridas abiertas la gracia de su bálsamo.

Conocí a José Manuel en aquellos primeros lances como arzobispo, y quedé prendado de su humanidad sacerdotal, de su sacerdocio humano, que dejaba traslucir con elegancia y bondad lo divino que Dios mismo repartía con sus manos y sus labios. Nos atraía a los dos la buena literatura, y gustábamos de los buenos trazos cuando con sencillez sin préstamo y con verdad sin ficción, apreciábamos la poesía con la que se pueden contar tantas cosas con belleza y amabilidad.

Las buenas gentes de Miranda, que tuvisteis durante casi toda su vida sacerdotal a este buen cura, hoy sentís que una voz importante se ha acallado, mientras recordáis con gratitud lo mucho que supuso en vuestras vidas el paso callado de este sacerdote querido entrañablemente. Pero la vida no es más que un viaje que tiene su destino en el corazón de Dios, de cuyos labios fuimos llamados para escribir nuestra biografía que dé gloria a nuestro Hacedor mientras somos bendición para los hermanos.

No somos distintos los creyentes ante el trance de la muerte que también nos toca y nos hiere; no es nuestro llanto censurable cuando son las lágrimas las que expresan nuestra mejor plegaria estando como están mudas tantas de nuestras palabras ante un dolor que tanto nos duele; no tiene excepciones un cura cuando llega la fecha y la circunstancia en la que misteriosamente el Señor había pensado llamarle.

Lo dijo nuestro místico castellano, también él poeta, y lo hemos cantado después un sinfín de veces: que al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor. Sí, es el examen siempre pendiente y el único que importa de todas cuantas veces nos han escrutado en la vida. No tenemos acceso al examen que un querido hermano nuestro acaba de afrontar ante la llamada de Creador. Y de amores será examinado D. José Manuel, con unas preguntas simples y esenciales que de algún modo también nosotros en esta tarde hemos de saber afrontar. El Evangelio que hemos escuchado nos habla de una metáfora entrañable de las que solía poner el Señor: si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no dará fruto. También la vida de este querido hermano sacerdote, José Manuel, fue un continuo surco en el que se fue sembrando en su existencia todo lo que ha tenido de talento y virtud, todo cuanto también tuvo de limitación imperfecta. Dios nos ha hecho así: llenos de posibilidades y adornados también con limitaciones, y unas y otras nos son dadas para acertar a escribir la historia para la que fuimos llamados a describir viviéndola sencillamente.

Al llegar al trance de esta inevitable despedida, por más que sea un hasta luego hasta el reencuentro en la vida eterna junto al Señor, se colocan en su sitio tantas cosas de las que a diario llenan nuestra agenda, nuestros desvelos, nuestras pretensiones y nuestras prisas. Todo entra en su justa medida, todo adquiere su verdadera dimensión, cuando contemplamos a un hombre joven todavía, a un cura de su grandeza moral y su entrega sin fisuras… que sin embargo ya estaba maduro para llegar a la meta de la que todos nosotros seguimos siendo peregrinos. ¡Cuántas cosas sin importancia las tomamos con una seriedad y tragedia indebidas! ¡Cuántas otras que realmente son las importantes las dejamos para mañana para lo mismo hacer cada día! Es una meditación esta que Dios nos brinda, especialmente a los sacerdotes, para valorar nuestras tristezas y poner nombre a nuestras dichas, porque quizás tenemos demasiadas veces alterado ese orden y sufrimos y hacemos sufrir por lo que no vale la pena, mientras que estamos distraídos o extraviados en aquello en lo que propiamente nos jugamos la vida.

Ahora rezamos por él, poniendo en las manos de Dios su vida, sabedores que la misericordia es la particular mirada con la que los ojos del Señor contemplan todos nuestros días. A esa piedad le encomendamos también invocando el nombre de nuestra Madre la Santina, y los de nuestros mártires seminaristas que tanto quiso él y a los que dedicó preciosos sonetos.

Nada se ha perdido de cuanto sus labios de cura proclamaron en el nombre del Señor. Nada baldío de lo que sus manos sacerdotales bendijeron y distribuyeron tomándolo de las manos grandes del mismo Dios. Nombres e historias como rendido secreto en su corazón inmenso que se lleva al cielo prometido, cuyas puertas pedimos que se abran esta tarde por la misericordia del Señor. A los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, vaya mi abrazo con esperanza mientras decimos el adiós cristiano a este hermano. Y que desde la tierra de la espera que para José Manuel se abre ahora, no deje de acompañarnos y hasta de hacerse cómplice en esa oración que no cesamos de elevar al cielo pidiéndole al Señor que nos bendiga con vocaciones sacerdotales.

Descanse en paz este buen hermano. Sacerdote de Cristo, hermano bondadoso de sus hermanos. Su fidelidad y entrega, en el surco bendito de una historia que se hace eterna y que se hace espera para un reencuentro sin llanto y sin lutos, ni más separación alguna por el gran don de la resurrección del Señor.

Quiero terminar con unos versos suyos que amablemente uno de vosotros me pasó ayer por la noche. Fueron escritos para D. Silverio, párroco de Laviana de Gozón, que falleció en la puerta de la rectoral mientras esperaba la ambulancia:

 

“No es posible enterrarte en el olvido,

sepultar tanta noche en una aurora,

para mí aquel ayer aún es ahora

y así, igual que aquel día, te despido.

 

De tu muerte y tu ausencia sigo asido,

de tu larga agonía en la demora

y de aquel esperar hora tras hora,

mientras te ibas muriendo sin ruido.

 

¿Es posible que exista un desamparo

tan atado al costado de la vida?,

¿cómo puede costar morir tan caro?

 

Un amigo del alma no se olvida

y, por eso, le pido al cielo amparo

y me cure, si puede, de tu herida”.

 

Estas fueron sus palabras. Estas son ahora nuestra oración al Buen Dios pidiendo por su eterno descanso. El Señor os bendiga y os guarde.

 

Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
30 junio de 2020

 

 

 

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