Homilía Domingo de Ramos 2021            

Publicado el 28/03/2021
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El paso de los días nos acerca las calendas de modo inevitable, y que una vez más, casi sin darnos cuenta, nos hemos plantado en el comienzo de esta semana grande, la Semana Santa que tiene su puerta de entrada con el Domingo de Ramos. No habrá bendición de los ramos este año, como no lo hubo el año pasado. Así nos lo ha indicado la Conferencia Episcopal y nosotros lo acatamos, aunque suponga el dolor de tener que renunciar a algo entrañable que nos ayuda a rememorar lo que estamos recordando en estos días especiales del calendario cristiano.

No somos los únicos que tenemos que adaptarnos a medidas y normativas que tratan de sortear la mala suerte pandémica. Hay medidas sanitarias que reconocemos justas y necesarias y con responsabilidad las asumimos; hay otras medidas que tienen un calado político e intencionalidad ideológica, donde extrañamente se cercenan las libertades, se pone en alto riesgo la supervivencia laboral de empresas y pequeños comercios, y tienen una cruel incidencia en las familias, en tantas personas. Ahí están unas y otras medidas: las primeras nos ayudan a salir adelante en medio de esta pandemia que nos asola; las segundas nos utilizan, buscando otros intereses que no se confiesan jamás, pero que son fácilmente rastreables cuando examinas las leyes que se emanan, el confinamiento de la libertad de expresión, y el desgaste de algunas administraciones que tienen siglas políticas contrarias.

Por eso, en medio de este escenario, nosotros como cristianos tratamos de caminar con responsabilidad ciudadana, con prudencia sanitaria, pero también con un punto de vista crítico, mientras estamos cercanos a cuantos por la enfermedad de la Covid-19 o por las entretelas políticas ideológicas, sufren en carne propia todas las consecuencias.

Hoy es Domingo de Ramos. Era la entrada de Jesús en Jerusalén. Aquella mañana de fiesta, la ciudad santa se echó a la calle con tanta gente de bien, porque entraba en ella alguien que no era desconocido ni despreciado, sino alguien querido por tantos de ellos. No eran los timbales y la trompetería los que recibían a un victorioso ejército tras su triunfo bélico en su última correría guerrera. Allí no se cruzaba un arco de triunfo, ni el general montaba su caballo brioso saludando a una muchedumbre entregada con alegría manifiesta. Lo que relatan los evangelios sobre la entrada de Jesús y sus discípulos aquella mañana en Jerusalén, era otra cosa bien distinta. Su cohorte era aquel grupo de discípulos que mirarían cautelosos tanta algarabía desbocada. Quizás alguno de ellos hasta tuviera recelos por el entusiasmo callejero cuando sabían que al Maestro se le estaba buscando, se le tendían trampas, habían puesto precio a su captura y contra él se conspiraba intentando sobornar hasta los propios cercanos. Por eso aquello era extraño y no cuadraba. Otros discípulos, tal vez, se entusiasmaron con tanto entusiasmo y se dejaron llevar por la amable riada.

No fue un corcel de general romano con mando en plaza quien entraba en la ciudad, sino que la comitiva iba encabezada por alguien que montaba un pollino de borrica, humilde donde lo hubiera. Lo había profetizado quinientos años antes el profeta Zacarías. Y el moverse de ramos y palmas, era un modo sincero de recibir a quien por doquier había pasado haciendo el bien a tanta gente, a tantas almas. Era aquella muchedumbre quien reconocía en quien entraba, a alguien que les hizo bien durante aquellos años difíciles de olvidar. Ellos no lo olvidaban y se echaron a la calle para dar gracias mientras con sus ramos y palmas en las manos, cantaban su mejor hosanna.

En aquellos tres años hubo ciegos que pudieron asomarse a la luz y dar gracias por los mil colores con los que la vida se pinta en rostros, en paisajes, en amaneceres o en noches estrelladas. Hubo cojos que aprendieron a saltar dando pasos como nunca pudieron para ir por los mis senderos en los que subir o bajar los vericuetos de la vida sin tropezar. Hubo sordos que por primera vez oyeron el susurro del amor, la caricia del afecto hecho palabra, al igual que mudos vieron cómo se les soltaba la lengua y lograban decir bondades, llamar por su nombre a las cosas y dar por tantas cosas su personal gracias. Qué decir de los hambrientos de todas las hambres, de los marginados en tantos descartes, de las señalados con el dedo de sus abusadores nocturnos mientras a pleno sol las lapidaban. Hasta los muertos fenecidos y sus llorosos seres queridos, quedaron bendecidos por ese Dios de la vida que pasó en su encrucijada haciendo posible la esperanza. Y hubo ancianos que esperaban sin desesperar, niños que jugueteaban en las plazas, y novios que se casaban brindando con el mejor de los vinos. Para todos tuvo un gesto, una palabra. Para todos supuso Jesús el paso del bien y de la paz en sus vidas.

Ese era quien entraba aquella mañana en Jerusalén. A su modo aquella gente le daba gracias al reconocer en el Maestro Jesús y en sus amigos discípulos, a quienes pasearon de aquí para allá un motivo para la algazara con los ramos y las palmas jaleados como aplausos, o las túnicas que se hacían alfombras para tan inesperada llegada. Toda una vida de entrega, con palabras de ternura acogedora, con gestos de autoridad no autoritaria, con verdades que abrían a la luz denunciando las mentiras y las trampas. Fue mucho el bien que se hizo en aquellos inolvidables tres años, y esto explica el regocijo rendido de las gentes sencillas que vieron llegar a Jesús montado en aquel pollino de borrica. Pero si era la victoria de la bondad, de la belleza y de la verdad lo que en aquel cortejo se identificaba y se congratulaba, aquello fue un ensayo general de otra victoria aún mayor, infinitamente más grande que estaba por llegar al final de aquella semana grande, en aquella primera Semana Santa.

Nosotros nos adentramos en lo que en estos días rememoramos dos mil años después, y lo hacemos en medio de la circunstancia que nos obliga a reinventarnos por fuera con las medidas que nos confinan y parapetan tras las fronteras invisibles que impone la pandemia, mientras nos fortalecemos por dentro aprendiendo a profundizar en el significado cristiano de unos días de gracia, en los que aquel Jesús vuelve a pasar humildemente para ganarnos para su causa que no es otra que la dicha bienaventurada que con su triunfo de la muerte y del sinsentido, vino Él a regalarnos con su pascua.

Nuestras hermandades han tenido que hacer así: aprender a profundizar sus cortejos cofrades dentro de sus corazones y dentro de las parroquias e iglesias desde las que habitualmente parten. Son las procesiones por dentro, cuando las procesiones por fuera tampoco este año tocan. Dios sabe lo que en el corazón y las entrañas palpita y sueña, sufre y calla, espera y canta. Vivir estos días con Jesús y con la oración de la liturgia de la Iglesia para entrar victoriosos en la florida pascua que al final nos aguarda.

Así os lo deseo de corazón. Y que al terminar estos días santos, podamos entonar ese canto victorioso con el aleluya en nuestros labios. Es tan grande su luz, que las penumbras que ahora nos entristecen se harán opacas. Esta es la verdadera meta de toda procesión cristiana. Feliz y santa semana. Que acompañemos a Jesús dos mil años después, en aquella pasión con la que pagó el precio de nuestra felicidad y salvación.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
28 marzo 2021

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