Homilía Domingo de Pascua. 12 de abril 2020. Santuario de Covadonga

Publicado el 12/04/2020
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Tenemos brumas mañaneras, y las nubes siguen siendo bajas hasta llover en abundancia, pero el sol está detrás discreto disolviendo las penumbras que atenazan y censuran nuestra esperanza. Pero ha amanecido la mañana de otra manera. La noche larga y negra de tres días de sepulcro hizo que saltaran por los aires las sombras malagüeras que nos acorralaban, nos dejaban solos y mudos con insistencia. Hoy la mañana no es una mañana cualquiera. Los inviernos todos, se han rendido a la eterna primavera por la victoria de Jesús sobre su muerte y la nuestra.

Nos quedan atrás estos días tan señeros, tan intensamente vividos por el pueblo cristiano que los quiere vivir de verdad entendiendo lo que significan, incluso cuando además del recogimiento propio de unos días semanasanteros, los hemos tenido que vivir confinados cada cual en su casa. La vida no tiene botón de pausa y sigue adelante su camino, el que misteriosamente ha trazado de modo providencial Dios con su eterna sabiduría. Y tras el silencio del día de ayer, sábado santo, hoy todo es palabra. Ayer tuvimos que aprender a escuchar el silencio, deletrear sus letras que no dialogaban, y aceptar el tirón que representa una derrota tan aparente como mordaz, una muerte que se impone como vencedora sin quimera y a ultranza.

Hoy la Iglesia celebra otra cosa. Sin aspaviento ni alharaca. Pero sí, la convocatoria nos escenifica que quedaba lo mejor por llegar, quedaba propiamente dicha la última palabra. Es el final que se torna recomienzo, y donde todo parecía agotado, tumbado y aplastado, de pronto empieza allí la primavera con una pujanza tan nueva que hace olvidar todos los barbechos que ridiculizaron burlones la espera. Así, todas las penúltimas palabras llenas de oscuridad, muerte y desesperanza, han quedado enmudecidas para siempre tras ese canto que como un himno a la alegría tenía un aleluya sin ocaso por única estrofa. Había una palabra última que debía ser escuchada y es la que de modo postrero se reservó Dios mismo para pronunciarla.

Por angostos que sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avata­res inhumanos, y por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido. Y esto significa que ni la enfermedad, ni el dolor, ni la oscuridad, ni la tristeza, ni la persecución, ni la espada… ni la mismísima muerte tendrán ya la última palabra, porque hasta la muerte ha sido muerta. Jesús ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, el camino de la verdadera humanidad, el camino que nos conduce al hogar de Dios sin más intemperies aciagas.

Él ha querido morir nuestra muerte, para darnos como regalo más inesperado y más inmerecido lo que era menos nuestro: su propia resurrección. La puerta está abierta y el sendero limpio y despejado. Sólo basta que nuestra libertad se mueva y se­cunde su primordial iniciativa, la de Dios, la de su Amor. Sí, Jesús ha resucitado, y la luz ha vuelto a entrar en nuestro mundo víctima de las tinieblas de todos los viernes santos de la historia. Pero es posible que nosotros todavía no nos hayamos enterado, y nos ocurra como a María Magdalena, que se acerca al Sol de la vida, a Jesús, cuando todavía para ella es sólo una discreta amanecida, cuando para ella “aún estaba oscuro” (Jn20,1), como nos ha descrito el Evangelio. Y en lugar de reconocer en los signos de la piedra quitada del sepulcro, el cumplimiento de cuanto el Maestro había dicho, quedó asustada, y echó a correr en busca de Pedro y de los otros, para hacer una interpretación tan apresurada como inexacta: “no está el Señor, se lo han llevado del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn20,2).

Y fueron Pedro y Juan hasta allí para ver qué había sucedido. Pero sólo Juan, el discípulo amado, el de las confidencias al costado de su Señor, el de las fidelidades al pie de la cruz, el heredero y acogedor de la Madre de su Maestro… sólo él, como nos dice el evangelio, “vio y creyó” (Jn20,8). La primera lectura de la misa de este día de pascua nos dice cómo los discípulos –Pedro en este caso– fueron los testigos de un acontecimiento: “nosotros somos testi­gos” (Hch10,39). Sí, ellos vieron el desenlace de un drama inimaginable: Jesús y lo que hizo en su paso haciendo el bien.

Hoy sí que tañen las campanas. Ya anoche comenzaron festivas y aunque no se oigan, las campanas no paran en el domingo de Pascua. Porque hay un motivo de alegría que ellas quieren contarnos con sus tañidos sin par. La oscuridad de todas nuestras historias negras, han perdido sus penumbras con la salida del sol, aunque aquí lo tengamos entre las bambalinas de las nubes mañaneras. La pena que nos arruga por los retos humillantes que nos aplastan, ya no tiene pesadumbre que abogar. Cuanto de conflicto interior o de cuita exterior nos enfrenta, las pandemias que nos confinan y extrañan, dejaron de ser motivo que nos hagan rehenes del mal. ¿Qué ha ocurrido en estas horas, quién ha venido de improviso, qué se ha vuelto a empezar como antaño o a estrenar como su primera vez?

Lo ha dicho la oración colecta de la misa de Pascua: las puertas de la eternidad han vencido en este día la muerte. Están abiertas de par en par y nos invitan a pasar acompañados del Señor resucitado, de María y todos los santos. Vale la pena asomarse hoy al extraordinario lienzo del suizo Eugène Burnand (+ 1921): «En la mañana de la resurrección, los Discípulos Pedro y Juan caminan hacia la tumba», y sentir esa tensión que este artista plasmó en los rostros de estos dos primeros cristianos. O habría que embelesarse en la escucha del oratorio de “El Mesías” que compuso el gran Georg Friedrich Haendel, o cambiar la audición de la Pasión según San Mateo por el oratorio de Pascua en Johann Sebastian Bach. Todos los artistas con sus pinceles o cinceles, todos los músicos con sus notas, y con sus versos los poetas nos han ambientado este momento indescriptible. ¿Corremos nosotros al sepulcro de Cristo? ¿Qué obra de arte, cantata o poema representa en la búsqueda del Señor resucitado mi vida?

Sí, vaya­mos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas nuestras alegrías y esperanzas, nuestra fe y nuestro amor, y veamos cómo Dios quiere resucitar­nos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrarnos una palabra de vida, sin fin y verdadera. Jesús ha re­sucitado. Vuelve la vida. El himno de esta alegría no tiene ninguna fuga en su tocata, sino un eterno regalo que nos permite volver a nacer poniendo un aleluya en los labios y en el alma.

Estamos de alborada con un alba inmensamente blanca. Que deje Magdalena sus llantos, que no siga Tomás con sus dudas, que Pedro y Juan no se paren en la carrera. Jesús ha resucitado de veras. Con María y con los santos, nos alegramos por la victoria del Resucitado que inmerecidamente nos regala. Queridos amigos y hermanos, feliz Pascua resucitada.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santuario de Covadonga

 

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